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Aguas arriba del Paraná

Por Isabel Hernández

Bajó la mirada. Las aguas de greda clara comenzaron a teñirse de rojo; era casi de noche y apenas se distinguían sus pies bajo las aguas turbias de la costa oeste del Paraná. Se inclinó y se lavó con parsimonia el dorso de la mano derecha con su mano izquierda; la diestra todavía empuñaba con fuerza el facón. La hoja del cuchillo brilló en el claroscuro del fin de la tarde y él la hizo juguetear varias veces bajo el agua, como acompañando el lento movimiento de las olas del río. Era un impulso suave, casi un vaivén.

Los pantalones mojados y recogidos hasta la entrepierna estaban manchados con barro y sangre. Mostraba el pecho desnudo, flaco, y su espalda desgarbada revelaba el pronunciado relieve de las costillas. Se irguió despacio. Con un solo movimiento se calzó el cuchillo en el viejo cinturón de cuero; quedó enfundado en la espalda, a medio camino entre el talle y la cintura.

Las cigarras cantaban su canto único.

Miró el horizonte, a lo lejos se perdía la costa entrerriana. Ese verano caliente había traído una gran crecida del río. Bajó la mirada y vio cómo se balanceaba el cuerpo del viejo cerca de sus pies, boca abajo, inmóvil. Lo arrastró con cuidado, hasta la orilla barrosa. El viejo era pesado, pero no para él. Se sentía fuerte. Era el mejor de los hermanos, como siempre lo había dicho su madre.

Acomodó el bulto entre las redes. Esa noche estaban ensanchadas por el volumen de una veintena de surubíes. No eran piezas grandes, pero seguro que, entre los dos, él y su padrastro, no habían dejado ni huella de aquel cardumen en el río. Ni un solo bicho fuera de las redes. Primero él y después su padrastro.

El viejo se decía muy experimentado y mucho más todavía si estaba borracho, pero fue él quien supo dónde tirar las redes. Lo adivinó por la forma en que se desviaba la corriente. Él supo apuntalar el tejido pese a los remolinos y cuando el río se puso bravo decidió cuándo y cómo cruzar la correntada y recoger el espinel. Con la fuerza, la fuerza bruta del viejo, con eso sólo no se hacía nada. El Negro, su hermano, tampoco era hijo del viejo, y sin embargo eran igualitos. Los dos eran conocidos entre los pescadores de una y otra orilla por su experiencia, porque el Negro, igual que el viejo, era un maestro cuando levantaba el espinel cargado. Sería por eso por lo que el viejo lo quería tanto, le perdonaba todo y nunca le había alzado la mano. El Negro era duro y fuerte como el viejo. En el mes de las tormentas, cuando el río se ponía arisco, no había otro que se embarcara con el viejo; sólo al Negro le permitía que lo acompañara. El Negro era curtido y fuerte como un quebracho, así decía el viejo.

Seguía mirando el cuerpo quieto de su padrastro derrumbado sobre esa enorme masa movediza y negruzca de pescados boquiabiertos. Ni haberlo dejado un largo rato bajo el agua había conseguido limpiarlo al viejo de esa mezcla de tintes agrios, del olor añejo del vino, del de su propia sangre, ácida como la de un surubí. La mueca de desprecio con que siempre lo miraba estaba ahí, en la cara endurecida del muerto. Inmóvil, con sus pies firmes sobre la tierra arenosa de la playa, de espaldas al río, miró hacia el rancho. Lejos se veía el farol de kerosén de la cocina; era la única luz encendida y la ventana estaba abierta. Sintió ganas de subir, pero siguió quieto, paralizado.

Era extraño para él sentirse por primera vez el elegido y, sin saber por qué, se acordó de su medio hermano Juan, el que vivía en la ciudad. Se acordó de cuando su hermano le dijo que era feliz, que lejos del río se conocía la felicidad. Se lo dijo un día que vino a visitarlo y que salieron juntos a emborracharse, después de que el viejo le había dicho, a su propio hijo, que era una rata, porque como una rata se había escapado para la ciudad.

Miró otra vez el cadáver rodeado de los cuerpos enredados y resbalosos de tanto surubí atrapado. La noche era clara, había mucha luna y él apenas escuchaba el ruido del tiempo, como le llamaba su madre a ese bullir monótono e interminable de las aguas del Paraná. Algo nuevo le pasaba, lo alborotaba y lo sentía correr por dentro, por todo su cuerpo. Parecía la felicidad.

Tantas veces había soñado con ese momento. Ahora quería verle la cara a su mama. Él lo había hecho. Él lo había matado, le había clavado el facón por todo el cuerpo, muchas veces, hasta verlo vomitar sangre al viejo. Él, que era el débil, el desgraciado, el inservible, que no lo había querido ni su padre, ni su padrastro, ni siquiera su madre, por más que dijera que era el mejor. Su mama se lo decía de lástima, porque tenía el cuerpo torcido, la espalda encorvada, y las manos frágiles, y porque se le iba el alma cuando levantaba el espinel. Se lo decía porque él tenía aguante, porque venía aguantando la risa del viejo cada vez que contaba los pesos que le quitaba a la Tota, su hermana, cuando algún forastero le pagaba por un rato de su cuerpo. Y tenía aguante cuando se tapaba los oídos o cerraba los puños cada vez que lloraba su mama. Tenía aguante de sobra cuando el Negro o el Óscar se reían de su facha, de que nunca le iba a dar bola una mina, mientras el viejo le gritaba “¡inútil, bagre… qué vamos a hacer con este infeliz!”

Él lo había matado al viejo y ahí estaba, apuñalado, seco, desangrado, con su mueca de asco y los ojos abiertos, asombrados, igualitos a los de los surubíes. Un cuerpo tieso, embarrado y solo, frente a él. Sintió ganas de ir a la ciudad a decirle a su medio hermano Juan que él también estaba conociendo la felicidad. Que era algo raro que le corría por dentro, por todo el cuerpo, que lo hacía sentirse ancho como el Paraná y fuerte como un quebracho. Eso le iba a decir, que él también era feliz, que dentro se le movía el corazón y sentía que le crecían escamas de oro en el espinazo, como las que siempre había envidiado en los dorados; que ahora era grande y fuerte y que ya no aguantaría más gritos ni más llantos, que era libre e inalcanzable como esas nubes que empezaban a hacerle sombra desde el cielo, deteniendo el ruido, deteniendo el tiempo.

La luna se escondió totalmente. Los últimos patos siriríes de la noche comenzaron a agitarse en bandada. Todo había cambiado de color entre las sombras. Su pecho ya no sudaba, habían desaparecido los tábanos y las moscas, sólo quedaba el aturdidor canto de los grillos y el croar de las ranas.

Pasaron los minutos, tal vez las horas y estaba amaneciendo cuando se sintió rodeado. Notó la ausencia del cuchillo en la espalda cuando los hombres de uniforme le ataban con fuerza las manos sobre el lomo. Los miró y les dijo que él había sido el que mató a su padrastro, que él no era ninguna rata como el Juan para irse con ellos a la ciudad. Les dijo que era feliz y les gritó que era orillero y ahí se quedaba. Les dijo que quería que lo viera su mama, para que supiera que ahí, en el río, también estaba la felicidad. Lo arrastraron hasta que ni doblando la cara podía ver la orilla. Lo ataron a las barras traseras del camión y se lo llevaron.

Pero él no se fue.

El ruido del tiempo se le había ido metiendo por las venas y entonces, recién entonces, comenzó a soltar los recuerdos y nadó aguas arriba. Empezó a deslizarse con arrojo y a escamotear redes, incansable en las correntadas, sereno en los remolinos, espléndido y ágil como un dorado, único e incontrolable en su fuerza, como un surubí. Libre, desmemoriado, feliz, nadó sin urgencia ni descanso; nadó para siempre, contra los torrentes de las aguas de greda clara del Paraná.

***

Isabel Hernández nació en Rosario (Argentina). Es antropóloga y ha dirigido proyectos de docencia e investigación en diversos centros académicos y universidades de Latinoamérica. Desde hace años es narradora de ficción. Su última novela: “Las leyes del olvido”, la editó la Universidad Nacional de Rosario (UNR) donde estudió y fue docente.

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