Por Mariano Fusero / Cosecha Roja
“Una cosa es legalizarla para el que vive en Palermo y se junta con amigos a ver Netflix y fumarse un porro y otra cosa es el que vive en una casa de chapa, con piso de barro, sin baño”, dijo sin sonrojarse la futura diputada provincial santafesina Amalia Granata en la mesa de Mirtha Legrand.
Opiniones como las de Granata no sólo se reproducen desde la ignorancia, sino que claramente están dirigidas a captar la simpatía electoral de un sector de la población deseoso de ver representado su odio hacia la pobreza, migrantes, mujeres y cualquier otro grupo históricamente vulnerado. La derecha eclesiástica tiene en claro su público cautivo y cuanto más bestial es el mensaje, nuevos adeptos se sienten representados en su estrategia de segmentación electoral. Un público que repele cualquier otra información que no le sirva para fundamentar su odio preexistente.
El ejercicio de los derechos humanos no puede ser clasificado por estratos sociales, donde determinadas clases o grupos puedan gozar de los mismos mientras a los “otros” se los condena a un estado salvaje de vulneración sistemática y violencia institucional.
Es una división absurda de castas de quienes anhelan aquellos privilegios de una sociedad predemocrática, donde la calidad de ciudadanos estaba reservada a algunos que detentaban el beneplácito del poder religioso y feudal, mientras que a los negros, esclavos, extranjeros, indios, mujeres y cualquier “otro” construido en el contexto hegemónico era relegado a la condición de simples existencias carentes de derechos y pasibles de toda explotación utilitaria por la casta dominante.
Los derechos a la libertad, autodeterminación personal y soberanía sobre nuestros propios cuerpos, como el ejercicio de cualquier otro derecho humano, no resiste de divisiones clasistas aporofóbicas.
La prohibición del cannabis, como de tantas otras sustancias, estuvo íntimamente ligada a estrategias de control social, represión y encarcelamiento masivo de personas en situación de pobreza y exclusión social.
No resulta raro, desde este punto de vista, que determinados discursos trasnochados –como el de la diputada santafesina o de la Gobernadora de la Provincia de Buenos Aires– pretendan que una eventual reversión histórica de este proceso mediante la legalización sólo abarque a determinadas clases favorecidas en desmedro de las comunidades principalmente afectadas y apremiadas por la violencia prohibicionista. Son conscientes en mantener ciertas facultades de control social represivo hacia comunidades postergadas y el negocio narco bajo la administración de las mafias policiales.