Por Jorge Giles / Agencia Timón
Bienaventurados los compatriotas que pudieron darse un chapuzón en nuestros ríos o en la costa atlántica, en este primer mes del año que se nos fue como si nada.
Y sean aún más bienaventurados los que convirtieron el patio o la terraza de sus casas como un destino turístico obligado.
Para enfrentar la malaria, abrimos una birra, ponemos las patas en la pelopincho y exclamamos: “Esto sí que es vida”. Ya vendrán tiempos mejores.
Claro, dependerá de cómo votemos.
Los economistas dicen que lo peor está por venir. Como un tsunami anunciado, pronostican que, tarifazos mediante, el efecto devastador para las familias recién está comenzando. Mamita querida.
Lo cierto es que se nos va el verano y uno siente que aquel país que tuvimos hasta el 2015, con la costa llena de turistas argentinos, los que conocieron el mar por primera vez en los años de Néstor y Cristina, con los bares y restaurantes colmados, con kilómetros de rutas repletas de automóviles que pugnaban por llegar a la sierra, al rio o al mar, aquel país, decía, ya no está más.
Retrocedamos el reloj del tiempo por un rato y recordemos el cruce fronterizo con Brasil, con avalanchas de compatriotas presurosos por llegar a Florianópolis a pasar una quincena o un mes en aquellas playas de ensueño del estado de Santa Catarina. La estadística de la caminera decía que entraban hasta 10 mil personas por día. Y luego eran 100 mil y 500 mil y más de un millón al terminar la temporada.
Abramos los ojos ahora y leamos esas mismas fuentes: durante enero de 2019 apenas entraron 7.452 argentinos hacia Florianópolis y que la caída alcanza hasta el 70 % menos de turistas argentinos que, además, no consumen nada o muy poco en los comercios. El dueño de un restaurante tradicional de Pantano do Sul declara con lágrimas en los ojos que perdió todo lo invertido y que es la peor temporada desde 1958, año en que fundaron el comercio familiar. “Los argentinos ya no vienen”, declara angustiado.
Está Bolsonaro en Brasil y está Macri en Argentina. Los paladines del neoliberalismo que prometieron, además de la mano dura, que el turismo sería la exitosa industria del siglo XXI.
No se tiene un mango para llegar a fin de mes, más o menos tranquilos. Ni para comprar los remedios del abuelo y de la abuela. Ni para el asado tradicional del domingo. No se tiene un mango para vivir dignamente. ¿Cómo pretender entonces que haya turismo como el de antes?
Mar del Plata también es el reflejo de las consecuencias que trajeron la demolición, el saqueo y la fuga de nuestras riquezas en estos años. Mar del Plata más sola y abandonada que nunca. Y más violenta. Y más triste.
¿Se acuerdan cuando en noviembre de 2018 anunciaban con bombos y platillos que, por la diferencia cambiaria, en el 2019 habría menos argentinos viajando al exterior y, en consecuencia, habría un boom turístico local? No pasó nada de esto.
Esto es el modelo de exclusión, señoras y señores. Pocos compatriotas en nuestras costas. Y poquísimos en la mítica Floripa.
El voto popular, siempre el voto popular, decidirá este año si en el futuro volveremos a vacacionar como antes, cuando la “fiesta” era con la gente adentro. Pero con toda la gente, no con unos pocos.
Por ahora, con gobiernos así, estamos condenados a decir: adiós Florianópolis, adiós.
Condenados todos, menos el alcalde de CABA, Rodríguez Larreta, que después del rechazo sufrido a manos de vecinos indignados en Mataderos y Villa Lugano, se tomó un respiro y viajó el viernes a las playas de Santa Catarina.
Todos, menos los miembros del gabinete nacional que se la pasan en Punta del Este.
Todos, menos Macri por supuesto, que descansa durante todo el año.
Cuando volvamos a tener salarios dignos, escuelas dignas, hospitales dignos, jubilaciones dignas, trabajos dignos, universidades dignas, seguramente tendremos pasaje de ida y vuelta a Florianópolis y a Mar del Plata y a Córdoba y a Corrientes y a Entre Ríos y a la Patagonia y a las Cataratas y a donde se te dé la gana viajar para disfrutar el derecho a vacacionar que nos otorgó Perón.
Después de todo, la esperanza es lo último que se pierde.
Que así sea.