Ganador del Premio Nobel de Química en 1970 por descubrir el proceso bioquímico por el que los organismos aprovechan la energía de azúcares para vivir, Luis Federico Leloir, de cuyo natalicio se cumplen 115 años hoy sigue siendo un ejemplo para la ciencia y sus colegas lo recuerdan como una persona modesta y sencilla que durante su vida mantuvo un perfil bajo dedicándose exclusivamente a su trabajo científico.
“Sus trabajos no solo permitieron describir cómo se almacenan los azúcares en animales y plantas bajo la forma de glucógeno y almidón respectivamente, sino también el modo en que se utilizan como fuente de energía”, reflexionó Armando Parodi, investigador emérito de la Fundación Instituto Leloir (FIL) y del Conicet, quien realizó su tesis doctoral bajo la dirección de Leloir.
Un prestigioso itinerario y el regreso a Argentina
Luis Federico Leloir nació el 6 de septiembre de 1906 en París, a pocas cuadras del Arco del Triunfo. A partir de los 2 años vivió en Argentina donde completó sus estudios primarios, en la escuela estatal Catedral al Norte, y la secundaria en tres colegios: Lacordaire y del Salvador, en la Ciudad de Buenos Aires, y el Beaumont, en Inglaterra.
Comenzó a estudiar arquitectura en el Instituto Politécnico de París, pero cambió de rumbo: a sus 26 años se recibió de médico en la UBA y luego, con la intención de conocer y profundizar sobre los procesos biológicos, se dedicó a la investigación, en el Instituto de Fisiología.
Su tesis doctoral, “Suprarrenales y el metabolismo de los hidratos de carbono”, realizada bajo la dirección de su maestro y mentor Bernardo Houssay, fue distinguida en la Facultad como la mejor del año y lo ubicó en la senda del metabolismo de los azúcares y de la síntesis del glucógeno.
Más tarde, se trasladó a Cambridge (Inglaterra), para continuar con un posgrado en el Biochemical Laboratory y de vuelta en la Argentina fue profesor de Fisiología en la cátedra de Houssay y después de unos años trabajando en el laboratorio de Carl Gerty Cori, en los Estados Unidos y más tarde, en el Colegio de Médicos y Cirujanos de la Universidad de Columbia, regresó al país para trabajar en el Instituto de Biología y Medicina Experimental.
Inteligente, sencillo y afable
Años, libros y muchas investigaciones después, Houssay le propuso a Leloir ser director de otro organismo: el Instituto de Investigaciones Bioquímicas-Fundación Campomar (en la actualidad, Fundación Instituto Leloir), que fue creada el 7 de noviembre 1947. Leloir lo dirigió durante 40 años y allí inició uno de los capítulos más importantes de producción científica que culminaría con la obtención del Premio Nobel de Química en 1970.
“Fue una experiencia decisiva formar parte del laboratorio de Leloir durante siete años”, contó Parodi.
“Era una persona muy sencilla, humilde y respetuosa de las ideas de los demás. De él aprendí modos eficientes de trabajar en equipo, encarar preguntas, diseñar experimentos y analizar los resultados. Estimulaba la autonomía”, destacó el investigador.
“Trabajar en el laboratorio de Leloir fue como tocar el cielo con las manos. Inteligente, sencillo y afable, podía mantener ese difícil equilibrio de guiar sin imponer; de estar al tanto de mis investigaciones, corregir respetuosamente mis propuestas”, señaló por su parte el médico José Mordoh, investigador superior del Conicet e integrante del laboratorio de Leloir entre 1964 y 1969. Mordoh manifestó recordar “muy bien ese primer día”, cuando recién recibido de médico “juntó fuerzas y se decidió a ir a hablar con Leloir al Instituto. Conversamos un rato, me escuchó y me ofreció hacer una pasantía durante el verano en el Laboratorio”.
En ese entonces, siguió recordando Mordoh, “no había nadie más allí; en un lado de la mesada estaba Leloir y en la otra punta estaba yo”.
“Parco, de pocas palabras, decía lo justo. Inteligente. Siempre agudo, sin ser hiriente. Una persona delicada al que nunca escuché levantar la voz durante los 6 años que trabajé con él”, lo describió Mordoh, quien en la actualidad se desempeña como jefe del Laboratorio de Cancerología de la Fundación Instituto Leloir.
Después del Nobel siguió trabajando como si nada
“Era muy calmo –coincidió Parodi–. Nunca mostraba enojo pero se molestaba cuando alguien emitía en su presencia opiniones descorteses sobre terceros o tenía actitudes poco educadas. Odiaba la ostentación y los grandes escritorios, hoy lo podríamos calificar como de bajo perfil”.
Una característica que Mordoh admiraba de Leloir era su capacidad de concentración. Dijo al respecto: “Él estaba haciendo algo, venía alguien a hablarle con otro tema y retomaba lo que estaba haciendo, como si nunca lo hubieran interrumpido, con una gran naturalidad dirigía el instituto al mismo tiempo que trabajaba en sus investigaciones”.
Concordó Parodi al comentar que “recibir el Premio Nobel, si bien le produjo una alegría indudable, también le trajo algo de preocupación, porque intuyó correctamente que sus días de tranquilidad se habían terminado. Nunca tuvo una oficina privada. Recibía a los visitantes y despachaba los asuntos burocráticos en el mismo laboratorio”.
“Un tanto tímido, le costaba hablar en público, incluso sobre temas científicos”, lo caracterizó el científico, y agregó que “se lo veía sufrir cuando debía dar una charla, incluso los seminarios internos del Instituto”. De los seis premios Nobel con los tuvo contacto Mordoh en su carrera, incluyendo a Leloir, “él era mi preferido”, subrayó.
“Inteligente –añadió–, con los pies sobre la tierra, no se apartaba del tema. Nunca cayó, como otros galardonados, en los errores de omnipotencia que despierta el premio. El siguió trabajando en su silla como si nada hubiera pasado”. “Él no se vendía a sí mismo, sabía exactamente lo que sabía y tenía un alto valor de sí mismo. El ingenio de Leloir floreció en el momento adecuado”, destacó Mordoh.
Otra nota que resaltó Parodi fue la austeridad del científico: “Era sumamente austero en el manejo de los fondos que le eran confiados para su administración. Solía escribir los borradores de sus trabajos científicos en medias hojas de papel ya impresas de un lado y con lápiz para facilitar las correcciones con una goma.
Esta austeridad en el manejo de los fondos ajenos contrastaba con su generosidad cuando se trataba de los propios, ya que siempre donó su salario como profesor universitario al Instituto y mantuvo con su peculio personal gran parte de su biblioteca”.
Según comentaron ambos discípulos de Leloir, fue el profundo amor por su país y los suyos lo que lo llevó a rechazar tentadoras ofertas de trasladarse a trabajar en el exterior y su inmensa capacidad intelectual lo que le permitió hacer ciencia con escasos medios.
Entre sus mayores placeres, coincidieron, se encontraba el estar en el laboratorio trabajando con sus manos, cosa que hizo hasta muy poco antes de fallecer en diciembre de 1987 a los 81 años.