Hay artistas cuya metodología de trabajo suele ser poco habitual, ya sea por las formas que eligen utilizar o por los contenidos en los que deciden cifrar sus visiones del mundo.
Uno de ellos es el artista plástico conocido como Christo –su verdadero nombre era Christo Vladimirov Javacheff–, quien logró fama y fortuna gracias a sus gigantescas y formidables intervenciones.
De origen búlgaro, Christo abandonó su patria luego de la intervención soviética a Hungría; pasó por Viena donde estuvo un par de años para luego terminar instalándose en París donde conoció a quien sería su compañera sentimental y artística, Jeanne-Claude Denat de Guillebon, y con quien trabajó durante los inicios de su obra.
Años después no pocos le señalarían a Christo que en las primeras décadas de su carrera sus trabajos tuvieran solamente su firma, puesto que estaba claro que cualquiera de esos proyectos había sido amasado conjuntamente con su mujer.
Pasarían cerca de treinta años hasta que los trabajos artísticos tuvieran como firma la de Christo y Jeanne-Claude.
A mediados de los sesenta, ambos se mudaron a New York y eclipsaron a la crítica y a marchands con una técnica que fue denominada Nouveau Réalisme, que no era otra cosa que una versión de lo que se denominaba Pop Art y que por ese entonces era un boom en Estados Unidos y buena parte del mundo y cuyo figura sobresaliente era Andy Warhol.
Perturbar el espacio público
En realidad, Christo fue fundamentalmente conocido por sus intervenciones, que hacía sobre espacios públicos y que ya antes habían tenido un formato más módico en sus comienzos, en los 60 y 70, cuando envolvía objetos y lienzos con los materiales más disímiles.
Su credo artístico residía sobre todo en la idea de que el espacio público debía ser perturbado de modo tal que quienes transitaran por allí tuvieran otra conciencia de ese entorno que “de tan visto” se volvía invisible.
En 1983, en una intervención que llamó Surronded Islands, envolvió con tela color rosa el perímetro de 11 islotes de la zona de Biscayne Bay, al sur de la ciudad de Miami y generó una contundente escenografía con el agua, el cielo y el follaje interactuando en una paleta climática de colores conformando un mundo psicodélico.
Cuando finalizó dijo que se trataba de un gesto poético, al que llamó Land Art, y que era el inicio de una serie de movimientos que venía pensando en relación a otros lugares del mundo.
Efectivamente, en 1985, cubrió con tela el Pont Neuf, el puente más antiguo de París, luego de discutir con el alcalde de la capital francesa que no era otro que Jacques Chirac, que una década después sería presidente.
Estos momentos quedaron registrados en un exquisito documental de los hermanos Albert y David Maysles, que abordan esa primera etapa de las “monumentales” obras de Christo.
Más que con la crítica, que, a decir verdad, no fue muy amable con sus gestos poéticos y con su resistencia a cualquier signo de esnobismo, Christo tuvo reconocimiento con el público, que comenzó a deslumbrarse con sus gigantescas proezas plásticas.
A mediados de los 90, el búlgaro, quien nunca renegó de su nacionalidad y recién después de 30 años viviendo en Estados Unidos se reconoció ciudadano cuando, en sus propias palabras, admitió que también ese país estaba lleno de gente con buenas intenciones más allá de los gobiernos de turno.
A mediados de los 90 hizo la que fue considerada su mayor intervención: cubrió el parlamento alemán, el Reichstag, con tela de polipropileno, lo que también le produjo un encontronazo con el canciller de esa época, Helmut Kohl, quien le objetó que lo suyo era una burla a la dignidad de su país.
Sin embargo, los ciudadanos alemanes, y en particular los de Berlín donde se enclava el Reichtag, aceptaron primero y luego aclamaron la obra. Una década después produjo The Gates, donde propuso un recorrido de cerca de 40 kilómetros en el Central Park de Nueva York, con postas en forma de puertas con cortinas color naranja que se movían con el viento.
Algo similar, de menor extensión, tuvo lugar con sus Floating Piers, unos puentes flotantes de madera tendidos sobre el Lago de Iseo, en Bérgamo, Italia, que de esa forma comunicaban a la ciudad de Sulzano con dos islas vecinas y que generaban la sensación, para quienes los atravesaban, de caminar sobre el agua.
Cada una de estas intervenciones tenían carácter efímero ya que duraban apenas un par de semanas –algunas hasta tres– y eran financiadas mediante la venta de esquemas y dibujos preparativos de la obra que, en algunos casos, alcanzaron un valor de hasta 200 mil euros.
Firme en sus convicciones y con una conducta que era fácil confundir con testarudez, Christo rechazó innumerables veces subsidios públicos y privados puesto que sostenía que era el único modo en que podía trabajar libremente y se libraba de hacer concesiones.
Sus comentarios ante la prensa ponían de manifiesto su forma de hacer arte. “Siempre te piden algo a cambio, se trate de gobiernos o mecenas, siempre estás debiéndoles algo”, decía.
Una obra permanente
La complicada logística de cada una de sus obras les llevaba –los gigantescos trabajos estaban firmados por la pareja– varios años y además de lo inherente a los preparativos para la puesta en acto, muchas veces debían lidiar con las administraciones pública que ponían reparos de todo tipo, algunos como los mencionados en el caso del Reichtag.
La pareja logró llevar a cabo más de veinte proyectos de los cerca de 60 que tenían en carpeta. En 2016, luego de los puentes en Bérgamo, en una entrevista en el Corriere della Sera, el diario de más tirada en Itallia, apuntó: “Capaz que parece poco, pero mi obra no es como pintar un cuadro. Más bien se parece a la arquitectura. Y, si un arquitecto dijera que ha logrado levantar la mitad de sus proyectos, a nadie le parecería poco”.
Para este año Christo trabajaba en un proyecto para envolver el Arco de Triunfo parisino, que se llevaría a cabo luego del verano boreal pero ante la declaración de pandemia por el coronavirus, fue aplazado para setiembre de 2021.
Antes de los cierres de museos y lugares de concentración masiva, el Centro Pompidou estaba armando una exposición dedicada a toda la obra de los dos artistas y Christo craneaba lo que sería su obra permanente, es decir, exhibida para siempre o hasta que alguien o la naturaleza decidiera lo contrario.
Se trataba de una torre de 150 metros de alto compuesta por 400 mil bidones de petróleo que iba a montar en Abu Dabi, la capital de los Emiratos Árabes.
Christo siempre dejó en claro que sus obras en proceso continuarían si algo le pasaba. De hecho su mujer y él viajaban en aviones separados por si ocurría un accidente en el que alguno de ellos fuera víctima, de modo que el otro pudiera continuar trabajando.
Christo, también conocido como el “maestro del empaquetado” murió el último domingo a los 84 años en New York, centro de los contagios por covid-19, aunque el mensaje en las redes anunciando su deceso lo atribuía a causas naturales.
Lo cierto es que su partida pone fin a una larga y cautivante trayectoria en la que consiguió acercar el arte contemporáneo a un público masivo, quitándole todo carácter elitista.