El 9 de agosto de 1947 se realizó en los cielos de Córdoba el primer vuelo de prueba exitoso del avión Pulqui (flecha, en lengua araucana), diseñado y fabricado íntegramente en nuestro país. Pocos días después, el 22 de septiembre, la aeronave efectuaba una demostración sobre el Aeroparque de la ciudad de Buenos Aires, con la presencia del presidente Juan Domingo Perón y una multitud congregada para ver los sobrevuelos rasantes del primer avión a reacción de Sudamérica. La Argentina ingresaba, en plena Guerra Fría, en un selecto grupo de naciones capaces de fabricar aviones con tales características.
Según apunta Javier Fernández, la fabricación del Pulqui “fue acompañada por otros desarrollos, como la energía atómica, grandes obras de infraestructura e ingeniería civil, la creación del Instituto Antártico. Estos objetivos del gobierno peronista se vinculaban con componentes ideológicos, como la búsqueda de la autonomía económica y el acceso a las tecnologías que permitieran resolver los problemas nacionales…” (“El proyecto Pulqui”, Página/12, 21/10/2012).
En efecto, con independencia del resultado del proyecto en sí mismo, que en el caso concreto del Pulqui I daría posteriormente lugar a una versión mejorada que se llamaría Pulqui II, con resultados dispares, de lo que se trataba era de quitar el yugo mental que, incubado a partir de la machacona lectura de las premisas en Bases de Alberdi, más el “civilización o barbarie” sarmientino, pesaba sobre la dirigencia nacional para quien la riqueza argentina sólo había que buscarla en la tierra, como si fuéramos genéticamente incapaces de generar industrias de cualquier tipo. Vencer esa inercia mental no fue fácil.
El vuelo exitoso del Pulqui I se inscribe en un proceso mucho más abarcador que constituyó el intento por lograr que nuestro país fuera verdaderamente independiente, sobre todo en materia económica, y ya no la “perla más preciosa” de la corona británica, según desvergonzadas palabras del vicepresidente Julio Argentino Roca (h). Es lo que el politólogo Marcelo Gullo denomina “insubordinación fundante”, categoría de las relaciones internacionales que su creador define con estas palabras: “Calificamos a los movimientos políticos que se enfrentaron, a lo largo de la historia, a las estructuras de poder, tanto a nivel local como internacional, como movimientos antihegemónicos.
Estos movimientos protagonizaron desvíos ideológicos elaborados con la finalidad de escapar a la subordinación ideológica que en los países periféricos constituye el primer eslabón en la cadena de la subordinación. Durante todo el siglo XX, cuando estos movimientos llegaron al poder […] esos países comenzaron a transitar un proceso de insubordinación política, económica e ideológica.” (“La insubordinación fundante”, Editorial Biblos, pág. 43).
Desarrollo nacional
En el caso del avión Pulqui, pese a que el primer ingeniero convocado fue el francés Emile Dewotine, fue luego reemplazado por el alemán Kurt Tank, que había sido previamente tentado por la Unión Soviética pero terminó aceptando la oferta argentina.
Su prestigio alcanzaba nivel internacional por haber intervenido en el diseño de la mejor aeronave a reacción del momento: el Focke-Wulf. Ya en nuestro país, Tank dirigió los sucesivos prototipos, secundado por algunos compatriotas por él solicitados, pero al mismo tiempo por científicos argentinos deseosos de adquirir experiencia en un área tan promisoria.
Una de las diatribas predilectas del antiperonismo fue la de que nuestro país recibió a muchos de estos científicos alemanes luego de la Segunda Guerra Mundial, la mayoría con inocultable pasado nazi. Esa crítica, que no se sostiene por lo que habrá de señalarse a continuación, perseguía varios objetivos. Por un lado, emparentar ideológicamente el peronismo (asociación que ya había iniciado el ex embajador norteamericano Spruille Braden) con los totalitarismos vencidos en la guerra. Asimismo, se buscaba impugnar los proyectos de industrialización avanzada que la Argentina perseguía como ser, por caso, la fabricación en serie de aviones a reacción o, luego, la industria atómica. Semejantes proyectos, puestos en práctica en un remoto país de Sudamérica que además, en simultáneo, proponía al mundo una tercera posición ideológica distanciándose del liberalismo individualista como del marxismo colectivista, era tomado como una osadía por parte de quienes se habían repartido el mundo de la posguerra en Yalta, en 1945.
Lo que incomodaba a norteamericanos y soviéticos no era que algunos nazis fueran a la Argentina después de la Guerra, sino que ese país sudamericano se atreviera a imitar lo que ellos mismos hacían, contratando a científicos alemanes que ahora no tenían futuro en su patria vencida.
Analicemos el caso de Werner von Braun. Al servicio de su país y con el brazalete nazi frecuentemente colocado, diseñó los temibles cohetes V1 y V2, que cayeron sobre Londres produciendo miles de civiles muertos. Pues bien, al final de la guerra fue “invitado” a radicarse en Estados Unidos donde continuó con el desarrollo de su especialidad, la cohetería, y fue el padre del proyecto lunar que culminaría exitosamente en 1969. Murió en 1977 en Virginia, habiéndose nacionalizado norteamericano y sin que nadie le reprochara su pasado nazi.
Tampoco interesa demasiado que, como en el caso del físico austríaco Ronald Richter, el proyecto financiado por el gobierno argentino constituyera una quimera irrealizable.
Nótese que en el caso de Richter y su Proyecto Huemul (por la isla en el lago Nahuel Huapi), pese a no tener éxito al menos en los tiempos pautados, dio lugar a la creación de la Comisión Nacional de Energía Atómica y hoy existe el Instituto Balseiro de la ciudad de Bariloche, donde se forman los mejores físicos nucleares del país. Instituto que lleva, precisamente, el nombre del físico José Balseiro, designado por el gobierno peronista para fiscalizar las actividades de Richter. La moraleja no pasa porque Richter fuera o no un embustero con su teoría de la fusión nuclear (es algo que hoy todavía se discute) sino que la Argentina se propusiera impulsar estatalmente el desarrollo atómico, meta que se logró aunque en una proporción menor a la deseable. En 1955, el incipiente proceso de “insubordinación fundante” fue condenado, junto con Perón, al exilio.
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