Juan Aguzzi
Cuarenta y cinco años no sería una edad tan avanzada para nadie, pero sí sería un gran tiempo transcurrido para la existencia y permanencia de un disco, sobre todo uno grabado en una época turbulenta, de conformación neoliberal mundial, con los efectos letales que semejante cuestión causaba en amplios sectores sociales. Por estos días de diciembre se cumplieron cuatro décadas y media de la aparición de London Calling, el álbum de la banda británica The Clash que tajearía el aire rockero de época y sentaría las bases para que el género asumiera de una vez por todas su carácter disruptivo ya preanunciado por The Wall, de Pink Floyd, pero ahora con un nuevo embalaje, el del punk en materia musical y el de un cortante filo contestatario en su lírica.
A mediados de 1979, Gran Bretaña, y especialmente Londres, era un mapa de fábricas y comercios que cerraban y dejaban obreros y empleados en las calles, llevando los índices de desocupación a niveles inauditos. La pesada mano de hierro de la primera ministra Margaret Thatcher se hacía sentir en concordancia con el reaganismo imperante del otro lado del charco, implementando políticas de achicamiento del Estado y gasto público, libertad de mercado, privatizaciones y desregulación económica y financiera, campo minado que dejaba de a miles en las calles.
London Calling en Rosario
En Rosario también ocurría algo parecido y con una mano de hierro a todas luces más pesada que la de la indigna dama británica. Eran años del terrorismo de Estado, con los Falcon todavía dando vueltas y con mucha gente escondida o clandestina, buscando lugares y formas para expresarse y cuidándose de los “buchones”. Estos, claro, eran de algún modo afortunados, puesto que no habían sido chupados ni desaparecidos. Era un tiempo de zozobra, y se buscaba en qué apoyarse o sostenerse más allá de los que pensaban y sentían igual. Y allí estaban la literatura, el cine, la música, que actuaban de férreas muletas para andar ese hervidero urbano.
Para los melómanos incurables como este cronista, eran indispensables los discos, y además de escuchar lo que pasaba en el país, que, hay que decirlo, era poco, era la forma de conocer qué pasaba en Europa y Estados Unidos con esos géneros que nos estaban formando, el rock sobre todo, pero también el punk, que abría un cauce que no volvería a cerrarse. Olivera Musical, donde se vendían vinilos e instrumentos musicales, era el lugar indicado para ir a buscar esos nuevos discos; se los encargaba y ellos –sus dueños– los traían, a veces con algo de demora lo que levantaba los niveles de ansiedad. Y cuando llegaban íbamos a buscarlos, no sin cierto temor y algo camuflados, porque los pelos largos o ciertos cortes y determinadas vestimentas seguían resultando sospechosos.
Algo de eso pasó con London Calling, al que pudimos acceder casi un año después de su salida, del que conocíamos algunos temas escuchados en emisoras remotas y deseábamos fervientemente tenerlo girando en una bandeja. Teníamos a un confeso admirador de Sex Pistols, Los Ramones, The Buzzcocks y, por supuesto, The Clash, que además era un eficaz radioaficionado con un súper equipo instalado en un altillo. Se trataba de un grupo de incipientes punks de pensamiento trotskistas que descubrían en los sonidos ruidosos y distorsionados, en los arreglos simples y rockeros de la batería y el bajo, en las armonías destempladas y en las melodías directas y agresivas, un paraíso para soportar tanto oprobio. La escucha de London Calling trajo el combustible musical que levantaba un poco la moral, porque algo de eso era necesario para poder seguir.
Contra el neoliberalismo
El guitarrista y tecladista Mick Jones ya no se sorprendía de los niveles de desintegración social, pero sí de que no había ningún límite a la vista y que todo iría desmoronándose indefectiblemente, como lo anunciaba una información del London Evening Standard sobre una posible elevación del Mar del Norte, que provocaría que el Támesis se desbordara sobre la capital inglesa. Junto a otras noticias flamígeras, Jones y Joe Strummer fueron componiendo letra y música de un registro que se fijaría en el imaginario colectivo como una consigna de resistencia al cruento avance de las políticas neoliberales que se venían aplicando con eficacia en el mundo occidental.
Además, London Calling significó un nuevo impulso para The Clash, ya disminuido el suceso de sus dos primeros discos, The Clash (1977) y Give ‘Em Enough Rope (1978) respectivamente, sobre todo de lo que había sido su portentoso disco debut, ya consagrado en los topes de rankings norteamericanos –gira estadounidense mediante– a partir de su restallante y poderoso punk-rock. Por desavenencias varias se habían quedado sin manager y a la vuelta de la gira tampoco tenían sala de ensayos ni la suficiente cantidad de canciones para armar un nuevo disco.
Una declaración de Jones reproducida en el libro The Clash: Talking explica ese momento: “Éramos una unidad muy estrecha…Esto fue especialmente cierto durante London Calling porque nos separamos de Bernie (Rhodes, el manager) y dejamos nuestra sala de ensayo en Camden porque era suya, los Pistols se habían separado, Sid Vicious había muerto y nos sentimos bastante solos de alguna manera. Encontramos el lugar en Pimlico y nos volvimos aún más estrictos. En este tipo de entorno te vuelves más estricto, hasta el punto de que ni siquiera necesitas hablar cuando estás tocando porque hay una comunicación natural”.
Ya instalados en Pimlico, una casona en medio de un gran parque, comenzaron a tocar versiones de las canciones preferidas de cada miembro de la banda para que el entrenamiento no decayese. Por lo que se cuenta en el libro mencionado, también jugaban al fútbol y escabiaban birra sin descanso. Rock, algún blues matizado por acordes punks, rockabilly, fogoneados por el bajista Paul Simonon y el baterista Topper Headon, sobre todo, y hasta unos en principio deslucidos reggaes fueron surgiendo en una expansión de apetencias musicales, transformadas un poco después en composiciones algo distintas de lo que habían hecho hasta entonces.
Lo prueban los tracks «The Guns of Brixton», «Spanish Bombs», «Jimmy Jazz», «Wrong ‘Em Boyo», que ampliaron las posibilidades de la banda y dotaron de otra atmósfera el nuevo registro, que en menos de un mes estuvo terminado porque prácticamente la banda no hacía otra cosa que jugar unos picaditos con gente de la zona, tomar cerveza y encerrarse a componer con mentes dispuestas a incorporar géneros como el ska, el pop, el reggae, con letras que, claro, aparecían impulsadas por el reinante malestar social y tenían al desempleo, los conflictos raciales y el uso de drogas como tópicos recurrentes pero muy bien ensamblados. Lost in the Supermarket, la canción compuesta en música y letra por Strummer, es una acabada prueba de esto último.
La “ayudita” del productor
Cuando el verano de 1979 se posaba sobre Londres ya tenían en gatera London Calling, ahora solo restaba encontrar productor y estudios, lo que ocurrió pocos días después cuando encontraron a Guy Stevens, un prodigio de la dinámica productiva, aunque bastante díscolo e impredecible, que había trabajado con bandas punk desconocidas a las que siempre terminaba haciéndolas brillar, quien sugirió los estudios Wessex Sound. Stevens era un entusiasta sin remedio y fue quien vio en el disco una proyección que batiría cualquier récord.
Evidentemente no se equivocaba y el grupo se bancó estoicamente al “delirante” productor que entre indicaciones precisas de cómo debía sonar ese disco, chuceaba al ingeniero de sonido, desparramaba sillas en el estudio, volcaba una botella de tinto sobre los teclados para que “suene mejor”, le soplaba “correcciones” a Strummer sobre cómo debía tocar ciertos pasajes y tenía siempre a punto una puteada a la Thatcher, a quien también imitaba semejando un ser esperpéntico y abominable.
De ese modo London Calling estuvo en bateas en diciembre de ese año y resultaría un poderoso disco doble de 19 canciones que vigorizaba a The Clash, confirmando el carácter radical de la banda, y la ponía otra vez en la cresta de la ola. El álbum, cuya tapa concentraba la iracundia y el propósito guerrero de su contenido, fue bienvenido entre la crítica especializada a uno y otro lado del océano, fue top ten en Inglaterra y vendió cerca de dos millones de copias en el mundo (también porque tratándose de un disco doble, terminaría vendiéndose como uno solo). Hoy integra la lista de los 500 mejores álbumes de todos los tiempos. Y se lo escucha detenidamente en estos tiempos de sangría neoliberal, su actualidad es desconcertante.