Por Diego Mauro / Especial para El Ciudadano
En tiempos en que se insiste con el espejismo meritocrático vale recordar que en 2018 el 1% más rico de la población mundial se quedó con alrededor del 80% de la riqueza generada (Oxfam Internacional) y que, como señala el economista Joseph Stiglitz en El precio de la desigualdad, en su inmensa mayoría quienes nacen pobres siguen siéndolo por más esfuerzos que hagan. Si bien la desigualdad es inherente a la sociedad capitalista ¿siempre fue tan extrema a lo largo del último siglo? ¿Cómo se llegó a semejantes niveles de disparidad incluso en las economías centrales? ¿Qué ocurrió en las últimas décadas para que a pesar de los avances tecnológicos y productivos la brecha social creciera tan fuertemente en numerosos países?
El fin del consenso keynesiano
Tras el fin de la segunda guerra mundial y el inicio de la llamada “guerra fría”, el desarrollo de los Estados sociales en parte de Europa dio paso a tres décadas de crecimiento sostenido, basado en altos niveles de inversión y un fortalecimiento de la demanda vía el alza de los salarios y el desarrollo de la seguridad social. Las críticas al liberalismo económico se habían acrecentado tras la larga crisis de los años treinta, pero fue sobre todo a la salida de la guerra cuando, ante el peligro del avance comunista en una Europa devastada, las ideas keynesianas lograron imponerse de manera generalizada. Este período, en el que en muchos países capitalistas se lograron los menores niveles de desigualdad conocidos desde la revolución industrial, llegó a su fin en los años ochenta y noventa. Previamente, el fin de los acuerdos de Bretton Woods en 1971 y poco después la crisis del petróleo comenzaron a marcar el cambio de época. A fines de los setenta y tempranos ochenta, los ataques al consenso keynesiano se profundizaron con el ascenso de Margaret Thatcher en Inglaterra y Ronald Reagan en Estados Unidos. Para ambos, en sintonía con las recetas neoliberales que ya se habían aplicado en Chile tras el golpe de estado de 1973, el problema era precisamente el entramado de regulaciones de la economía y el rol de los sindicatos que, en contextos de pleno empleo, tenían la fortaleza para moderar las tasas de ganancia empresariales y mantener los derechos sociales obtenidos. La embestida comenzó precisamente en estos países con un contundente ataque contra el sindicalismo. La lucha se dio tanto a través de campañas de difamación, facilitadas a veces por las propios niveles de corrupción interna de las organizaciones sindicales, como a través de medidas que limitaban su accionar en un contexto en que, estructuralmente, el proceso global de traslado de la producción hacia las periferias con costos laborales infinitamente más bajos, empujaba la desocupación hacia arriba y debilitaba la capacidad de negociación de los trabajadores. En una muestra de ello, diferentes economistas han coincidido en subrayar que desde los años ochenta los aumentos salariales fueron muy por detrás del crecimiento de la productividad, lo que se reflejó entre otras cosas en un creciente nivel de endeudamiento de los trabajadores.
El derrame de la pobreza
La otra parte del plan consistía en una baja generalizada de los impuestos a las clases dominantes y a la banca con el argumento de que eso generaría mayores niveles de inversión y, como un efecto de derrame, mayores salarios y empleos sin afectar la recaudación fiscal. Aunque la mayoría de los estudios demostraba ya por entonces la inconsistencia de estos pronósticos intencionados, la baja de impuestos –que además era muy selectiva porque se disminuyó el impuesto a la renta pero se aumentaron las cargas sobre el consumo masivo– aumentó las dificultades fiscales de los Estados. De esta manera, los neoliberales lograron un éxito doble: mejoraron la rentabilidad de las clases empresariales y debilitaron a los Estados sociales legitimando asimismo, en un marco de déficit creciente y endeudamiento crónico, las propuestas de reducción del gasto público que buscaban debilitar los programas de seguridad social. En Inglaterra, Margaret Thatcher lo planteó con particular claridad: había que aplastar a los sindicatos, reducir el Estado y terminar con las ayudas sociales. De modo que a la caída del salario real le siguieron procesos de privatización de los activos estatales y un paulatino desmantelamiento de las instituciones del “Estado de bienestar” (las cajas de pensiones, los servicios públicos de salud, los seguros laborales).
Flexibilización, desigualdad
La tercera parte del programa neoliberal se centraba en la flexibilización de las relaciones laborales (lo que fue logrado en gran medida, al punto que hoy la OIT calcula que casi la mitad de los trabajadores lo hacen en puestos “vulnerables”) y a la total desregulación de los mercados. Durante la década de 1990 se terminaron de desarmar en Estados Unidos las restricciones de la ley Glass-Steagel (1933) permitiendo a los bancos realizar al mismo tiempo actividades comerciales y de inversión y desde inicios de la década siguiente se autorizó el tráfico de los denominados “derivados financieros” que multiplicaron enormemente la especulación. Al mismo tiempo, se facilitó a escala global la fuga de capitales y la evasión impositiva a través de normativas amigables con los paraísos fiscales, que permitieron, por ejemplo, que los principales bancos europeos crearan empresas subsidiarias off shore para declarar parte de sus ganancias. Todo esto generó una vertiginosa concentración de la riqueza y un ahogamiento cada vez más profundo de los Estados, que destruyó los niveles de igualdad alcanzados en los años 60.
Menos escuelas, más cárceles
Por último, el nuevo consenso neoliberal se hizo sentir en el aumento del gasto represivo y en las tasas de prisionización –particularmente en Estados Unidos– así como en la reiteración de crisis financieras globales. La última de ellas en 2008 fue de particular gravedad, como consecuencia de la creciente desconexión entre la economía real y el universo de los “derivados financieros”. Según diferentes analistas, al comienzo de la crisis los principales bancos de inversión tenían una relación de 1 a 30 entre activos y deudas. Para detener la crisis, los Estados de diferentes países salieron a “rescatar” al sistema financiero con enormes subsidios que, como había ocurrido con las “reformas” tributarias puestas en marcha desde los ochenta, profundizaron los déficits públicos, el endeudamiento y la transferencia de riqueza de la sociedad en su conjunto a sectores privilegiados. Lo que el economista Joseph Stiglitz llamó sin vueltas “el gran atraco”. Una muestra clara de la verdadera naturaleza de la supuesta “desregulación” neoliberal: desregulación para que los ricos paguen menos impuestos, fuguen ganancias, “deslocalicen” la producción y bajen salarios, pero mucha “regulación” a la hora de reprimir el descontento social y transferir riqueza vía gigantescos subsidios a las clases dominantes. Como señaló con particular crudeza hace unos años el multimillonario Warren Buffet: “Por supuesto que hay lucha de clases, la estamos ganando los ricos”.