La alegría en el rostro de Messi es incomparable. Es la misma que seguramente recorrió cada rostro argentino en la inolvidable noche del seleccionado albiceleste en el Maracaná. Campeones otra vez, para romper una racha de 28 años que dolía, angustiaba, frustraba. Y que ese título esquivo se consiga en Brasil, en el mítico Maracaná, tiene un valor extra incalculable.
Scaloni metió cambios, algo que en la previa no parecía ser lo aconsejable. Arriesgó con Romero, para tener más firmeza defensiva aunque el defensor de Atalanta no estuviera en plenitud. Le devolvió la confianza a Paredes, aunque con Guido Rodríguez había mejor equilibrio defensivo. También cambió los laterales. Pero el cambió más lógico y a la vez más cuestionado fue el ingreso de Ángel Di María.
Nadie dudaba que el rosarino del PSG era uno de los mejores jugadores argentinos del torneo. Pero su valor parecía estar emparentado con ingresar en el complemento, donde su velocidad causaba estragos en defensas más cansadas. Scaloni pensó distinto, y acertó.
Argentina no fue tan incisivo como en los inicios de otros partidos. No presionó alto, esperó un poco más. Le costó adueñarse de la pelota, aunque Brasil tampoco podía hacer mucho.
El partido estaba trabado. Difícil de descifrar. Ni Messi ni Neymar lograban destacarse, y los nervios y la intensidad eran factor común en ambos bandos.
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Hasta que De Paul tuvo una visión, y sacó un pelotazo largo para la corrida de Di María. Fiedo le ganó la espalda a todo Brasil, y definió con clase por encima de un Ederson que poco pudo hacer. Golazo para festejar con el corazón. Acierto de Scaloni, sin dudas.
El gol no cambió demasiado el trámite. Argentina estuvo bien parado y el local no mostraba argumentos para inquietar al Dibu Martínez. Y así, en la intrascendencia y con Argentina en ventaja, se fue la primera parte.
Brasil salió distinto en el complemento. Obligado por el resultado y la localía, con un Neymar más participativo y difícil de controlar, empezó a superar a Paredes en el medio y desbordó a los laterales, en especial a Acuña. Un gol anulado por off side y una gran atajada de Martínez fueron anuncios que obligaron a Scaloni a ajustar con cambios.
Hubo sufrimiento, no hubiera tenido sentido que no fuera así. De Paul se comió la cancha, la defensa bancó como pudo, y el Dibu Martínez sacó las dos que tenían destino de empate. Pudo anotar Messi en una contra, pero el destino no quiso que el título tuviera un gol suyo en la final.
Poco importó. El pitazo final fue una explosión de alegría interminable, única, que será recordada eternamente. Argentina consiguió ese título esquivo que atormentaba a todos. Chau mufa. Campeones otra vez.