El otoño del patriarcado en la literatura parece estar confirmado por dos hechos que sucedieron hace pocos días: por un lado, la muerte de la última esposa de un escritor reconocido, Mercedes Barcha, “la mujer de Gabriel García Márquez”, quien ha cumplido un papel de compañera o de musa, en el mejor de los casos, y por el otro se abrió en Europa un intenso debate sobre la “corrección retrospectiva” en nuevas ediciones de autoras que firmaron originalmente con pseudónimos masculinos.
El mundo de la literatura no está ajeno a los momentos históricos que se están viviendo. La historia de la humanidad está registrando transformaciones entre los géneros, con una tendencia a poner en igualdad de condiciones a mujeres y hombres.
Muestra de cómo la literatura refleja lo que sucede en la sociedad se dio también esta semana cuando una voz “no binaria”, Marieke Lucas Rijneveld, ganó el prestigioso Premio Booker Internacional 2020.
El canon occidental de la literatura –basta ver la nómina que hizo el crítico Harold Bloom– está construido de varones, aunque se destacan algunas escritoras.
Entre ellas, la poeta griega Safo, la escritora alemana Roswitha de Gandersheim, la veneciana Christine de Pisán, las españolas Santa Teresa de Jesús y María de Zayas, la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, la francesa Madame de Sevigné, y las británicas Ann Radcliffe y Jane Austen.
El diario de la esposa ejemplar
En las notas sobre la muerte de Mercedes Barcha Pardo, que ocurrió el pasado 16 de agosto, se replicaban sin ningún pudor los comentarios periodísticos sobre la “compañera incondicional durante 56 años” de García Márquez, con las aposiciones de “musa inspiradora”, “cómplice indiscutible”, “mítica esposa” y otras por el estilo.
La mujer del autor de Cien años de soledad fue acaso la última de su especie. El tópico de la mujer postergada que acompaña al “talentoso” escritor es también el tema de la película The Wife (2018), dirigida por Björn Runge y basada en la novela homónima de Meg Wolitzer.
Joe y Joan Castleman son dos personajes de ficción. Un matrimonio de cuarenta años de casados: él escritor y ella “la mujer”.
Durante el viaje y la estadía en Estocolmo para la entrega del Premio Nobel de Literatura sale a la superficie la historia secreta del éxito literario de Joe.
La ficción refleja un imaginario de la sociedad. Rosa Montero en Historias de mujeres cuenta que “la leyenda rosa de la historia de amor” entre el Premio Nobel de Literatura Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí se terminó cuando en 1991 se publica el diario de la “esposa ejemplar”.
Zenobia en las distintas entradas diarias se lamenta, entre muchas otras cosas, de que él no le permita operarse un lipoma, ni viajar a visitar a su familia en Estados Unidos. Tras una agonía de cinco años, Zenobia muere en 1956, dos días después de que Juan Ramón recibiera el Nobel. Él nunca más volvió a escribir, concluye Montero.
Las mujeres como espejos de la figura del hombre
Vera Nabokov era una sobresaliente licenciada en lenguas modernas en la Sorbona que abandonó su carrera para convertirse por 52 años en la mecanógrafa, secretaria, lectora, choferesa y editora de Vladimir Nabokov. La escritora y fotógrafa Sofía Behrs copió siete veces el manuscrito de Guerra y paz, escribió el diario de su esposo y tuvo trece hijos con Leon Tolstoi.
Ella murió diez días después que el escritor. Anna Snítkina era la joven taquígrafa, secretaria y pareja de Fiódor Dostoievski.
Olivia Langdon fue la editora, correctora de los libros y de la obra periodística de su esposo, Samuel Clemens, más conocido como Mark Twain.
Para terminar con esta lista incompleta, pero representativa de este modelo de mujer, el escritor Hermann Hesse tuvo tres esposas: la primera, la pianista y fotógrafa Suiza María Bernoulli cocinaba y pasaba en limpio los manuscritos del escritor; la segunda, Ruth Wenger declaró “Hesse ordenaba y yo obedecía” y la tercera, Ninon Dolbin fue la encargada del legado literario del narrador.
A lo largo del siglo XX hubo otro tipo de relaciones de pareja más independientes, por ejemplo la que mantuvieron Jean-Paul Sartre con Simone de Beauvoir.
Casos significativos de escritoras unidas con escritores son la novelista, poeta y ensayista Siri Hustvedt, en pareja con Paul Auster. El autor de La música del azar tuvo una extensa relación con otra escritora, Lydia Davis.
La escritora Tabitha Jane Spruce (conocida como Tabhita King) tiene más de quince libros editados y es una reconocida activista humanitaria, independientemente de ser “la mujer de” Stephen King, de quien lleva su apellido.
Lo mismo ocurrió con la célebre Virginia Woolf. El apellido de la escritora inglesa era Stephen hasta que se casó con el escritor y editor Leonard Woolf.
La narradora escribe en Un cuarto propio (1929), libro que trata básicamente de la relación entre la condición femenina y la literatura: “Hace siglos que las mujeres han servido de espejos dotados de la virtud mágica y deliciosa de reflejar la figura del hombre, dos veces agrandada”.
Segunda señal de la caída del imperio patriarcal
Un debate más profundo se abrió este año con respeto a los pseudónimos masculinos con los que firmaban las autoras sus obras, como una segunda señal de la caída del imperio patriarcal en la literatura.
En el 25 aniversario de su creación, el Women’s Prize for Fiction –premio del Reino Unido a la mejor novela en inglés escrita por una mujer de cualquier nacionalidad– reedita por primera vez con nombres “reales” o sin seudónimos una colección de veinticinco novelas cuyas autoras fueron publicadas originalmente bajo seudónimos masculinos.
El proyecto, que se llama Reclaim Her Name, ha tenido sus críticas, sobre todo de parte de la editora inglesa Catherine Taylor desde el semanario TLS (The Times Literary Supplement).
El argumento central de Taylor es que por más “bien intencionado y loable que sea este objetivo” pierde sentido la idea del autor con seudónimo que quiere marcar la diferencia entre lo público y lo privado del escritor, además de la cuestión de la autoidentificación.
Reclaim Her Name afirma que George Eliot se vio “obligada a usar un seudónimo masculino”, como si fuera incapaz de tomar sus propias decisiones.
Taylor asegura que “George Eliot” era la imagen pública de Evans, “sin necesidad de una corrección retrospectiva” ya que cuando se publica Middlemarch, los lectores eran conscientes de la verdadera identidad de su autor.
Para la editora tampoco es necesario restaurar el nombre de la novelista francesa George Sand por el de Amantine Aurore Dupin, ya que el seudónimo formaba parte de su imagen tanto como la ropa de hombre que vestía y el tabaco que fumaba.
Sand era la escritora más popular en Europa de cualquier género a la edad de veintisiete años, y gozó de gran popularidad en Inglaterra durante las décadas de 1830 y 40.
La ponderaron Honoré du Balzac y Victor Hugo, el último de los cuales comentó: “George Sand fue una idea. Ella tiene un lugar único en nuestra época”. La editora recorre los veinticinco nombres restituidos y se preocupa porque “los seudónimos no siempre tratan de ajustarse a estándares patriarcales”.
Y destaca la obsesión actual de querer “desenmascarar” a la escritora que se hace llamar Elena Ferrante, autora de la tetralogía napolitana: La amiga estupenda, Un mal nombre, Las deudas del cuerpo y La niña perdida.
“Es indiscutible que las escritoras fueron frecuentemente marginadas, patrocinadas y descartadas como frívolas, y por esa razón, pero no sólo esa razón, eligieron un seudónimo masculino”, finaliza Taylor.