Nunca pude hablar de Alma Maritano. Ni escribir una línea. Sólo algunas palabras mezcladas antes del llanto. Ahora creo que puedo, pero no sé. Pasaron cuatro años y creo que tengo que decir algo sobre ella, que de alguna u otra forma es hablar de mí.
Llegué al taller con 14 o 15 años, uniforme de la escuela. Era en una oficina en calle Mitre y se subía una escalera. Y ahí pasábamos varias horas, una vez por semana. Creo que yo era la más chica y me daba mucha vergüenza mostrar lo que escribía. Una especie de nudo en la garganta que se iba armando, mientras ella leía, como solo leía ella. Y después esperar su aprobación que no siempre llegaba. Pero cuando llegaba ese día se transformaba en felicidad.
En esos días, cuando llegué al taller, Alma daba Rayuela y yo me enamoré de Cortázar. Tenía un libro que era el Cuaderno de Bitácoras, con los apuntes y borradores del autor. Y dibujos. Yo lo agarraba del escritorio antes de que empezara la clase y lo miraba. Un manuscrito que aparecía como los secretos de un autor al que había que descifrar. Cuando Alma murió, más de treinta años después de ese día, Gabriel, el hijo de Alma me dijo que fuera a la casa de ella y me llevara los libros que quisiera. Durante muchos días no pude hacerlo y fui la última en ir junto con Sandra Siemens. Encontré algunas cosas maravillosas, entre ellas el Cuaderno de Bitácoras.
La enorme biblioteca sigue en mi memoria. A veces de noche recorro la ubicación de los libros. La parte de abajo donde vivía Rocambole, de Ponzón du Terrail que seguramente alguien se llevó.
Alma me enseñó casi todo lo que salía de los libros, pero también me regaló su obsesión y su eterno estado de maravilla por las cosas que amaba. Con ella leí a Simone de Beauvoir, y a veces lamento que ella no haya podido ser parte de esta ola feminista. Imagino su puño alzado con un pañuelo verde, veo sus tetas pintadas, la veo llena de glitter porque si bien ella murió, jamás se dio el lujo de ser vieja.
A mí me tocó acompañarla durante más de tres décadas a hablar con las delegaciones de estudiantes de las escuelas que llegaban a Rosario gracias a El Visitante. Generaciones de pibes y pibas que por primera vez ingresaban a la literatura de la mano de ese libro. Cuando se cumplían 25 años de la publicación, estábamos juntas en el stand de Colihue en la Feria del Libro de Buenos Aires. De pronto la descubrían y ella empezaba a estampar su firma como si el tiempo no hubiese pasado.
Con Alma conocí a Saramago, primero por su obsesión por su literatura. En su taller leí y analice todas sus novelas. Después lo conocía en persona y lo vi varias veces. A él y a Pilar, su compañera a través de Alma. Ella iba a Buenos Aires invitada por ellos, y nos llevaba a algunos de nosotros. También fue a Lisboa y compartimos tallarines caseros en su casa cuando fue el Congreso de la Lengua. Ella amaba a ese hombre que hablaba con ese portugués raro. Nosotros, los alumnos también.
Tengo muchas grabaciones con la voz de Alma que no volví a escuchar. Incluso muchas fotos de viajes. Una en una cueva del Sacromonte que está pintada de azul y donde con sólo pisarla se sintió una bailaora.
También tengo su voz en la cabeza. La escucho una y otra vez. El recuerdo de sus manos con uñas cuadradas, su pelo poquito, y su torbellino de palabras cuando algo la emocionaba.
Alma fue la gran inspiración. Fue la biblioteca eterna. Fue una autora que jamás envejeció. Fue una parte de mi vida enorme que se quedó adentro y nunca se fue. Y el refugio donde me guarezco de la tristeza esos días en la que recurro a sus libros y a los recuerdos para seguir. Alma fue mi maestra, mi amiga. Y quién abrió la puerta de un mundo repleto de belleza. Poesía, tango, opera y que se yo cuantas otras cosas más que viven en mí y tienen esa voz inconfundible que nunca deja de hablarme y que se quedó un poco conmigo.