Por Fundación Pueblos del Sur – fundacion@pueblosdelsur.org
El tema del aborto se prepara para renovar el debate durante este iniciado año 2019. A pesar de que ha corrido mucha aguda debajo del puente, siguen habiendo algunos puntos oscuros en un tema muy delicado que no solamente divide a toda una sociedad, sino que también se cobra vidas humanas.
En el Código Penal Argentino se ven reflejados los valores que son importantes para la comunidad y se presentan en escala, o sea que los más importantes contemplan penas más graves para los que los agreden, y los menos importantes, penas menores. Los delitos contra las personas encabezan la lista, tutelando derechos como la vida, el honor, la integridad sexual o la libertad de las víctimas.
Cabe recordar que en nuestro país no está contemplada la pena de muerte para quien comete un delito, con lo cual, la privación de la libertad del que comete un delito es la mayor afectación a un derecho que puede disponer una condena judicial (además de otras penas menores y la reparación de los perjuicios ocasionados, en caso de ser posible).
Pero con el tema del aborto no punible para los casos de violación pasa algo raro.
Lo que ocurrió días pasados en Entre Ríos no hizo más que poner crudeza a una historia que se viene repitiendo desde hace mucho y molesta porque enciende la luz donde no se quiere ver; pone en crisis algunas posturas teóricas que se rompen contra la realidad, e introduce cuestiones que no forman parte de la agenda política del poder.
Para refrescar un poco el tema, recordemos que en el año 2012, la Corte nacional, en el caso que se conoció como “F.A.L.” dio un giro trascendente en el tema del aborto no punible. Hasta allí, todo el que ocasionaba o contribuía a un aborto y la misma mujer que abortaba, eran penados por agredir el derecho a la vida de la persona por nacer (esto con dos excepciones que eran, cuando la vida de la madre estuviera en riesgo y cuando el embarazo fuera producto de la violación a una mujer con deficiencias psíquicas).
En el caso “F.A.L.”, una menor de 15 años había sido violada por su padrastro y la Corte entendió que, frente al conflicto de derechos entre la persona por nacer y quien resultó embarazada como consecuencia de una violación, debía concederse a la víctima de violación el derecho a interrumpir el embarazo sin recibir por ello castigo. En una diminuta síntesis, el Máximo Tribunal dijo que no había razón constitucional para interpretar el artículo que impedía castigar a la víctima de una violación solamente en favor de las que presentaran alguna deficiencia psíquica, extendiéndolo a todas las mujeres que fueran víctimas de violación (art. 86, inc. 2° del Código Penal).
Ahora bien, si hay algo de lo que no caben dudas en este fallo, es del conflicto de derechos, pero lo que no está claro, es de los derechos de quién. Vayamos despacio y al revés.
Por un lado, según plantea el fallo, está el derecho de la víctima de una violación. La rareza en este punto es que este derecho no es como el derecho de las otras víctimas de delitos. Por ejemplo, el de una madre a quien le matan un hijo, o el de un trabajador a quien le quitan a mano armada todo lo que tiene, o el de un ciudadano a quien injurian o calumnian: ellos tienen derecho a que la justicia investigue, encuentre a quien lo cometió, lo procese con todas las garantías de la Constitución y los pactos internacionales y, si lo encuentra culpable (y no se dan ninguna de las eximentes ni atenuantes ni otros vericuetos procesales), lo condene.
Es sorprendente la diferencia entre el derecho de todos los ciudadanos que hemos sido “expropiados” de nuestra fuerza para que el Estado la ejerza por nosotros, y el derecho de la mujer violada. El acuerdo tácito entre todos de no hacer justicia por mano propia se sustenta en la necesidad de evitar vivir bajo “la ley de la selva”. En un Estado de Derecho es un tercero imparcial, impartial e independiente quien juzga y condena. Pero nadie explica por qué en este caso, el Estado coloca en manos de la víctima el poder de decidir (no hace falta decirlo, sin juicio previo) no sobre la vida de su agresor, sino sobre la vida de otra persona (que, se aclara, no es el violador).
Y aquí aparece, por el otro lado, en este conflicto de derechos que mencionaba la Corte, el derecho de la persona por nacer, sobre el que no vamos a decir mucho porque nadie niega que ese niño que agonizó en una chata (como si fuera excremento) diez horas (o menos, no importa) era una persona humana, con derecho de ser protegida tanto o más que el resto por su situación de vulnerabilidad (palabra bastante usada, y cuya titularidad pretenden irrisoriamente detentar -con exclusividad- algunos colectivos de personas). Su derecho en juego no es ni más ni menos que el único derecho sin el cual no se puede hablar de ningún otro derecho, el de vivir.
Y tampoco nadie explica cómo un triple salto mortal lleva a la justicia a hacer pagar -como si fuera posible- el sufrimiento de la persona violada con la vida de otra ajena (se reitera la aclaración, que no es la del violador).
Hay aquí un tercero (indiscutible: totalmente inocente) que paga los platos rotos; y hay un responsable que no aparece, y al que nadie parece buscar. La escala de valores de la que hablábamos al principio se pone de cabeza y el derecho a la vida de una persona ajena al conflicto se pone por debajo del derecho a la integridad sexual de la mujer violada y, evidentemente, más por debajo de los derechos del violador. Y el violador? bien gracias.
En el caso que recordamos la Corte entendió importante la elaboración de protocolos hospitalarios para la concreta atención de los abortos no punibles, afirmando que el imperio del principio de legalidad que prescribe que las leyes están para ser cumplidas, implica que no se puede impedir a esas víctimas ejercer su derecho a interrumpir el embarazo conforme lo autoriza el Código Penal en esta clase de casos. Pero el imperio de la legalidad no explica todo esto.
En un esfuerzo por abrir el espectro en este tema tan complejo, e intentando por un momento dejar a un lado esa persona que luchó por su vida durante largas horas sin recibir de nadie asistencia médica, ni afectiva, ni contención, ni nada, permitámonos hacernos algunas preguntas para reflexionar.
Si es cierto que este protocolo (y los similares) nació con el objeto de garantizar los derechos de la mujer violada, no sería imprescindible la acción de la justicia en busca de quien ha violado?
Dónde se fundamenta la superioridad del derecho de una mujer violada (que puede disponer de la vida de otro ser humano) respecto del de una madre que ve que el matador de su hijo recibe un trato más digno que ese pequeño que no sobrevivió?
No será peligroso conceder a algunas personas el derecho sobre la vida y la existencia de otras personas?
Sin duda cuando uno dice algo, no dice algo, y en estos tiempos de “aparente diálogo”, de verborragia incontrolable, los silencios nos deberían llamar la atención, sobre todo cuando refieren a problemas serios que tienen que ver con la vida y con la verdad. Sería ilustrativo recordar a un gran ejemplar del cinismo perverso cuando dijo que si alguien estaba “desaparecido” no podía tener tratamiento especial porque no tiene entidad; si no está ni muerto ni vivo, no se puede hacer nada.
Será que seguiremos desapareciendo gente? Al que nos molesta, al que no queremos, al que piensa distinto?
Es un gran desafío construir como comunidad espacios de reflexión seria, donde no se esconda bajo la alfombra aquella pregunta que no podemos responder porque sentimos que jaquea todo el sistema, sino que tengamos el valor de dejarnos interpelar por la realidad que nos circunda porque, como dijera Ortega y Gasset: “Mientras el tigre no puede dejar de ser tigre, porque no puede destigrarse, el hombre vive en riesgo permanente de deshumanizarse”.