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A un año de la devaluación

“Llegamos al techo, hay que vender. Tenemos que demostrar que nosotros somos los que mandamos”. Eran las 12.20 del miércoles 22 de enero de 2014 y la discusión transcurría entre el dilema de subir o no las tasas de interés.

“Llegamos al techo, hay que vender. Tenemos que demostrar que nosotros somos los que mandamos”. Eran las 12.20 del miércoles 22 de enero de 2014 y la discusión transcurría entre el dilema de subir o no las tasas de interés. Axel Kicillof se había apersonado, preocupado, para frenar la intención firme de los hombres de Juan Carlos Fábrega de comenzar a subir las tasas, y de manera sustancial, como condición imprescindible para demostrar que había un plan para reducir los pesos en el mercado y comenzar a controlar la inflación. El ministro de Economía llevaba al segundo piso del Banco Central su máxima sobre que la última medida que podría tomarse en las actuales circunstancias era algo que provocara frenar la marcha del consumo interno. El ministro abandonaría la entidad y al llegar a Economía se sorprendería aún más: la presidenta Cristina de Kirchner avalaba la teoría de Fábrega, y lo autorizaba a comenzar a subir las tasas de interés y a obligar a Kicillof a comenzar a aplicar, por primera vez en todos los años de kirchnerismo en el poder, una devaluación profunda del peso contra el dólar. A regañadientes, y con amenazas de renuncias a su equipo (nunca exteriorizadas), Kicillof aceptó las órdenes de Olivos y el dólar cerró ese fatídico miércoles con una pérdida del 9,5 por ciento, pasando de los 6,52 a los 7,14 pesos.

Se chocaron en ese mediodía de la City porteña dos formas diametralmente opuestas de ver las causas de la crisis económica y de la manera de enfrentar su salida. Para Fábrega, el vicepresidente del Central, Miguel Pesce, y Waldo Farías (hombre que fue siempre muy cercano a Néstor Kirchner), la necesidad de subir los intereses era una realidad. Ya desde temprano habían avalado que el call money (el precio de préstamos entre bancos) llegara al 15 por ciento anual contra el 12,5 del miércoles, buscando mayor demanda de pesos entre las entidades y que, pronto, se trasladara al público y a los pedidos de dinero de las empresas a los bancos.

Fábrega, Pesce y Farías saben, fruto de la experiencia, que es el ABC de los días complicados de corridas contra el dólar: devaluar, absorber pesos, hacer subir las tasas de interés y luego enfrentar la demanda. La experiencia en cómo manejar jornadas complejas por un lado y la cercanía con la ideología oficial por el otro.

Nobleza obliga, se llegaba a un acuerdo de caballeros y la discusión del tipo de cambio y las tasas de interés llegó a su fin pactando conversaciones diarias y constantes entre ambas partes. Sin embargo, precisamente cuando se sellaba ese pacto de caballeros, la situación comenzó a ponerse difícil. Un día después de aquel complicado miércoles, el jueves 23, una información volvió a alterar al Central. Llegó al edificio de Reconquista 266 un dato terminal: el Banco Provincia de Buenos Aires había concretado una operación de venta de dólares a un precio de 8,30 pesos. El comprador era un banco privado extranjero, que luego dio la alerta a la mesa de dinero del Central consultando si, al ser la entidad bonaerense un banco público cercano (en teoría) al gobierno nacional, ese precio de 8,30 parecía ser entonces ya un valor oficial del gobierno de Cristina de Kirchner. El banco privado, de capitales europeos y cercano a una megaoperación futura que está planificando el gobierno en el mercado financiero internacional, consultó el tema porque, según lo que explicaba, “desde nuestra casa central se nos pregunta cuál es el precio real del dólar para continuar las negociaciones”.

“Hay que vender. Ya. Ahora”, coincidieron entonces por primera vez en esas horas Kicillof y Fábrega, colocando el nuevo precio de 8,01 como el valor de las operaciones que debían realizarse hasta las 16, cuando cerrara el mercado. Fue así como el Central realizó al menos tres ventas por un total de 120 millones de dólares, que a su vez determinaron que las pérdidas diarias de reservas fueran de 100 millones de dólares.

El valor terminó en 8,01, lo que provocó además un amague de una nueva pelea entre ambos funcionarios. El ministro de Economía insistía en que el valor debería ser por debajo de 7 pesos, siguiendo los precios de la semana anterior, cuando “todo estaba controlado”. Finalmente triunfó la visión de Fábrega, entonces el hombre fuerte de la economía argentina, apoyado por otro hombre fuerte de esas horas, el jefe de Gabinete Jorge Capitanich.

Llegó el momento, una vez terminada la rueda, en que lo que se necesitaba era encontrar culpables sobre la situación, y que encajaran en la teoría del “golpe de Estado financiero”. Para Economía, el encuadre debía ser la actuación de los banqueros y operadores financieros de siempre. Serían ellos, “los que siempre ganan”, los que habrían impulsado el dólar “blue” al alza en las últimas jornadas con el objetivo de, otra vez, provocar una devaluación más fuerte del oficial y hacer una diferencia. Detrás, además, siempre según la visión de Economía, estarían las grandes multinacionales industriales locales que buscarían una megadevaluación “que se lleve puesta la flotación administrada” y lleve a un dólar de más de 12 pesos. “Hay que vencerlos”, insistían desde el Palacio de Hacienda.

Surgió ahí la pista de un nuevo enemigo, que cerró más en grados de culpabilidad que el sistema financiero en particular, al menos por ahora: los sojeros y las cerealeras exportadoras.

La teoría es la siguiente: el 15 de diciembre pasado, en una reunión en el Banco Central, los representantes del agro se comprometieron con el gobierno a liquidar unos 1.800 millones de dólares provenientes de divisas que los productores habrían “retenido con motivos especuladores” durante 2013. Se haría a través de una operación de compra de una Letra del BCRA que les aportaría una tasa de interés del 3,65 por ciento más la devaluación desde el 12 de diciembre hasta junio. En el listado de compradores del bono figuraban Nidera, Dreyfus, Cargill, Noble, Molinos y Topfer, entre otros. Según el Central, el aporte de los dólares debía distribuirse en diferentes pagos de entre 400 y 500 millones de dólares semanales, dinero que le hubiera servido a la entidad para enfrentar durante todo enero la creciente demanda de divisas fruto de cuestiones “estacionales”. Hasta la semana pasada, las cerealeras sólo habían aportado unos 300 millones por este bono y aseguraban que tenían fecha límite hasta fin de enero (este viernes) para cumplir su promesa.

Lo cierto es que los dólares sojeros nunca aparecieron con el volumen y la densidad que esperaba el gobierno, que además contabilizaba la posibilidad de tener suerte y que otros 5.000 millones provenientes de la liquidación normal de la soja exportada hubieran ingresado al Central.

Para el oficialismo, el de los sojeros ya fue un golpe mortal. No hubo dinero del campo y la entidad se vio sin herramientas frescas para frenar la caída en las reservas en lo que va del año.

El gobierno devaluó finalmente el peso casi un 22 por ciento entre el 22 y el 23 de enero de 2014, tomando por primera vez una decisión que siempre había rechazado y que las circunstancias le habían obligado a asumir. Siempre se arrepentiría Kicillof de no haberse puesto firme ante Fábrega y no haber tenido más argumentos para convencer a Cristina de Kirchner de que no avalara las teorías del luego renunciado presidente del Central. En una conferencia de prensa del jueves 23, en conjunto con Capitanich, el ministro mostraría toda su incomodidad. Mientras el jefe de Gabinete hablaba de una “devaluación que no ha sido inducida por el Estado”, un tremendamente inquieto Kicillof tomaría el micrófono y protestaría contra “los que querían que el dólar se vaya a 13 pesos”. El año pasado terminaría finalmente con una devaluación final del 32 por ciento y un dólar por encima de esa protesta ministerial.

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