Mientras la Primera Guerra Mundial extendía su horror sobre la faz de la Tierra, el sábado 24 de abril de 1915 el ministerio turco del Interior ordenó el arresto de todos los dirigentes políticos, sociales y religiosos armenios sospechosos de ser opositores al gobierno revolucionario de los Jóvenes Turcos –el Ittihad– que habían derrocado unos años antes al sultán otomano Abdul al Hamid II.
Más allá de olvidos e indiferencia, aquella fecha quedaría marcada a fuego como el inicio del primer genocidio del siglo XX, en el cual los súbditos armenios del Imperio Otomano fueron víctimas de una matanza sistemática sin parangón hasta el exterminio nazi de judíos.
Aquel 24 de abril, del que este martes se cumplirán 103 años, unos 600 “notables” armenios fueron arrestados en Estambul y llevados a las provincias de Ayash y Chankiri, donde casi todos fueron asesinados poco tiempo después.
La mayoría de ellos no era nacionalista, ni participaba en política. Ninguno fue acusado de sabotaje, espionaje ni ningún otro delito, y tampoco tuvo la posibilidad de enfrentar un juicio justo.
“Con el pretexto de buscar armas, reunir soldados para la guerra, o averiguar el paradero de desertores, se impuso como rutina saquear, asaltar y asesinar sistemáticamente a los armenios”, reconoció el escritor turco Taner Akcam en su libro La identidad turca y la cuestión Armenia (1992).
Los números del horror
Las cifras hablan por sí solas. Hacia 1890 más de 2.500.000 armenios vivían en el Imperio Otomano. Al finalizar la Primera Guerra Mundial (1914-1918), el número de armenios en Turquía apenas superaba los 100.000. La diferencia puede comprenderse por el gran número de armenios que fueron masacrados por los musulmanes turcos o forzados a emigrar hacia otros países a partir de 1894, pero sobre todo desde 1915 hasta 1923.
Armenia –cuyo nombre apareció por primera vez en la inscripción de Behistún, mandada esculpir en el año 512 aC por Darío I el Grande, rey de Persia– fue uno de los primeros lugares en los que se desarrolló la civilización humana y en el 301 dC se convirtió en el primer Estado cristiano del mundo. Pero, durante la mayor parte de su historia, esa región de Asia occidental fue regida u ocupada por potencias extranjeras, que trataron a su población con extremada violencia.
Entre ellas, se destacaron los asirios, persas, romanos, mongoles, turcos y rusos. Por ello, los armenios, que habían sufrido la violencia turca a fines del siglo XIX cuando el sultán otomano Abdul al Hamid II sospechó que una conspiración rusa estaba tras los movimientos separatistas, se alegraron de que un grupo de oficiales, conocidos como los Jóvenes Turcos, tomaran el poder en 1908 prometiendo igualdad y libertad para todos.
Los armenios en general dieron la bienvenida al nuevo régimen, al que veían como una alternativa progresista frente al despotismo otomano. Sin embargo, el movimiento de los Jóvenes Turcos, con su partido político, el Comité de Unión y Progreso (CUP), fue rápidamente copado por un pequeño grupo de fanáticos nacionalistas, encabezados por el triunvirato formado por Enver Pasha, Cemal Pasha y Talat Pasha.
Éstos rompieron las promesas revolucionarias y obligaron a los grupos étnicos no turcos a asimilarse. De inmediato, los armenios cristianos fueron el blanco predilecto de la represión de los gobernantes musulmanes.
La Gran Guerra y la jihad
La Primera Guerra Mundial, que llevó a los turcos-otomanos a aliarse con Alemania y Austria-Hungría contra Inglaterra, Francia y Rusia, dio a los musulmanes la oportunidad que estaban buscando para implementar su jihad (guerra santa) contra los armenios: la represión se transformó en genocidio.
Los armenios que estaban fuera del país simpatizaban con Rusia. Entonces, el trío turco gobernante empezó a tramar el exterminio de aquellos a quienes veían como una “quinta columna” potencialmente traidora.
Uno de los ideólogos del movimiento, el doctor Nazim, dijo en una sesión del comité central del CUP en febrero de 1915: “Si esta purga no es general y final, habrá problemas. Por ello, es absolutamente necesario eliminar a la población armenia de manera integral, para que no exista ningún armenio en esta tierra y el concepto de armenio sea extinguido. Estamos en guerra, no tendremos nunca una oportunidad más conveniente”.
Con todo, la matanza comenzó discretamente. Los armenios que estaban en el ejército fueron desarmados y se les asignaron tareas de fajina. Se les negó la comida, el abrigo y el reposo: debían trabajar hasta morir o incluso los mataban directamente. Los intelectuales y los sospechosos de “subversión” eran torturados ferozmente. A las mujeres, niños y ancianos se los obligaba a caminar cientos de kilómetros a través de montañas, pantanos y desiertos hacia los campos de concentración de Siria y Mesopotamia. Asaltados y violados por sus escoltas militares y por civiles a lo largo del camino, morían de hambre, sed y frío.
Por entonces, un pastor armenio escribió: “Habíamos visto asesinatos, pero no habíamos visto esto nunca. Un asesinato acaba rápido, pero esta prolongación de la angustia es insoportable”. Así, las deportaciones masivas y las masacres supusieron la eliminación de nueve de cada diez armenios residentes en Anatolia, la actual Turquía asiática. Unos cuantos enclaves armenios ofrecieron una resistencia heroica pero inútil: se calcula que murieron entre 700.000 y un millón y medio de una población de dos millones y medio de armenios.
No obstante, Turquía jamás admitió la fenomenal matanza. Hasta hoy rechaza que esos acontecimientos tuvieran el carácter de genocidio, y sostiene que las muertes fueron el resultado de enfrentamientos bélicos, enfermedades y hambrunas.
Una masacre olvidada
En El libro de la risa y el olvido (1981) –unas memorias que provocaron la revocación de su ciudadanía checa–, Milan Kundera escribió que “la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido”. Al respecto, en su análisis del genocidio armenio, La banalidad de la indiferencia, el profesor Yair Auron subrayó la importancia de esa lucha: “El reconocimiento del genocidio armenio por parte de toda la comunidad internacional, incluyendo Turquía –o quizás, primero y sobre todo, Turquía–, es una exigencia de primer orden. Comprender y recordar el pasado trágico es una condición esencial, aunque no suficiente, para evitar la repetición de tales actos en el futuro”.
Algo de lo que, sin dudas, también tomó debida nota Atom Egoyan, el cineasta canadiense, hijo de refugiados armenios, nacido en 1960 en El Cairo. En su filme Ararat (2002), Egoyan rescata de un olvido cruel el genocidio armenio a través de un laberinto de historias e imágenes intrincadas.
Y, en dicha cinta, la idea de Kundera tal vez esté sintetizada magistralmente en un breve diálogo que mantiene el joven Raffi –el personaje principal– con un actor turco. Consciente de que los recuerdos son el pasado, determinan el presente y ayudan a construir el futuro, Raffi le pregunta a su interlocutor: “¿Sabes qué le decía Adolf Hitler a sus seguidores? «No se preocupen por los genocidios, ¿acaso alguien se acuerda de los armenios que murieron en 1915?»”. Es que, si el mundo no hubiera ignorado aquella masacre de armenios inocentes, quizás el Holocausto jamás hubiera ocurrido.