El 10 de febrero de 1912 el Congreso de la Nación Argentina sancionó la ley 8.871 o Ley General de Elecciones, que sería conocida como ley Sáenz Peña. Esta ley –Boletín Oficial el 26 de marzo de 1912– estableció para el sistema eleccionario la lista incompleta combinada con el secreto del sufragio y el mecanismo plurinominal. El “universo” de la ley solamente contemplaba a los hombres argentinos nativos y naturalizados, mayores de 18 años.
La ley Sáenz Peña constituye un indiscutible avance en la construcción de la República, y puede decirse que marca un antes y después en la historia de la democracia argentina.
En ese entonces el fraude electoral había llegado a su máximo nivel, además el ala reformista de la clase conservadora gobernante entendió que era inviable continuar manteniendo el poder sin incorporar a los nuevos actores políticos.
La Constitución de 1853 dejó un gran vacío jurídico en lo referente al sistema electoral, que fue apenas cubierto por la ley 140, del año 1857, que instituía el voto masculino y cantado, y “la lista completa” para la obtención de cargos.
Indudablemente, el emitir el voto a “viva voz” acarreaba graves problemas y temores a los votantes, los que eran fácilmente manipulados y atemorizados por los caudillos de turno.
Hacia 1900, las masas de trabajadores comenzaron a reclamar espacios de discusión y construcción política, en los nuevos partidos, como la Unión Cívica Radical y el Partido Socialista.
Una fracción de la elite gobernante comenzó a evaluar que la introducción de reformas en el sistema electoral podía contener los eventuales conflictos sociales. En tal sentido, se arriba a la reforma “uninominal” en el sistema de elección de diputados (cada ciudadano votaba por un candidato y no por una lista completa). En 1905, bajo la presidencia de Manuel Quintana, se volvió al sistema de lista completa.
El 12 de junio de 1910, el Colegio Electoral consagró la fórmula Roque Sáenz Peña-Victorino de la Plaza. El nuevo presidente se encontraba en Europa al momento de ser elegido, y a su regreso mantuvo dos reuniones clave, una con el presidente Figueroa Alcorta, y la otra con el líder de la oposición, Hipólito Yrigoyen, quien comprometió la participación del radicalismo en futuras elecciones, con una nueva ley que asegurara la legalidad del proceso eleccionario.
Sáenz Peña cumplió su palabra, y envió al Congreso el proyecto de ley de sufragio, que había elaborado con la fundamental colaboración de su ministro del Interior, Indalecio Gómez.
El presidente presentó el proyecto con estas palabras: “He dicho a mi país todo mi pensamiento, mis convicciones y mis esperanzas. Quiera mi país escuchar la palabra y el consejo de su primer mandatario. Quiera el pueblo votar” (Miguel Ángel Cárcano, Sáenz Peña, la revolución por los comicios, Buenos Aires, Eudeba, 1972).
La ley significó un importantísimo avance, aunque no fueron pocos los excluidos de ella; las mujeres (casi la mitad del padrón), los extranjeros, los habitantes de los territorios nacionales, y los habitantes de municipios pequeños.
De todas formas, y aun entendiendo las falencias de la norma, la ley Sáenz Peña constituyó una aporte fundamental en la construcción de la democracia participativa de nuestro país.
Todo lo demás, vendría después.