Luis Lázzaro (*)
A quince años de su sanción, el 10 de octubre de 2009, la Ley 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual aún puede considerarse un instrumento valioso para democratizar y diversificar las voces en la deliberación pública de la sociedad argentina. Ello pese a los ultrajes normativos que dañaron su capacidad regulatoria para enfrentar la concentración empresarial corporativa.
Lo cierto es que gobiernos cómplices o timoratos frente al poder de turno distorsionaron su texto y su espíritu, liquidando la representación republicana y federal en la gestión de la autoridad de aplicación, así como su independencia del Poder Ejecutivo.
Su articulado se basó en los lineamientos de la Declaración de Principios de Ginebra 2003 de la Cumbre Mundial de la Sociedad de la Información, que destacó la necesidad de “fomentar la diversidad de regímenes de propiedad de los medios de comunicación” y la Convención sobre Diversidad Cultural de la Unesco (2005), que estableció que los Estados tienen la obligación y el derecho de “adoptar medidas para promover la diversidad de los medios de comunicación social”.
La ley demostró ser útil para la tarea: la cantidad de canales abiertos de televisión más que se duplicó desde fines de 2009, fecha en que se constituyó la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (Afsca, hoy Enacom), pasando de 46 a 103 en 2023 con una considerable diversificación de los operadores públicos (doce nuevos canales incluyendo siete universitarios) y privados (45 nuevos canales de los cuales 33 son nuevos operadores comerciales y doce pertenecen a entidades sin fines de lucro).
La ley también hizo posible una reconsideración sobre el rol de los medios públicos como actores de la información y la cultura, dando lugar a un Consejo Federal que agrupa en la actualidad a veintitrés canales —provinciales o universitarios— en todo el país.
Pero estos aportes a la “diversidad de los medios” chocaron con la renuncia del Estado al control responsable de la concentración mediática —una de las garantías básicas para la libertad de expresión— promovida por los gobiernos que se sucedieron a partir del 2015, mediante decretos y disposiciones de dudosa constitucionalidad.
Se consumó así la existencia de posiciones dominantes en el mercado de la convergencia comunicacional a manos del mayor operador sectorial de la región, que controla desde el papel para periódicos hasta frecuencias del espectro radioeléctrico, infraestructuras de conectividad, producción y distribución de contenidos, derechos de exhibición y operación de servicios de telecomunicaciones en una misma corporación.
Aún así, bajo los principios de la Ley 26.522 y los aportes de la Ley Argentina Digital (27078) en el transcurso de estos quince años se han entregado licencias de servicios de radiodifusión por vínculo físico, de servicios de valor agregado y servicios TIC a casi 5300 nuevos operadores, en su mayoría pequeñas y medianas empresas del interior del país. Las licencias otorgadas incluyen una diversidad de actores comerciales y comunitarios, entre los que se destacan 640 cooperativas de servicios públicos, impedidas jurídicamente antes por los alcances de la vieja ley de la dictadura.
La estadística evidencia también la presencia de 74 entidades comunitarias de las cuales doce son comunidades originarias organizadas para la prestación de servicios de internet. También se registran 35 cooperativas de trabajo y 45 empresas públicas de servicios TIC y comunicaciones de provincias y municipios. Los datos se completan con el otorgamiento de unas 4500 licencias a operadores privados comerciales en todo el país.
En cuanto a los números que reflejan la multiplicidad de voces en materia de radiodifusión deben computarse la puesta en operación de unas sesenta nuevas emisoras de amplitud modulada (AM) que incluyen unas once nuevas radios en manos de provincias y municipios así como dos pertenecientes a universidades nacionales (Villa María y La Rioja).
Pero tal vez probablemente el sector que mejor exprese los aportes realizados por la nueva normativa sea el de las emisoras de frecuencia modulada (FM), sector en que las banderas de la comunicación comunitaria flamearon con fuerza para ejercer un derecho constitucional reconocido por la Corte Suprema y sostenido por la lucha de muchos años en pos de un modelo democrático.
De las 2222 emisoras de FM con licencias existentes al momento de la sanción de la ley, pertenecientes al sector privado comercial, se pasó a casi seis mil nuevas emisoras en la actualidad, sumando 3742 nuevas voces a la deliberación pública. De ese total, 666 nuevas radios pertenecen a actores públicos como provincias, municipios y dieciséis universidades nacionales, mientras que el sector comunitario obtuvo las licencias para 234 nuevas emisoras en todo el país. Asimismo, el sector privado comercial creció en 3076 licencias desde la sanción de la 26.522.
Sin embargo, el valor principal que puede tomarse como legado de esta normativa, propuesta e impulsada desde abajo por cientos de organizaciones sindicales, de derechos humanos, de medios comunitarios, independientes, universitarios, de trabajadores de la cultura y colectivos de género, tiene que ver con lo cualitativo.
Con la potencia de haber hecho visibles y poner en debate las transacciones entre el poder político y los intereses del mercado comunicacional. Más que nada, se trató de interpelar a la sociedad y a la dirigencia política desde la centralidad de la comunicación como derecho humano y de la capacidad de todos de hablar y ser escuchados. La discusión entonces puso en el centro lo principal: el modelo de comunicación como indicador de la calidad de la democracia.
Desde esta perspectiva se puso en agenda el cómo circulan los flujos locales, regionales o nacionales en materia de ideas y opiniones; cómo están representados los intereses que forman parte del debate político y económico, cómo se expresan los actores privados comerciales, privados sin fines de lucro y públicos en todos los niveles; cómo se distribuye el capital cultural y las identidades regionales en la trama de su ecosistema de medios.
Cada sector tiene, desde la universalidad del derecho, una legítima aspiración a disponer de un volumen similar en su pretensión de ser escuchado. Pero este principio cede cada vez que el poder de turno favorece —por acción u omisión— la concentración de los negocios particulares, que siempre crecen a expensas del pluralismo informativo.
Con cada concesión se retrocede un espacio más en la batalla cultural, dominada ahora por consignas falaces del neoliberalismo sobre la libertad, el Estado y la política que ponen en jaque a la democracia.
En ese contexto, y mirando el camino recorrido, debemos celebrar como parte del capital democrático que una normativa con arraigo en la sociedad, movilizada por una multiplicidad de actores en toda la Argentina, que creó recursos genuinos para el fomento a la cultura y los medios comunitarios e indígenas, empujada por valores federales, con un reconocimiento histórico de la Corte Suprema en cuanto a su constitucionalidad, haya hecho posible modernizar y diversificar la escena comunicacional en nuestro país, promoviendo el acceso, la inclusión y el trabajo nacional.
Sin embargo, su legado reclama hoy una fuerte reflexión sobre las graves violaciones a su mandato a manos de gobiernos cómplices y al silencio del parlamento, que hicieron posible la circulación unidireccional de discursos de odio y autoritarismo sin el debido contrapeso democrático.
Esta batalla cultural requiere renovadas acciones y discursos, y un nuevo marco regulatorio, similar al de muchos países del mundo, que permita afirmar la soberanía comunicacional y reponer en la cúspide de la pirámide normativa la propia Constitución Nacional con su incumplido artículo 75 sobre las obligaciones legislativas con la defensa y promoción del espacio audiovisual.
Una regulación integral actualizada que incluya las redes y plataformas algorítmicas como nuevos espacios protagónicos de la cultura y la información, con las mismas obligaciones y responsabilidades de nuestras voces y productoras nacionales. Que fijen domicilio en el país y rindan cuentas sobre su compromiso con la democracia y sus normas. Todavía es tiempo para honrar aquellas luchas con las nuevas batallas.
(*) Magister en Educación, Lenguajes y Medios, Universidad Nacional de San Martín (Unsam). Docente de Derecho de la Comunicación y Convergencia Digital en Medios (Undav). Autor de La Batalla de comunicación y Geopolítica de la palabra. Miembro fundador de la Coalición por una Comunicación Democrática