Sabía que la fase de grupos iba a ser durísima. De hecho, a todo aquel que podía le decía que nos volvíamos en primera ronda. Lo digo sin remordimiento y haciéndome cargo de lo que, por un puñado de minutos nada más y un insólito gol de Marcos Rojos mediante, no terminó sucediendo.
Pero ahora sí estoy confiado. Y eso me asusta. Porque todo lo malo que se vio en la fase de grupos sigue estando ahí. Oculto bajo la avalancha de felicidad que provocó la agónica clasificación a octavos de final, es cierto, pero listo para resurgir con más fuerza que nunca ante la más mínima señal de alarma.
La inquebrantable fe de la que carecí por completo en la ronda inicial y que ahora sí tengo radica en la experiencia que tienen los jugadores para disputar la clase de partidos que se vienen a partir de ahora. Arrancó el Mundial. El verdadero Mundial. Para unos el segundo, para muchos otros el tercero e incluso algunos van por el cuarto.
Argentina conoce como hay que jugar estos encuentros. Tiene futbolistas de muchísima jerarquía, llega con un envión anímico importantísimo y la gran mayoría sabe muy bien que están ante la última oportunidad de ganar algo con la camiseta selección. Es ahora o nunca.
Argentina depende de Messi. Messi depende del equipo. Si no funciona uno, no funciona el otro. Francia es un gran equipo, pero no tiene un Messi, aunque si excelentes jugadores. ¿Y entonces?
No tengo ni idea que va a pasar damas y caballeros. Simplemente sé que, esta vez, le tengo una fe bárbara a la selección. Y teniendo en cuenta como nos fue en la primera ronda, eso me genera bastante miedo.