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Aquellos días felices

“Filiololguingalvanpasarelaytarantiniardilesgayegoymaradonabertonirramondiazykempes”. Los campeones del 78 más las estrellas del juvenil 79. Por supuesto, no está el Hueso Houseman. Cuando tenía cuatro años, en el 73, imaginé su magia en la voz del Gordo Muñoz. Pero ahora, en el Mundial de España del 82, está el Pelado Díaz, un goleador como no habrá otro; y Diego, claro. Y, sobre todo, está Passarella. Daniel Alberto. Cómo se puede perder con un jugador así en la cancha. Que se llama igual que yo. Sí, yo… Daniel Alberto, el número seis, el capitán. Y mi equipo gana, golea y gusta. Y levanta copas. En la tele y en la radio, pero también en la Liga y en el baby de mi pueblo. Es un mundo perfecto. Nada puede salir mal.

Todo empezó con la albiceleste en el 74. Un planeta de colores mágicos que la tele gris contrasta para que todo encaje perfecto. La ceremonia inaugural, aquellas pelotas con dibujo pentagonal, gigantes, cortadas por la mitad sobre el césped. Se me viene otra foto: sentado frente a la pantalla, la final Alemania-Holanda. Mi memoria no lo retuvo en ese momento, lo sabré luego: sacó Holanda, la tocaron casi todos los hombres de naranja y Cruyff metió un arranque fantástico que fue penal y gol. Un gol de equipo, donde la estrella juega para el conjunto. De nada sirve, me dijeron. Sólo sirve ganar. Aunque esos hombres naranja nos dieron un baile memorable unos pocos días antes.

Aparecen otros flashes: fui el Pato Fillol –no habrá ninguno igual– cuando atajé en el campito de la esquina de mi casa. La banda roja rompió el maleficio en el 75. El Loco Gatti, con pantalones largos, buzo argentino y gorro para soportar la nieve de Kiev está en la tele de la casa de mi tío, uno de mis cuatro tíos, todos hinchas albicelestes, de Racing (fue cuatro días antes del Golpe del 24 de marzo del 76 supe después, con la Selección de gira por Europa del este).

Nos asombramos con mis compañeros en el Club Deportivo Nogoyá cuando Pernía le bajó un diente al escocés Johnstone en la serie del 77 que la Selección jugó en la Bombonera: fue empate. Llegó el 78: 25 millones de argentinos jugaremos el Mundial. Papelitos. Clemente. La final. Campeones. La caravana triunfal en el 404 amarillo de mi padre. En el arco del fondo de mi casa fui, todo el tiempo, el Hueso gritando desaforado el gol a Perú. El Millo no paró de sumar campeonatos, ahora también con el Matador Kempes y, al fin, con René Houseman.

El 2 de abril del 82 mi padre me despierta temprano: recuperamos Malvinas. Mi madre alerta: esto termina mal. Voy a la escuela y escucho radio Colonia con el auricular encanutado, como las peleas de Falucho Laciar o los partidos de Vilas. Cada día se juega contra los ingleses. Las bajas (los muertos), los aviones derribados, los barcos tocados o hundidos son goles. A favor y en contra. Hasta el 14 de junio. Nos rendimos. Perdimos. Un tiempo después la dictadura será expulsada y se conocerán sus crímenes. Pasarán años hasta que los héroes de Malvinas sean héroes.

En la cancha, en paralelo y en España, el mejor plantel albiceleste de la historia no encuentra el camino. Perdemos con la amarreta Italia. No puede ser. Igual nos queda Brasil, también el mejor de la historia, el de Telé, aunque nunca tendrá un título. Nos meten tres. Diego, impotente, se va expulsado. El Pelado clava un gol increíble, al ángulo. De nada sirve. Aquel día no lo veo por tele ni lo escucho por radio. Una penitencia por indisciplina me manda al patio de la escuela a cavar tierra una hora y media.

Vuelvo a casa y me entero de la derrota por la pantalla, ahora sí, a todo color. Todo el resto es gris: el fútbol poco a poco dejará de ser el picado diario. La Oral Deportiva de Rivadavia de cada atardecer con mi padre -por quien me hice de River- se volverá recuerdo, El Gráfico de cada miércoles estará cada vez menos en mis manos. Ya no habrá superhéroes. Sólo unos pocos triunfos y muchas, muchísimas más caídas de las cuales reponerse.

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