Jean-Paul Belmondo pertenece a ese tipo de actores que hacen de la ubicuidad performática una estrategia profesional, es decir, un tipo que podía encarar una gama de personajes disímiles valiéndose de su impostura, no ya de tics, gestos o estudiados physiques, sino lisa y llanamente a pura presencia.
Tal vez esa faceta se la deba a su madre, una artista plástica que se servía de su presencia para pintar algunas de sus telas; con su padre, un escultor de origen italiano, no pasaba lo mismo puesto que si bien le reconocía a su hijo una figura atractiva decía que se distraía todo el tiempo y no lograba la inmovilidad que se requería.
Para la misma época que modelaba para su madre, también jugaba al fútbol y practicaba boxeo, deporte que lo fascinaba y por el que tuvo una serie de peleas profesionales apenas saliendo de la adolescencia. También tenía una marcada inclinación por la actuación y con menos de veinte años comenzó aprender en un conservatorio privado, y luego de ser rechazado tres veces logró entrar en el Conservatorio de Arte Dramático de París.
De sus inicios en el cine, puede decirse que Belmondo tuvo suerte al encontrarse casualmente con quien sería uno de los más grandes cineastas del mundo, el prolífico Jean-Luc Godard, que lo había visto en una función teatral y le propuso hacer un cortometraje. Belmondo, que no se sentía demasiado atraído por el cine, se negó al principio pero Godard le pidió que hicieran algunas tomas y que se viera cómo daba.
Así lo hicieron y Belmondo vio que en esas imágenes sus recursos tenían un brillo especial. Ese primer rodaje abriría la posibilidad de que el actor fuera el protagonista de tres de los títulos emblemáticos de la llamada Nouvelle Vague y tress de los mejores de la primera etapa del cineasta galo-suizo, Sin aliento (1959), Una mujer es una mujer (1961) y Pierrot el loco (1965), donde un joven Belmondo compone con excéntricos e imborrables toques a los protagonistas.
Pero antes, también con uno de los más connotados realizadores de la Nouvelle, Claude Chabrol, filmó Una doble vida (1959), un policial en el que el maestro francés ya ensayaba sus oscuros thrillers cuestionando ya la relación entre la acomodaticia moral burguesa y los crímenes.
Pero su rostro tuvo una filiación en el espectador a partir de la magnífica Sin aliento, donde trabajó junto a la bellísima Jean Seberg, un film además icónico de la esencia del movimiento de la Nueva Ola francesa y del cine de autor según lo entendían el mismo Chabrol, Agnès Varda, Godard, Jacques Rivette, Éric Rohmer, Francois Truffaut, por citar a algunos de sus más insignes iniciadores.
Allí anima a un ladrón de mala muerte que, luego de asesinar a un policía, se oculta de la ley y al mismo tiempo conquista a una irresistible estudiante norteamericana. Godard ofrece un paseo genial y vertiginoso por la capital francesa mientras que el «ladrón y homicida enamorado» intenta pasar desapercibido cada vez que se topa con una portada de crónica policial con su rostro.
En 1951 hizo Léon Morin, título del mago zen del noir, Jean-Pierre Melville, donde encarnaba a un cura que se debate entre la frustración sexual y la fe.
Un actor para lo que gusten mandar
Con ese envión inicial, Belmondo protagonizó una seguidilla de títulos con otros directores interesantes como el francés Claude Sautet, con quien hizo A todo riesgo (1960) donde competía con Lino Ventura para ver quién se mostraba más “duro”, actuación que de alguna manera ya perfila una de las facetas de Belmondo, la del personaje rudo (su nariz abollada allá cuando tenía quince años en una pelea amateur le sería de mucha utilidad), que luego haría convivir con la del pícaro vividor y con la más amable de seductor sin freno.
Luego rodaría Moderato Cantabile (1960) con el gran Peter Brook que adaptó la novela de Marguerite Duras, acompañado de la ya increíble Jeanne Moreau; la cruda Dos mujeres (1961), de Vittorio de Sica, quien adapta la novela homónima de Alberto Moravia que recrea la violación de dos mujeres (madre e hija) durante la Segunda Guerra.
Allí contó con el coprotagónico de Sofía Loren, y en esa incursión en el cine italiano compuso también el personaje masculino de La mala calle, de Mauro Bolognini y teniendo a Cludia Cardinale como protagonista femenina. Con Truffaut y junto a Catherine Deneuve haría La sirena del Mississippi (1969).
A partir de estos títulos su nombre ya contaba con peso específico propio, y se lo situaba más cerca del cine artístico y con dotes para no moverse de allí. Pero su carrera pronto tomó otro rumbo y se lo comenzó a ver en films que orillaban lo comercial (algunos lo eran decididamente), entre ellos Cartouche (1962), “una de piratas”, dirigida por el taquillero Philippe de Broca, en la que también tuvo a Claudia Cardinale como coprotagonista en la ficción y como compañera sentimental en la vida real, y con el mismo De Broca rodó la exuberante El hombre de Río (1964), ambientada en las calles de la ciudad carioca; después actuó en la aceptable y exitosa ¿Arde París? (1966), de René Clement, con música de Maurice Jarre, sobre una supuesta orden de Hitler para incendiar la Ciudad Luz si era liberada por los aliados; una coproducción internacional que guionaron Gore Vidal y Francis Ford Coppola y y en donde compartió cartel con nada menos que Orson Welles, Kirk Douglas e Yves Montand.
Tal vez esos títulos fueron los que hicieron apetecible a Belmondo para roles en el cine de taquilla a los que el actor no hizo asco y hasta se permitió expresar lo que pensaba cuando algunas revistas especializadas le señalaron que de seguir ese camino ya no sería lo que prometía.
“Es trabajo y si me gusta lo que me proponen no puedo decir que no, y además eso no rebaja mis dotes actorales, pónganme a hacer un Shakespeare y verán de lo que sigo siendo capaz”, había dicho. Y esas declaraciones fueron inaugurales para fundamentar todo su devenir profesional.
Un par de décadas después, en el cenit de su carrera “más comercial” volvió a insistir: “Cuando un actor tiene éxito, la gente le suele echar en cara que ha tomado el camino fácil, que no quiere tomar riesgos ni hacer esfuerzos. Pero si fuera sencillo llenar las salas, la industria cinematográfica tendría una mejor salud financiera. No creo que yo haya hecho basura: el público no es tonto ni mi carrera habría durado tanto. Las dos vertientes son buenas. Igual que en la vida, un día se llora y otro se ríe”, subrayaba.
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Sin “doble de riesgo”
Lo cierto es que al igual que Alain Delon, Belmondo entró en la categoría de mito de su país principalmente, pero sin dudas de buena parte del mundo occidental, que comenzó a identificarlo con el policial de aventuras y con su talante de tipo duro, conquistador de mujeres, capaz de encarar cualquier desafío.
En este aspecto, Belmondo prescindió de lo que se conoce como “doble de cuerpo” para muchas de sus escenas de riesgo; su físico privilegiado, al cual siguió entrenando durante toda su vida desde su época de boxeador, y su vocación por lograr la mayor fidelidad en el juego de escaramuzas fílmicas, le granjearon un lugar especial a la hora de filmar con realizadores avezados en esos géneros.
“Si uno no pone el cuerpo para las escenas de acción, es como que se pierde el feeling, no puedo ser un actor para las secuencias habladas o sin acción y desaparecer cuando hay que jugar una escena de riesgo”, decía.
Pero el mito ambiguo de Belmondo no sólo estuvo ligado a estas características –se lo comparaba con el norteamericano Steve McQueen– sino con sus aventuras amorosas con hermosas –y en gran parte muy buenas actrices– mujeres como Catherine Deneuve, Jean Seberg, Anna Karina, Emmanuelle Riva, Annie Girardot, la mencionada Cardinale, Ursula Andress, Sophie Marceau, y, evidentemente para no perder el training, a sus 78 años se lo solía ver paseando con su mujer Barbara Gandolfi, 30 años más joven.
Su afición por el fútbol la tradujo en pasión cuando se entusiasmó en participar de la fundación de lo que hoy es uno de los clubes europeos más famosos, el PSG, y la del teatro cuando en 1991 compró una sala cercana al Arco del Triunfo y montó una gran cantidad de piezas protagonizando la mayoría.
Premiado en Cannes y Venecia, el rostro esculpido de Belmondo, muerto ahora a los 88 años, quedará impregnado en las más de 90 películas en las que trabajó, pero sobre todo en esos inoxidables primeros títulos de los realizadores de la Nouvelle Vague, en su época uno de los más promisorios cimbronazos que dio el cine artístico.
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