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A dos décadas de un hito en la búsqueda de verdad y justicia: la nulidad de las leyes de impunidad

El 21 de agosto de 2003 el Senado anuló las llamadas "leyes de impunidad", una de las primeras políticas públicas de Memoria, Verdad y Justicia impulsadas por el entonces presidente Néstor Kirchner a poco de asumir el Gobierno

Por Gabriel Tuñez / Télam

La anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, votada por el Congreso de la Nación 20 años atrás, permitió reanudar juicios a los responsables de delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura cívico militar y marcó un hito en la búsqueda de verdad y justicia para las víctimas de desapariciones forzadas, torturas, violaciones y ejecuciones extrajudiciales.

El 21 de agosto de 2003, minutos antes de las dos de la madrugada y tras un extenso debate que había empezado el día anterior, el Senado anuló las llamadas «leyes de impunidad», una de las primeras políticas públicas de Memoria, Verdad y Justicia impulsadas por el entonces presidente Néstor Kirchner a poco de asumir el Gobierno.

La nulidad (ley 25.779) se logró con 43 votos favorables, siete en contra y una abstención, pero antes de eso el Parlamento ya le había dado rango constitucional, mediante la Ley 25.778, a la Convención de la ONU sobre imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad.

El proyecto de nulidad, promovido por la entonces diputada de Izquierda Unida (IU) Patricia Walsh, y la Convención de Naciones Unidas habían recibido días antes la aprobación de la Cámara baja.

Las dos leyes, promulgadas el 2 de septiembre del 2003, abrieron una nueva etapa en la historia argentina y pusieron fin a décadas de impunidad con la reanudación en todo el país de juicios por delitos de lesa humanidad que habían quedado paralizados a mediados de los 80.

Es que, justamente, las llamadas «leyes de impunidad» fueron impulsadas y promulgadas durante el Gobierno de Raúl Alfonsín, algo más de un año después de la finalización del histórico Juicio a las Juntas Militares.

La 23.492 de Punto Final estableció a finales de 1986 la caducidad de las acciones penales abiertas contra los represores que no hubieran sido llamados a declarar por la Justicia antes de los 60 días corridos desde su promulgación. Transcurrido ese plazo, no podían ser alcanzados judicialmente.

En un discurso al país, Alfonsín ensayó como argumento que la necesidad de un «punto final» estaba atada al «largo tiempo transcurrido en las investigaciones» por violaciones a los derechos humanos.

El proyecto fue aprobado por el Congreso el 23 de diciembre de 1986 y promulgado por Alfonsín al día siguiente, pese al rechazo expresado en una masiva manifestación liderada por Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, entre otros organismos de derechos humanos, además de partidos políticos y la CGT.

La ley de Punto Final fue complementada, a mediados de 1987, con la de Obediencia Debida (23.521), impulsada tras el alzamiento militar «carapintada» de la Semana Santa de ese año, que puso en riesgo la continuidad democrática.

La rebelión fue protagonizada por oficiales que se negaban a ser citados por la Justicia para rendir cuentas en las investigaciones abiertas con la recuperación democrática.

La Obediencia Debida estableció diferentes niveles de responsabilidad penal entre quienes impartieron órdenes y aquellos que ejercieron los actos represivos de la dictadura. Equivalía a una exculpación de los delitos de lesa humanidad para oficiales de rango medio y bajo.

Así, se acotó el universo punible a los mandos superiores, con excepción del robo de bebés nacidos durante el cautiverio ilegal de sus madres, un delito que había quedado fuera del alcance del Punto Final.

Uno de los primeros en beneficiarse con la puesta en vigencia de la Obediencia Debida fue el excomisario Miguel Etchecolatz, fallecido en julio del año pasado tras haber recibido nueve condenas a prisión perpetua por crímenes cometidos en el «Circuito Camps», una de las estructuras más extendidas del esquema de represión ilegal, en el que estuvieron detenidas cientos de personas, muchas de las cuales continúan desaparecidas.

A las cuestionadas normas sancionadas durante el alfonsinismo le siguieron, entre 1989 y 1990, los cuatro decretos de indultos firmados por el entonces presidente Carlos Menem.

La decisión presidencial les otorgó el perdón a 220 militares, entre ellos los excomandantes Jorge Rafael Videla, Emilio Massera, Orlando Agosti, Roberto Viola y Leopoldo Galtieri. También alcanzó a líderes carapintadas y a 70 civiles, algunos de ellos, exjefes de organizaciones guerrilleras, como Mario Firmenich, de Montoneros.

El propósito de los decretos apuntaba a alcanzar la «pacificación y la reconciliación nacional», explicó Menem, pero no logró acallar la exigencia de Memoria, Verdad y Justicia.

Este reclamo de los organismos de derechos humanos, junto al pedido «juicio y castigo a los culpables», no cesó: en 1998 la Justicia logró la apertura de investigaciones por apropiaciones de niños llevadas a cabo en la dictadura.

Ese mismo año, el Congreso derogó las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, pero esa determinación legislativa carecía de retroactividad y no alcanzaba a las violaciones cometidas por la última dictadura.

Tres años después, el 6 de marzo de 2001, el juez federal Gabriel Cavallo dictó un fallo histórico en el que declaró, a partir de una presentación del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), la inconstitucionalidad y nulidad de las leyes de impunidad.

La querella fue planteada, entre otros, contra el excomandante del Primer Cuerpo de Ejército durante la dictadura, Carlos Guillermo Suárez Mason, por su responsabilidad en la desaparición forzada del matrimonio compuesto por José Poblete Roa y Gertrudis Hlaczik, detenidos ilegalmente en 1978 en el centro clandestino «El Olimpo», y por la apropiación de la hija de ambos, Claudia Victoria Poblete, recuperada años después por las Abuelas de Plaza de Mayo.

La decisión del juez Cavallo fue ratificada por la Cámara Federal, que en su resolución consideró que la anulación de ambas normas debía ser una «obligación» para el sistema judicial y político.

Esa posición de un sector de la Justicia, sumada a la decisión política del Gobierno de Néstor Kirchner, propició que el Congreso pudiera en 2003 declarar la nulidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y dar paso así a la reanudación de las investigaciones y juicios por los crímenes.

«Nunca me hubiese enterado de la condición de genocida de mi padre si no se hubiesen reanudado los juicios tras la anulación de las leyes», dijo a Télam Analía Kalinec, hija del exsubcomisario de la Policía Federal Eduardo Kalinec, condenado en 2010 a prisión perpetua por haber cometido genocidio en los centros de detención Atlético, Banco y El Olimpo.

Analía Kalinec, integrante del colectivo Historia Desobedientes, que reúne a hijos, hijas y familiares de represores, consideró la nulidad de las normas como «un punto de inflexión» en su vida.

El 4 de agosto de 2006, casi un año después la anulación de las leyes, el represor Julio Simón se convirtió en el primer condenado en los reiniciados juicios. Semanas más tarde fue el turno de Etchecolatz, quien recibió reclusión perpetua.

«Durante el Gobierno de Néstor Kirchner, el Congreso y el Poder Ejecutivo mostraron la voluntad política de avanzar por el camino de la Memoria, la Verdad y la Justica», analizó en diálogo con Télam Sol Hourcade, coordinadora del área Memoria, Verdad y Justicia del CELS.

Hourcade recordó que la declaración de nulidad de las normas fue convalidada en 2005 por un fallo de la Corte Suprema de Justicia. «De este modo -sostuvo-, los tres poderes del Estado materializaron el reclamo histórico de las víctimas y delos organismos de derechos humanos».

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