Por Gisela Brito (Celag.org)
El retorno electoral del progresismo en Argentina, encarnado en las figuras de Alberto Fernández y Cristina Kirchner (CFK) es un hecho de gran voltaje político para toda América Latina. Expresa a la vez retorno y novedad. El fracaso de Macri pesará en la derecha regional e internacional que veía en él la punta de lanza del sobrevalorado “giro conservador” que debía revitalizar y extender el proyecto neoliberal, hoy fuertemente cuestionado por las ciudadanías en países que otrora fueron “paraísos” neoliberales, como Chile o Colombia. En Argentina ganó la política. Y fue la decisión de CFK de proponer a Fernández como candidato presidencial el elemento que alteró abruptamente el escenario electoral y derrumbó el mito de la infalibilidad de la “maquinaria electoral” del Cambiemos.
El oficialismo saliente montó su campaña sobre la base de la estigmatización y difamación del adversario político, lo cual vuelve previsible cuál será su posicionamiento como principal fuerza opositora. La hipótesis era que percutir sobre el rechazo a CFK (y todo el universo “K”) sería el mejor camino estratégico para correr el eje de la economía e intentar resolver la elección presidencial en un balotaje. Pero el cuco dejó de asustar como solía hacerlo y el propio Macri pasó a generar más rechazo que el “kirchnerismo”. La retórica del sacrificio, las metáforas climatológicas y la luz al final del túnel no lograron difuminar el malestar económico. Macri se retira valorado como el peor presidente de la historia por un tercio de los argentinos, con nula o baja credibilidad en 7 de cada diez y con una imagen negativa superior al 60%.
Desde la oposición tendrá ahora que enfrentar las fuerzas centrífugas de la derrota y elegir entre apostar por evitar que su alianza deje de ser una amalgama difusa para erigirse como la identidad política que represente a los sectores conservadores de la sociedad[2], o buscar volver a construir una mayoría competitiva electoralmente para lo cual necesitaría recurrir al disfraz del “centro” de cara a la opinión pública, como hizo en 2015. Y es que el límite estructural del macrismo es que su ideología, sus valores y su concepción sobre el modelo económico, que fueron quedando al descubierto en el ejercicio de la gestión, no representa ni expresa las percepciones y opiniones de la mayoría social argentina, que tiene una orientación marcadamente progresista en cuanto la ponderación positiva del rol del Estado como garante de la inclusión social, el consumo interno y la industria nacional como motores de la economía, y la movilidad social ascendente como aspiración elemental.
Alberto Fernández inaugura el tercer tiempo del kirchnerismo encarnando, precisamente, esas aspiraciones, y con el desafío de trasladar las virtudes por las que fue ponderado como el perfil idóneo para este momento histórico (solvencia y capacidad de negociación/articulación) al ejercicio de gobierno donde será clave sostener los equilibrios de poder que posibilitaron la unidad de sectores diversos del peronismo y de otras expresiones políticas que hoy lo apoyan. El marco “títere de Cristina” apuntalado por las intrigas mediáticas en torno a quién ostentará “realmente” el poder no encuentra eco mayoritario en la sociedad porque Alberto Fernández mostró, incluso antes de asumir la Presidencia, que es un dirigente con volumen propio; durante la campaña electoral vimos no solo las actividades de un candidato sino, fundamentalmente, la emergencia de un liderazgo político. El traje parecía hecho a medida, y Alberto Fernández pasó en apenas tres meses de ser un personaje conocido solamente en el micromundo de la política a fungir como virtual presidente electo en el largo periodo abierto tras su victoria en las PASO, momento en que comenzó a ser percibido como el ordenador de la política nacional. El 53% de los argentinos manifiesta sentimientos positivos frente a su figura, esperanza es el principal sentimiento que genera el cambio de Gobierno, y su imagen positiva se ubica en torno al 50%.
El clima de gran algarabía que rodea la asunción de Alberto y Cristina Fernández tiene un trasfondo político de gran calado para la democracia argentina: expresa la canalización del conflicto y el hartazgo mayoritario de la sociedad por la vía de la participación política, combinando la movilización social activa de los últimos años con un rechazo contundente en las urnas al neoliberalismo económico. Sin duda es un buen augurio para el tiempo que viene, que exige una conducción audaz y apoyo popular para afrontar las previsibles reacciones de los sectores que se perciban afectados por el “reordenamiento de las prioridades” necesario para lograr reconstruir lo que deja la -ahora sí- pesada herencia del fracaso económico de Macri.