Un informe de la Agencia Espacial Europea (ESA) precisó que ya hay 10.900 toneladas de chatarra espacial sobrevolando a más de 500 kilómetros sobre la Tierra, por lo que expertos argentinos proponen acciones como «aprobar una legislación internacional» para regular la actividad y mejorar la sustentabilidad de la industria espacial.
En el documento difundido el 11 de agosto, la ESA detalla que, desde el inicio de la carrera espacial -en 1957, cuando se lanzó el satélite ruso Sputnik-, ya se pusieron en órbita 15.760 satélites. De esos, la mitad continúa funcionando y la otra parte, inactiva, se habría convertido en chatarra.
La mayoría de estos residuos hoy sigue orbitando, con riesgo de impactar contra otros objetos operativos (de hecho ya se registraron 640 explosiones y colisiones en las últimas seis décadas) o, en algunos casos, caer en la Tierra, en medio del océano o en una zona poblada.
El fenómeno se convirtió en un gran tema de debate. Las principales agencias del mundo, como la NASA, de Estados Unidos, y la ESA, de Europa, junto con organizaciones no gubernamentales como la ONU y empresas privadas, impulsan acciones que van desde la implementación de leyes internacionales para regular la actividad, hasta el desarrollo de misiones sustentables.
La Argentina acompaña estas iniciativas desde la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (Conae), que representa al país ante la Comisión sobre la Utilización del Espacio Ultraterrestre con Fines Pacíficos (COPUOS), de las Naciones Unidas (ONU).
No obstante la problemática tuvo un crecimiento exponencial a partir de 2007, cuando China disparó un misil desde la Tierra para romper en pedazos un satélite propio, a unos 860 kilómetros de altura, con el propósito de demostrar su poder bélico.
Dos años después se produjo el primer choque accidental, a 776 km de altitud, entre dos satélites, uno de comunicación estadounidense, de una empresa privada, el Iridium-33, y otro militar ruso, Cosmos 2251, fuera de servicio. Ambos eventos produjeron una enorme cantidad de basura que aún continúa orbitando y amenazando a otras misiones. A las altas velocidades a las que giran (27.000 kilómetros por hora), incluso los fragmentos más pequeños tienen un alto poder destructivo.
«Los desechos representan hoy el mayor porcentaje de los objetos que orbitan la Tierra y los estudios de su proliferación indican que, de no existir planes de acción para subsanar la situación, el efecto de las colisiones en cascada transformará el ambiente espacial en un lugar inhabitable para cualquier misión», advirtió Cecilia Valenti en su tesis de maestría de la Universidad Nacional de La Matanza, para la cual diseñó un software que mide el riesgo por colisión con desechos espaciales.
Marcelo Colazo, doctor en astronomía y gerente de Vinculación Tecnológica de la Conae, indicó que «además del crecimiento de la basura espacial, en los últimos años aumentó la cantidad de satélites operativos, de agencias espaciales pero sobre todo del sector privado, con mega constelaciones», como Starlink, que ya supera los 3 mil satélites.
El problema más grande está en las órbitas bajas, a una distancia de entre 500 y 1000 kilómetros de la Tierra, donde se concentra la mayor parte de los satélites operativos y los desechos. Allí también se ubican las misiones argentinas.
«Hace décadas empezamos a usar un recurso que parecía infinito, pero que ya no lo es. Si queremos desarrollar una actividad sustentable en el espacio, tenemos que encarar este tema con responsabilidad», finalizó Colazo.
Desde 1994, cuando se aprobó el primer Plan Nacional Espacial de la Argentina, la Conae desarrolló seis satélites de Observación de la Tierra. También desde el ámbito estatal, la empresa ARSAT fabricó dos de telecomunicaciones. Actualmente cuatro de estos aparatos (la serie SAC de la Conae) finalizaron su vida útil y continúan en el espacio.
Lucas Bruno, subgerente de Operaciones y Estaciones Terrenas de la Conae, dirige un equipo de profesionales encargado de operar los satélites nacionales y de protegerlos en caso de que se vean amenazados por el impacto de una chatarra. Además, su función es alertar a las autoridades locales cuando uno de esos desperdicios puede impactar sobre la superficie terrestre.
«Cuando un satélite deja de estar operativo cambiamos su órbita para que, de a poco (en un proceso que puede llevar entre 5 y 30 años), vaya reingresando a la atmósfera. Cuando llega a unos 200 kilómetros de altitud, empieza a consumirse por fricción y, en general, se destruyen todos sus componentes», informó, aunque reconoció que algunas partes que son muy resistentes pueden llegar a la Tierra.
«Por esta razón hacemos un monitoreo constante de la chatarra espacial, con información provista por la ESA y la Fuerza Aérea de Estados Unidos, y reportamos posibles riesgos a los organismos de protección civil», señaló.
También se utiliza esta información de las agencias internacionales para esquivar chatarras. «En base a modelos de simulación, podemos proyectar las órbitas de acá a siete días, evaluar el riesgo de que impacten contra uno de nuestros satélites y planificar maniobras de ascenso y descenso para sortear los desechos y extender la vida útil del satélite», añadió Bruno. El monitoreo se realiza sobre chatarras que miden más de 10 cm3.
Laura Moreschi es argentina y desde hace dos años se desempeña como ingeniera de Orbitas y Misiones de la Dirección de Observación de la Tierra de la ESA. Forma parte de un equipo de cinco ingenieras que asisten las misiones de la serie de satélites Copérnico, que genera información sobre el clima. Una de sus tareas es estimar el combustible que va a utilizar cada satélite durante los 12 años previstos para su vida útil.
«Una de las variables que tenemos que calcular es el gasto de combustible para evitar la colisión con chatarra espacial», indicó. Sucede que si bien los satélites cumplen gran parte de sus operaciones con energía solar, la propulsión de los motores utiliza hidracina, un combustible líquido imposible de volver a cargar en el espacio.
Moreschi se refirió a la necesidad de comenzar a poner en marcha acciones que mejoren la sustentabilidad de la industria espacial y regulen la actividad.
«Es urgente aprobar una legislación internacional. Hoy no existe una norma de carácter obligatorio que indique qué cantidad de satélites se puede poner en el espacio y qué hay que hacer con los objetos que ya están dando vueltas. Incluso cuando reingresan los satélites, y se intenta que caigan en el océano para evitar el riesgo sobre zonas pobladas, estamos generando un cementerio en el mar, sin saber las consecuencias. Obviamente no es una solución de largo plazo», dijo.
Con la mirada puesta en el futuro, la ingeniera sostuvo que se están proponiendo diferentes iniciativas innovadoras:
➤ La primera de ellas apunta a modificar la estructura de los satélites, para que se puedan arreglar en el espacio, cambiando piezas averiadas para extender su vida y evitar que se conviertan en chatarra.
➤ Otros proyectos se vinculan con el diseño de misiones que viajen hasta el espacio para recolectar los desechos, reingresarlos a la Tierra y reciclarlos.
➤ La tercera iniciativa consiste en equipar a los satélites con ganchos, que permitan remolcarlos y reingresarlos a la superficie terrestre.