Si se descuenta una floja convocatoria de público debido a la crisis generalizada que no dejó costas sin asolar, en materia de cine en Argentina, 2009 fue un año con una considerable cantidad de estrenos, ya sea en salas y en fílmico o en su más modesta aparición en DVD. Se contabilizaron 180 películas extranjeras y la nada desdeñable cifra de 76 argentinas estrenadas hasta el último jueves.
Como ocurre a menudo, hubo todo tipo de títulos, mucho cine comercial, buena parte con pretensiones estéticas de elaboración –algunas más o menos logradas– y una porción menor de films decididamente artísticos que, como es habitual, no estuvieron exactamente entre los éxitos de taquilla.
Desde Francia y Bélgica llegaron dos de los films más interesantes del año, de autores que no están precisamente en el candelero pero que vienen consolidando una obra profunda y reflexiva sobre una serie de problemáticas que padecen las naciones del primer mundo europeo, o mejor sería decir que padecen quienes llegan desde otros lugares a esa “tierra prometida”. Del francés Laurent Cantet, que ya había deslumbrado con Recursos humanos y la magistral El empleo del tiempo, se pudo ver Entre los muros, un film lleno de interrogantes rodado íntegramente en el interior de una escuela secundaria parisina a la que asisten jóvenes hijos de inmigrantes. De una factura casi documental pero a la vez una intensa ficción, el film pone en evidencia la imposibilidad de integración de estos jóvenes aun en una institución progresista y llena de buenas intenciones; Entre los muros desnuda la hipocresía que tiñe la política social de las otrora naciones colonizadoras hacia los hijos actuales de esos países sojuzgados.
Los hermanos belgas Jean Pierre y Luc Dardenne (La promesa, Rosetta, El hijo) redoblaron su apuesta sobre la inmigración y el abandono de los parias locales en un relato directo y atravesado de referencias al egoísmo generado por las “mieles” del neoliberalismo. Temas caros en todos sus films, en El silencio de Lorna, la relación entre una muchacha albanesa y un drogadicto belga tiene ribetes de fábula descarnada sobre la desolación de cuerpos y espíritus; un film donde la cámara, siempre en fuga hacia delante con los personajes, se vuelve testimonio de la exasperante necesidad de afecto que estas criaturas padecen.
My Winnipeg, del canadiense Guy Maddin (Drácula: Páginas del diario de una virgen) fue una de las sorpresas gratificantes del año (se pudo ver en la reinagurada sala Arteón). Iconoclasta e inclasificable, Maddin acomete en My Winnipeg una travesía por su memoria y por su infancia en su ciudad de origen (la del título). Con recursos que abrevan tanto en lo onírico como en majestuosas imágenes documentales, Maddin revisa su ser en tanto resultado de sus vivencias y recuerdos del pasado. Al uso de una memoria expresionista –gran parte de su cine es deudor de esa estética–, My Winnipeg es un relato autobiográfico en el que la melancolía imprime el tono fantasmático donde la conciencia merodea el lugar de la infancia.
Del mismo modo, es decir, en un relato autorreferencial, casi un homenaje al cine y a cómo fue delineando su perfil emotivo y artístico, Pedro Almodóvar estrenó Los abrazos rotos. El nuevo film del autor de Volver y La mala educación es una bellísima y a la vez trágica historia de amor, en la que se pone el dedo en la llaga sobre la imposibilidad de amar para siempre. Suerte de melodrama noir, haciendo jugar varios de sus tópicos preferidos, Los abrazos rotos modela un par de relatos paralelos para darle carnadura al principal. Pero tanto se tiñen unos a otros en sus citas que terminan conformando un puzzle de educación cinéfila, desde el ineludible reconocimiento a Rossellini como a la parodia de sí mismo en un film que el protagonista rueda dentro de Los abrazos rotos. En síntesis, un Almodóvar en estado de pureza.