Para poder llegar, hay que saber adónde se quiere ir. Salvo, claro está, que se viaje, como decía Unamuno, no para buscar el destino, sino para huir de donde se parte. A menudo al ser humano suele ocurrirle precisamente ello: huye de las circunstancias que le son adversas, pero la suerte no suele ser condescendiente con quien se fuga desaforadamente, sin planes o sin el sosiego o templanza que demandan las circunstancias. La desesperación del náufrago no es buena compañía.
No puede hacerse lugar al pesimismo crónico, naturalmente, porque el quejido aun cuando parece atenuar el dolor, de seguro no termina con la enfermedad. Para ser más precisos: en vano se lamenta el hombre de manera constante ante una dificultad. El quejido tiene un propósito además de ser respuesta natural al dolor: la reacción ante el golpe que prepara la acción para salir de su consecuencia. Pero cuando se hace permanente, es triste canción de la melancolía (entendida como patología depresiva y no nostalgia poética).
Pero es bueno quejarse a veces, siempre y cuando no se torne costumbre, porque el quejido permite al observador saber cual es la causa del sufrimiento. En este caso, puede decirse que la queja permite el diagnóstico, parte primera y nada desdeñable para sanar las heridas. Decía Ovidio que “el alma descansa cuando echa sus lágrimas y el dolor se satisface con el llanto”. Nada más cierto.
Lo que no puede hacer el ser humano, so pena de zambullirse en eso que se llama la noche del alma, es quedarse a quejarse. Menos, huir despavorido sin saber adónde quiere ir.
Al ser humano argentino, a muchos al menos, le ocurre que huye sin saber hacia dónde lo lleva la vida. En un tiempo huía hacia Norteamérica, luego hacia Australia, más tarde a Europa. Si no lograba ser un emigrante, al menos huía soñando con esos lugares en donde, la información, les decía que eran paraísos.
Cuando ya no hubo escape, porque las puertas se cerraron o porque en realidad los paraísos también se volvieron un poco infierno, el argentino huyó hacia sus adentros. Es lo que sucede hoy, en opinión de quien esto escribe, con muchos en este suelo. Huyen hacia el interior, pero no planificando en el marco de la introspección positiva. Por eso es que hay tantos en soledad (aunque estén acompañados); otros que han perdido el sentido de la solidaridad (porque ella no se completa llevando un paquete de arroz a un recital); se ha erigido el enojo como patrón social, etcétera.
Lo preocupante es que muchos argentinos hayan decidido huir al letargo, que acepten sin más a la dificultad que deviene de una corporación dañina, que somete al conjunto y lo arroja a la penuria. Y se torna preocupante no ya sólo en cuanto a la indiferencia por el destino del otro, sino que no hay compromiso con la propia sangre descendiente, esto es los hijos y los hijos de los hijos. No se trata de expresar que la resignación se generaliza, pero…
Claro, hay un sector social sin capacidad para accionar, porque se le ha quitado la de reflexionar. El sistema, del que forma parte la corporación por todos conocida, se encargó mediante la mala alimentación y la no educación de hacer involucionar ciertos cerebros. Pero… ¿y aquellos que aún pueden pensar, esa clase media que no lo es por su capacidad económica sino por la intelectual? Tal vez esté cansada, extenuada, o haya decidido que es imposible luchar contra el “sálvese a sí mismo” y haya huido hacia la depresión de las masas, ese estado de melancolía social quieta, quejosa, que impide hacer para volver a ser.