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Adiós a un maestro de las luces y las sombras

El notable director de fotografía Robby Müller, que trabajó con Wim Wenders, Jim Jarmusch y Lars von Trier murió ayer a los 78 años dejando al universo del cine sin una de sus piezas más valiosas.

No son muchos los fotógrafos que merecieron el reconocimiento que los nombra como “maestros de la luz”; los hay en los que se dedicaron a la fotografía a secas y en los que hicieron de la dirección fotográfica en cine, un arte sublime. El holandés Robby Müller pertenece a estos últimos y fue quien potenció argumentos poderosos con una exquisita atmósfera y un cuidado de la imagen que quedará grabada en la retina de espectadores de cualquier punto del mundo. Müller debutó en su oficio –que ya venía ejerciendo en Amsterdam, donde se radicó luego de abandonar su  Curazao natal, una colonia holandesa en las Antillas–, con Verano en la ciudad (1970), un film que era a la vez la primera película de un director que haría historia: el alemán Wim Wenders. Algo de la búsqueda artística de cada uno los puso a la par en aquél trabajo inaugural y selló una sociedad que crecería hasta niveles notables de creación, porque hay películas de Wenders que no pueden imaginarse sin la fotografía de Müller. Allí están como ejemplos incontrastables La angustia del arquero frente al tiro penal (1971); La letra escarlata (1973); Alicia en las ciudades (1976); la exquisita El amigo americano (1977), donde logra captar el clima opresivo y onírico que se res-piraba en la novela de Patricia Highsmith; En el transcurso del tiempo (1979) y la que sería una de sus obras más recordadas en la lista de mejores directores de fotografía de todos los tiempos: la original e irresistible Paris, Texas (1984), en la que su majestuosidad fotográfica para relevar el paisaje donde se mueven los personajes cobra un enfático protagonismo. La última colaboración con el realizador alemán sería en Hasta el fin del mundo (1991), dejando testimonio de una alianza fructífera que proveyó al cine de hitos suficientemente refrendados por su calidad. Es que si la alianza entre realizadores y directores de fotografía funciona, hay parte allí de lo maravilloso del cine, como si la historia narrada adquiriera el impulso necesario a partir de la utilización de las luces y las sombras, en como esos contrastes transmiten la densidad de los momentos, de un beso o un disparo, de una mirada tierna u otra asesina, de la tristeza o el ímpetu, de la temeridad o la vocación, todo encastra en una fotografía que revela esos tonos para que el relato se vuelva emotivo.

Müller hizo su propio camino, fue dueño de un método que iba muy bien para algunos estilos relacionados con la austeridad y en cómo la luz impacta sobre algunos trazos desnudos en la puesta en escena; un director de fotografía va forjando sus propios códigos de encuadres y obturadores y con el tiempo adquiere una notoria identidad. Tal es así que en ciertos títulos es esa impresión de imagen la que coloca al film en un lugar determinado. Incluso materiales anodinos cobran otra estatura con una provocativa fotografía o, por el contrario, un argumento inmejorable pierde brillo con una foto pobre. Mientras vivió en Alemania, Müller hizo la fotografía de La mujer zurda (1979), que dirigió el propio autor de la novela, Peter Handke, y luego ya en Estados Unidos, haría otro formidable dúo con el también talentoso Jim Jarmusch en títulos como Bajo el peso de la ley (1986); Mystery Train (1989); Dead Man (1995), y Ghost, el camino del Samurai (1999), donde emplea otros artificios con igual eficacia logrando imágenes de inusual belleza. En Estados Unidos, además, le dio color a la distopía realista Repo Man, de Alex Cox, y al thriller vertiginoso Vivir y morir en Los Ángeles (1985), de William Friedkin. En Estados Unidos, Müller dio cuenta con sublime precisión de ciertos paisajes urbanos y rurales como no podría haberlo hecho un nacido allí; supo encontrar esas huellas que muestran mucho más allá de lo que es visible, plasmando un exhaustivo contorno de una geografía que no le era muy familiar con sorpresa y admiración. Pero su fotografía también fue una de las formas más intensivas de captar la quietud, la magnificencia, la extrañeza de ciertas escenas o, como se dijo, darle a esas escenas otras cualidades. Un explorador de las posibilidades del lenguaje cinematográfico y extorsivo con lo que cada imagen puede sugerir, el danés Lars von Trier lo tuvo entre sus filas en dos de sus mejores películas: Breaking the Waves (1996) y Bailarina en la Oscuridad (2000), donde la cámara en mano y excelso trabajo lumínico dio carácter al imaginario hiperrealista del realizador. Ayer, el cine perdió a uno de sus fotógrafos más connotados, aunque Müller ya hacía más de una década que no podía trabajar por una enfermedad degenerativa que le impedía el habla y el movimiento. Hay una escena en París, Texas, en la que Travis le trae su hijo a Jane, que trabaja en un Peep Shop y él le pregunta si lo podrá ver si apaga la luz del cubículo y ella le dice que nunca lo intentó. Sólo por cómo está fotografiado ese momento, Robby Müller merece estar en la historia grande del cine y hasta podría vérselo como el Edward Hopper del arte cinematográfico.

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