Los cineastas que dan cuenta en sus películas de los desequilibrios sociales en cualquiera de sus formas no son pocos; los hay en todo el mundo y los hubo en todos los tiempos.
Pero también hay otros que no sólo intentan indagar con los recursos de la ficción o el documental sobre la realidad sino que se manifiestan en cuanto espacio puedan hacerlo sobre aquello que los incomoda profundamente y advierten sobre quiénes son los causantes de esos males que, se sabe, aquejan a vastas porciones de la humanidad, precisamente a las mayorías, que suelen las más vulnerables.
Uno de ellos, tal vez el más coherente porque suele ser imposible deslindar sus opiniones personales de sus puntos de vista artísticos, que no son otros que los ejes sobre los que tienen lugar los contextos de sus obras, es el finlandés Aki Kaurismäki, un tipo comprometido con los débiles, los desahuciados, los sintecho, los migrantes, a quienes ha retratado con encomiable fidelidad en buena parte de sus títulos.
Lo curioso con Aki es que con la misma efectividad y detenimiento puede decir aquello que la mayoría de sus colegas callan obligados por intereses de todo tipo. Es parte de su estilo austero, concreto, sin vueltas con que narra sus historias y las emociones de sus personajes y que tan característico sello dan a sus producciones.
Impostado e imperialista
Aki Kaurismäki vive desde hacer unos años en Portugal y dice que ahora puede hablar en otro idioma que no sea el “impostado e imperialista” inglés, algo de lo que renegaba sin encontrar otra opción a la hora de los reportajes en festivales o para medios y publicaciones.
“Hablo en portugués ahora, no tan bien como un nativo, pero me defiendo y es un placer porque no tengo que morir en el inglés, creo que todos deberíamos imponernos el uso de otro idioma para contrarrestar su hegemonía”, apuntó en una reciente entrevista.
El director es también un conspicuo fumador y un bebedor empedernido. Cuando le preguntan por tales cuestiones, sobre todo acerca de cómo maneja la última a la hora de rodar sus películas, Aki respondió que en su vida conoció a muchos colegas que bebían un litro de whisky por día y era muy difícil de detectar en sus conductas cotidianas, es decir, mientras filmaban y que en realidad se trata de hacer un “uso responsable de las sustancias, que por otro lado pueden abrir puertas de percepción generalmente obturadas”, explicó.
Esa responsabilidad parece no preocuparlo demasiado cuando debe asistir a ceremonias o entrega de premios, a las que generalmente llega tarde. “No voy a decir que no me interesan que reconozcan mi obra pero a veces simplemente no tengo nada de ganas de ir a recibir galardones y decidirme me lleva tiempo y como suelo hacerlo sobre la hora en la que tengo que marchar, indefectiblemente ya retraso mi llegada”, apuntó.
En ocasión de recibir un premio por su film El otro lado de la esperanza (2017), donde cuenta el encuentro entre un joven refugiado sirio y un finlandés hastiado de la hipocresía y dispuesto a cambiar de vida habiendo cruzado los cincuenta, hizo referencia a las cuestiones que subyacen en ese film.
“No vivimos en el mejor de los mundos posibles, así que depende de cada uno de nosotros que haya ese punto de esperanza”. Luego intentó poner de relieve la dimensión que alcanza la miseria humana y que por estos días puede verse reflejada en acciones de todo tipo cuando la pandemia del Covid-19 está haciendo estragos en el mundo.
Dijo allí, cuando recibió en París el premio del Cine Europeo al mejor director: “Cada uno decide si damos patadas o matamos a los que no tienen nada o a nuestros vecinos, o les ayudamos con un poco de pan y vino tinto. Yo prefiero la segunda opción. Quien da, recibe, y así eres más feliz, aunque nunca se sepa bien qué es eso de la felicidad”.
El mundo en las peores manos
En los últimos años, el director de Luces al atardecer (2006) fue volviéndose una suerte de contestatario político que indaga sin tapujos en la impiedad del avance neoliberal que viene diezmando poblaciones con vertiginosidad comparable a la que ahora produce el coronavirus. Y, claro, desnuda la necedad de los llamados líderes mundiales.
A principios de 2018, cuando las barcas atestadas de refugiados se hundían o naufragaban frente a las costas europeas sin que nadie hiciese nada por impedirlo, apuntó: “El poder está en manos del capital, que está conducido por idiotas peligrosos.
El mundo está en las peores manos posibles. El problema de los refugiados no ha hecho más que empezar. Cuando era niño confiaba en Europa. Hoy es una vergüenza para Europa que no se haga caso a este drama.
Las potencias prueban sus armas en Siria. Este planeta nunca tuvo tantos sociópatas en el poder. El presidente (Dwight D.) Eisenhower, alguien insospechable de estar a la izquierda de algo, dijo que había que evitar la unión entre el capital y la industria armamentística, que es exactamente lo que hoy ocurre”.
Transmitir con humor
Y fue más allá señalando que los organismos internacionales que deberían mediar en salvaguarda de toda la humanidad sin importar origen, procedencia o color de la piel obedecen a un solo mandatario, quien digita sobre las resoluciones que allí se toman.
En relación a la ONU dijo: “El principal problema es el Consejo de Seguridad de la ONU y el poder de veto que tiene Estados Unidos. Porque el resto son unos payasos. El 90% de la población quiere vivir, plantar su huerto, criar a sus hijos, y no puede. El 10% restante son esos sociópatas que tienen el poder.
La UE (Unión Europea) también tiene la culpa por priorizar la economía, y por cerrar la puerta a esta gente, convirtiendo a Siria en un campo de concentración”.
No conforme con poner de relieve el papel que les toca a las grandes potencias en esas jugadas, continuó con una opinión que se enmarca en el mejor humor negro, un aspecto que suele resaltar en sus películas y que hacen a sus personajes invariablemente populares.
“Es una pena que los yanquis, que tenían la tradición de asesinar a sus presidentes la hayan perdido ahora. Lo hacían con los que no eran tan terribles, y no lo hacen ahora con los terriblemente malos.
Prefieren bombardear en Medio Oriente a la gente en la calle”. Seguidamente, también de propia cosecha, remató en un tono más alto: “Esta no es una reunión para rendirnos. La esperanza mueve montañas y sin la esperanza solo nos quedan los bares. Vamos a un bar”.
Justamente ese humor es el que le permite imprimir un selló único a sus películas, que de lo contrario, se volverían insoportablemente pesimistas –aunque nada falsas– a partir de las historias de perdedores que suelen plantear sus argumentos.
Así ocurre en la cercana El puerto (2011), El hombre sin pasado (2002), Nubes pasajera (1996), La chica de la fábrica de fósforos (1990), de las que dijo intentando graficar cómo hacía cine: “Hago lo que puedo y así se queda. Ruedo ensayos y ya está. Una vez fui joven y tenía entusiasmo.
Me fijaba en el surrealismo de Buñuel, o en la Nouvelle Vague y con el tiempo me hice más serio. Me equivoqué: la vida humana se tiene que transmitir con el humor. Sin humor, de la sala se van los espectadores y hasta yo mismo”.