Mauro Federico/ puenteaéreodigital
Todo lo que podamos escribir en estas horas tan dolorosas puede resultar contra fáctico. Cualquier frase que comience con la expresión “si se hubiera…” tal vez suene incómoda y hasta inoportuna.
Tratándose de uno de los acontecimientos más conmocionantes de la historia, la primera reacción es la estupefacción, seguida de la angustia y el dolor por la pérdida irreparable de uno de los protagonistas más importantes de nuestro tiempo, alguien que no pasó inadvertido por nuestras vidas. Pero transcurridos ya varios días del golpe más duro al corazón del pueblo argentino y con el mayor de los respetos por la memoria y por los deudos del más grande de todos los tiempos, me voy a permitir efectuar algunas consideraciones que exceden la mera observación periodística.
Las formulo como integrante de una “familia adicta” que acompaña a un ser querido en el complejo trance de sobrellevar esta enfermedad de la que -de un modo u otro- somos víctimas todos los integrantes de un grupo familiar y afectivo, aunque no consumamos. La patología de base de Maradona no era ni cardíaca, ni derivada de su última operación. El principal problema de Diego era su adicción. Y eso todo su entorno lo sabía. A escondidas o delante de quienes lo consentían, consumía sustancias que tenían impacto en su organismo y en su equilibrio emocional y neurológico.
Psicofármacos, alcohol, anfetaminas, calmantes, cocaína, no importa qué. Maradona consumía. Y seguramente, como todo adicto, no lo hacía para sentirse bien, aunque así lo creyese. El adicto anestesia su dolor, lo esconde detrás del estado confusional que el consumo de cualquier sustancia psicoactiva genera. Como no pueden expresar con palabras la angustia que les genera vivir, la camuflan.
Cualquier tratamiento serio para abordar una adicción se inicia a partir del reconocimiento del problema. Nadie se cura de algo que no cree que padece. En general el adicto niega su condición. Por eso es fundamental un entorno de acompañamiento que reconozca el problema y que lo contenga y lo proteja, no de un enemigo externo o de un virus que pueda atacarlo, sino de sí mismos. Porque el principal problema de un adicto es, justamente, su propio deseo inconsciente de autodestrucción.
Los que padecen una adicción, no resuelven por sí solos, sino que confieren esa responsabilidad a terceros. Pero para ello es imprescindible que ese entorno adopte una actitud de firmeza a la hora de resolver sobre las formas en las que el “paciente” debe abordar la terapéutica más adecuada.
Es comprensible también que quienes se encuentran cerca, puedan ser víctimas de la manipulación permanente a la que los somete el adicto. Por eso resulta esencial la intervención de profesionales capacitados para el tratamiento de esta patología.
Si esto ocurre con el común de los mortales, imaginen lo que debió haber pasado con un ser excepcional y único como Diego Maradona, a quien el planeta colocó en la categoría de “divinidad”. “Andá a decirle que no a Diego cuando te pide que quiere hacer tal o cual cosa, es imposible, porque siempre se sale con la suya, si es alguien de su familia, no le hace caso y si es personal contratado para su asistencia, lo echa”, contó Rocío Oliva, ex pareja del astro hace algunas semanas en una entrevista televisiva.
Un “todopoderoso” que supo gambetear a la muerte
Diego siempre vivió al límite. Sus excesos fueron característicos a lo largo de toda su vida y no guardan relación solamente con la cocaína, porque su problema era mucho más profundo que el consumo de una sustancia en particular. Maradona sobrepasaba todos los parámetros. Podía tomarse veinte cervezas, una bolsa de falopa o comerse dos kilos de mollejas. El tema no era “qué”, sino “por qué”. Y esa es la pregunta que nadie se animó a responder jamás. ¿Por qué?
Desde esa cornisa en la que vivió durante sesenta gloriosos años, se codeó con la muerte en varias oportunidades. Sin la contención adecuada, Diego pudo haberse muerto mucho antes que este miércoles. Si no lo hizo, fue por dos razones, una científicamente demostrable, la otra no.
Maradona tenía un físico muy resistente, a prueba de los más duros oponentes, esa es la causa terrenal. La otra es que verdaderamente, “tenía un Dios aparte” porque se codeaba con ellos, los tuteaba y seguramente hasta les tiraba caños.
Su habilidad para gambetear a la muerte esta vez no le alcanzó. Algunos amigos sostienen que “estaba triste, cansado y que no quería vivir más”. Otros contradicen esa versión y dicen que Diego no recibió la atención adecuada tras la operación para descomprimir el hematoma subdural.
Acá es donde entra a tallar nuevamente el tan mentado “entorno”. Mucho se ha dicho y escrito respecto a las condiciones en las que Diego afrontó su externación de la Clínica Olivos, tras la intervención quirúrgica, tres semanas antes del fatal desenlace. En ese momento, se desató una fuerte polémica entre los integrantes del equipo terapéutico que lo rodeaba.
Los profesionales de Swiss Medical -a cargo de su asistencia- no estaban de acuerdo en que se fuera a un domicilio particular e insistían en que debía ir a un instituto donde realizar la rehabilitación toxicológica y neurológica. El objetivo fundamental era que Diego tuviera un control estricto de quiénes lo visitaban y de lo que se le suministraba y no cómo fue hasta el mes pasado, cuando se lo vio como un zombie, que casi no podía hablar, ni caminar.
Pero para lograr eso, era necesario contar con el consentimiento del propio Maradona. Y allí pesó, una vez más, la voluntad de Diego, a quien le presentaron un menú de opciones para que él defina el modo en que debía ser asistido, contradiciendo todas las formas de abordaje terapéutico adecuadas para un paciente con adicción.
Para sortear el “impedimento legal” que representaba una negativa a aceptar este tipo de tratamiento, era necesario darle intervención a la Justicia, declarándolo incapaz por constituir un peligro para sí mismo. Pero en este caso era imprescindible que sus hijas efectuaran una presentación judicial, posibilidad con la que ni Dalma, ni Gianina, ni Jana estuvieron de acuerdo porque alegaron que su padre “tenía derecho a decidir”.
Fue entonces cuando surgió la “idea” de trasladarlo a la casa de Tigre, con una supervisión médica y sicológica domiciliaria, alternativa que el sistema prepago que lo atendía a Diego tildó de “solución ineficiente” que conduciría una vez más al descontrol. Con total lógica, los profesionales de Swiss Medical plantearon que era “imposible darle el cuidado adecuado si la toma de decisiones dependía del propio paciente o su entorno”.
Lamentablemente no se atendió esta indicación y ya sabemos cómo terminó la historia. O al menos esta parte de la historia, porque la otra, la judicial, todavía se está escribiendo. Y es probable que en los próximos días arroje conclusiones que determinen si los encargados de “cuidar” a Diego, tuvieron algún nivel de responsabilidad en una muerte que cambió la vida de todos para siempre.