“Pude haber muerto sin que nadie supiera de mí, como un desconocido, un fracasado. Ahora no somos un fracaso. Esta es nuestra carrera y nuestro triunfo. Nunca en toda nuestra vida podríamos haber esperado emprender tal lucha por la tolerancia, por la justicia, por el entendimiento del hombre por el hombre, como lo hemos hecho ahora por accidente. La pérdida de nuestras vidas, las vidas de un buen zapatero y un pobre vendedor de pescado, todo. Este último momento nos pertenece, esta agonía es nuestro triunfo”. Este texto fue escrito meses antes de su muerte por Bartolomeo Vanzetti, un anarquista italiano emigrado a Estados Unidos, de cuya ejecución, en la silla eléctrica en la cárcel norteamericana de Charlestown, Massachusetts junto a su compañero Ferdinando Nicola Sacco, acusados de un asesinato que no habían cometido, se cumplieron esta semana 90 años.
Siete años de cárcel, un proceso plagado de groseras violaciones a la ley y la sospecha, confirmada con los años, de que Sacco y Vanzetti habían sido condenados por ser anarquistas e inmigrantes y no porque existieran pruebas en su contra, convirtieron al caso en un modelo de injusticia y una bandera por la lucha de la justicia social universal.
Todo había comenzado con un delito común pero sangriento: en abril de 1920 unos ladrones robaron 15.677 dólares de Slater and Mornil, una fábrica de zapatos de South Braintree, Massachusetts, tras matar al pagador Frederick Parmenter y al custodia Alessandro Berardelli. No obstante, los señalados como presuntos autores del brutal crimen no eran delincuentes comunes sino dos anarquistas comprometidos con sus ideales: los inmigrantes italianos Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti.
El miércoles 5 de mayo de 1920 Sacco y Vanzetti fueron arrestados en una de las habituales redadas policiales contra anarquistas en Estados Unidos. Y aunque al comienzo fueron acusados de distribuir panfletos subversivos y de llevar una pistola, luego las autoridades los vincularon con el doble crimen que se había cometido 20 días antes en South Braintree.
El proceso judicial comenzó el 31 de mayo de 1921 y creó una expectativa que no se veía desde el caso Dreyfus. En Estados Unidos corrían malos tiempos para ciertas actitudes políticas. Las revoluciones estallaban en el extranjero y muchos norteamericanos no distinguían entre anarquistas, socialistas y comunistas. Todos eran una “amenaza roja” que debía ser eliminada a cualquier precio. Los inmigrantes de izquierda resultaban especialmente sospechosos y miles de ellos habían sido deportados tras la Primera Guerra Mundial (1914-1918).
En ese contexto, sólo un juez imparcial podía garantizar un juicio justo a dos revolucionarios italianos. Y Webster Thayer, el magistrado que debía juzgar a Sacco y Vanzetti, no lo era. Fuera de la sala hablaba de “esos anarquistas bastardos” y en el interior no hizo concesiones al mal inglés de los acusados y permitió que el fiscal, cuyo poco convincente alegato estaba basado en pruebas circunstanciales, hablara constantemente de su ideología.
Para colmo, ninguno de los acusados contaba con una coartada sólida, los dos iban armados en el momento de la detención y habían mentido a la Policía durante el interrogatorio –presuntamente para proteger a otros camaradas anarquistas–. Sin embargo, nunca se halló el dinero robado ni pudo relacionarse el botín con Sacco y Vanzetti, que no tenían antecedentes criminales.
Ambos estaban empleados y participaban en las luchas sindicales contra las condiciones de semiesclavitud que imperaban en el régimen laboral norteamericano. Sacco trabajaba como oficial especializado en la fabricación de zapatos y Vanzetti como empleado de una pescadería. Con todo, un jurado integrado por norteamericanos los condenó por robo y asesinato, un crimen capital.
El juicio estuvo viciado desde el comienzo. Los jueces no escucharon a un testigo que declaró a la policía que Sacco y Vanzetti no eran los hombres que había visto disparar durante el robo. Ni tomaron en cuenta que el cónsul italiano declaró que, a la hora del crimen, Sacco estaba en su oficina. Ni siquiera que las balas homicidas eran de un calibre diferente al del arma secuestrada a los anarquistas. Peor aún, ambos fueron condenados incluso luego de que Celestino Madeiros, compañero de prisión, confesó haber sido uno de los asesinos de los empleados de la fábrica de calzado.
En abril de 1927 el juez Thayer los condenó a morir en la silla eléctrica. “¡Sonno inocente!” gritó Sacco en el tribunal. “¡Matan a hombres inocentes!”, exclamó Vanzetti. A pesar de las protestas y de un informe oficial reprendiendo al juez Thayer por sus observaciones perjudiciales durante el juicio, el gobernador mantuvo la sentencia y el tribunal supremo rechazó una apelación.
Dicen de Vanzetti que adoraba la música, leía a Dante y a otros grandes de la literatura y esa pasión lo llevó a preguntarse por qué millones de personas trabajaban toda la vida para morir en la miseria, mientras unos pocos vivían en la opulencia. Trabajó en canteras de piedra en Connecticut, como peón en Youngstown, Ohio, en las fábricas de acero de Pittsburgh y encabezó una huelga en Massachusetts. Puesto en las listas negras por participar de un paro en 1916, se dedicó a vender pescado y se hizo amigo de su paisano Sacco, zapatero.
Los dos participaron en huelgas y apoyaron luchas obreras y en defensa de los inmigrantes. Pero en 1920 figuraban en las listas secretas del Departamento de Justicia, y el 5 de mayo de ese año fueron detenidos y acusados de criminales.
A pesar de las prohibiciones, manifestaciones obreras y protestas multitudinarias se sucedieron en las principales capitales del mundo. Por ellos se produjo la primera huelga internacional y pidieron clemencia Albert Einstein, Marie Curie, George Bernard Shaw, Orson Welles y Miguel de Unamuno, entre otros.
El día de la ejecución, cientos de miles de personas participaron en marchas de protestas. En Nueva York la Policía reprimió a 50 mil manifestantes, y miles más protestaron en Boston.
Una noche antes, Sacco había escrito una conmovedora última carta a su hijo Dante: “Así, hijo, en lugar de llorar, sé fuerte… y recuerda siempre, el juego de la felicidad no lo uses sólo para ti. Ayuda a los débiles que claman por ser ayudados, ayuda a los perseguidos y a las víctimas, porque ellos son tus mejores amigos; son los camaradas que luchan y caen como tu padre y Bartolomeo, que lucharon y cayeron por conquistar el goce de la libertad para todos”.
La ejecución de Sacco se produjo a las 0.19 del martes 23 de agosto de 1927 en la silla eléctrica. Siete minutos después una corriente eléctrica acabó con la vida de Vanzetti. Antes de morir, Sacco se volvió hacia los testigos de la ejecución y gritó: “¡Viva la anarquía!”. Vanzetti agradeció al alcaide de la prisión por su amabilidad y expresó: “Deseo perdonar a algunas personas por lo que me están haciendo ahora”.
El caso, una página negra de la historia de Estados Unidos, fue llevado al cine en 1971 por Giuliano Montaldo, en el filme Sacco y Vanzetti. Tanto la película como la “Balada de Sacco y Vanzetti”, de Ennio Morricone y Joan Baez, sirvieron en los 70, en plena Guerra Fría, para reivindicar al anarquismo, enfrentado con el liberalismo capitalista y al comunismo soviético.
Medio siglo después de aquella ejecución injusta, el 23 de agosto de 1977, el demócrata Michael Stanley Dukakis, por entonces gobernador del estado de Massachusetts, rehabilitó la memoria de los dos mártires italianos. Dukakis –dos veces gobernador de Massachusetts y candidato del Partido Demócrata a la presidencia en 1988– reconoció formalmente que Sacco y Vanzetti eran inocentes y que fueron condenados más por sus convicciones políticas anarquistas y por su condición de inmigrantes que por cualquier prueba fehaciente contra ellos.