En nuestra cotidianidad aprendimos a asociar “ser orgulloso” con una valoración positiva, dado que se lo relaciona con una alta autoestima. Pero la realidad relacional demuestra algo totalmente distinto, más aún, demuestra lo contrario. Si conoce a alguien que le dice ser una persona orgullosa prenda la luz roja. El hecho es que en la persona que afirma ser orgullosa sus actitudes y conductas cotidianas girarán alrededor de no reconocer ante los demás sus fallas e imperfecciones (menos ante sí misma). Quienes conviven con “personas orgullosas” se quejan siempre de lo mismo: “No reconoce que se equivocó”, o “no se puede hablar de….”. Y este rasgo no distingue sexos. Es que el verdadero orgullo supone una evaluación de los propios logros que lleva a este sentimiento; pero no es, como esas personas quieren hacernos creer, por el intento mágico de hacer desaparecer las debilidades. El resto es en realidad un falso orgullo.
No es muy difícil darse cuenta de que el reconocimiento de las propias debilidades no es cosa fácil para el humano. Al contrario del orgullo, supone cierto nivel de humildad: “no puedo hacer todo y menos todavía todo bien, en algo siempre voy a fallar”, sería su contrario. Y esta declaración de límites no supone la búsqueda de ser querido por las propias fallas, sino un acto de sinceramiento. Si la declaración de límites es para hacerse querer, estamos en el mismo caso del orgullo, pero con los valores invertidos se pasa de “solo soy querible mientras sea perfecta” a “más debilidades, más querible seré”. Pariente de esta situación, es la de las personas que “se hacen las víctimas”: como si sólo como víctima puede alguien ser tenido en cuenta. Otro caso es el de las personas que “se hacen las víctimas” para irresponsabilizarse; lo que supone cierto nivel de especulación y de impostura en el campo relacional. Basta con mirar a su alrededor para encontrarse con todas estas variables.
“Soy dueño de mis actos”
La neurociencia afirma que nuestro cerebro nos crea, nos presenta, una realidad creíble más que verdadera. La memoria y la elaboración posterior se encargarán de hacerlo creíble y justificable. Y más: afirma que nuestras decisiones son elaboradas y construidas en un nivel al que la conciencia no tiene acceso. Nos terminamos creyendo que somos dueños de nuestros pensamientos y actos sólo porque conocemos el producto final de un procesamiento de la información. La neurociencia confirma también algo que la psicología teorizó desde hace ya décadas; que las emociones inciden significativamente en las decisiones que creemos puramente racionales. La pregunta es: ¿Cómo se puede ser dueño de los propios actos siendo no dueños del proceso que llevó a la decisión de actuar de tal o cual manera? Quien lo afirma sin dudarlo, suponemos, corre el serio riesgo de ser soberbio, además de estar equivocado.
La psicología, en varias de sus vertientes, confirma a las neurociencias. El histórico concepto de subconsciente, el inconciente freudiano posterior y el concepto de lo implícito en el cognitivismo, coinciden en esta apreciación. Nuestras decisiones, diríamos, deciden por nosotros, porque cuando la decisión fue tomada, no supimos nada todavía de ella y no estuvimos allí para decidirlo. Por tanto, no somos tan dueños de nuestros pensamientos y menos todavía de nuestras decisiones y de los actos que las motorizan.
Por supuesto que somos dueños en el sentido de que nos pertenecen porque fueron producidos por nosotros; pero eso habla de la procedencia, no de propiedad o pertenencia; y menos de originalidad. Si algo se presenta deseable e interesante para todos (zapatillas, celulares, etc.); es cierto que cada uno quiere tenerlos, pero suponer ser dueños de los procesos de producción del pensamiento y del querer son cuestiones diferentes. Cuando además ya sabemos que si muchos quieren lo mismo, en algún punto es tranquilizante porque no nos hace tan peligrosamente extravagantes. No es necesario profundizar sobre el hecho de que el ser humano, literalmente, es capaz de creerse cualquier cosa. El desarrollo del conocimiento y su separación de las creencias y magias así lo demuestran. Por supuesto, una vez decidido algo y convencidos de la autoría, aparecen las justificaciones, racionalizaciones y argumentaciones pertinentes: “Es por esto, esto y esto que así decido”, nos decimos. Y, nos cierra.
Supongamos una situación posible. Alguien dice “hago esto que sé que no está bien porque quiero vengarme por lo que me hizo”. Si esta persona sabe de su herida al amor propio, de la necesidad de ser reivindicado, de la necesidad de herir al otro para reivindicarse, de que la herida debe ser necesariamente dolorosa para el otro, de que la ve como la única alternativa posible aun evaluando y aceptando los riesgos por este acto. Y no es necesario estar de acuerdo con su motivación, decisión o análisis de la situación. ¿Es éste un caso verdadero de “dueño de los propios actos”?
Ser maldito y los maleficios
Ponerle a cada cosa un nombre es lo mejor que podemos hacer en ciertas situaciones. Muchísimas veces, más que preferible, es lo indicado. Es que muchas veces las confusiones (cuando dos conceptos o ideas están fusionadas) no permiten identificar el problema. Y cuando esto sucede, algo está maldito. Esto es, esta persona dice mal, nombra confusamente, mezcla ideas, y por tanto no puede resolver una situación. Y cuando esto sucede, le llegan los maleficios: es que en la confusión no hay grandes beneficios. Por esto, identificar situaciones o variables en juego, reconocer limitaciones y posibilidades, trae grandes beneficios.
Esto sabemos que no se logra por decreto, la vida a veces enreda y a veces aclara. Las personas a veces colaboran y a veces confunden. La información, a veces también. Por lo que para “decir mejor” y beneficiarse con ello hay que trabajar en uno mismo sin orgullos ni soberbias. Aguantarse las vergüenzas, las evaluaciones negativas, los “nunca más caigo en esto”, identificar qué no hay que hacer nunca más y qué hay que hacer que nunca se hizo, y demás debilidades.
Es que las maldiciones y maleficios caen sobre las personas excesivamente temerosas y paralizadas, sobre lo congelado y sacado de la realidad temporal. El tiempo congelado asegura su eficacia. Su poder aumenta con la quietud y disminuye con el movimiento.
Las maldiciones en la literatura y el cine siempre se relacionan con hechos acaecidos hace siglos o milenarios, en donde alguien muere mal por lo que se requiere una reivindicación. Y el cine lo soluciona llamando por su nombre a la víctima para que la maldición desaparezca. De lo contrario permanece en la tiniebla de lo indefinido. El ser humano parece que necesita hacer lo mismo con sus historias.