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Argentina y Brasil, la génesis

Por Pablo Yurman.- En su origen, al vecino país lo condujo una aristocracia patriótica que adoptó una visión de conjunto y que en el 30 construyó el Cristo Redentor, que con sus brazos abiertos invita constantemente a elevar la mirada y los ideales.

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El 7 de marzo de 1808 arribaba al puerto de Río de Janeiro, Brasil, la formidable flota que trasladaba a la corte real portuguesa que había emprendido la huida de su país de origen con motivo de la invasión francesa. Además de la reina María I, el príncipe regente, futuro rey Juan VI, y toda la familia real, la comitiva de refugiados estaba compuesta por aproximadamente 15.000 personas, integrada por toda la nobleza y la corte real, los funcionarios y lo más granado de la intelectualidad de la metrópoli. La flota llevaba consigo, además, la mitad del circulante dinerario del reino (oro y plata), buena parte de las bibliotecas públicas y privadas existentes por entonces y el archivo de la familia real de los Braganza.

El impacto de semejante traslado y su significado en la historia de lo que con el tiempo sería el Brasil como país independiente está fuera de discusión.

Al respecto, el historiador Vicente Sierra destaca que en la travesía por el océano “…un hondo resentimiento contra España alentaba a los viajeros, que en las tertulias de a bordo planeaban la revancha”. En efecto, no debe olvidarse que la invasión francesa a Portugal necesitó de la previa autorización española para que las tropas atravesaran su territorio, lo cual se obtuvo de la corona española, sin medir que una de las consecuencias sería que tras ocupar Portugal, los franceses decidirían permanecer por la fuerza también en España. Agrega Sierra que “….en el pasaje se contaba Rodrigo de Souza Coutinho, dispuesto a ser el creador de un nuevo imperio portugués, que extendería su jurisdicción sobre toda la América hispanolusitana”. Apenas desembarcado, el príncipe regente formó su gabinete y designó a Souza Coutinho como ministro de Guerra y Relaciones Exteriores.

El impulso que supuso la presencia de la corte portuguesa en Brasil pronto quedaría en evidencia con la fundación de la Biblioteca Nacional, la Academia Militar, el Banco de Brasil e infinidad de iniciativas por el estilo, pero interesa destacar que, como dice Marcelo Gullo, “Brasil nació parido por una elite imperial con experiencia política en el campo internacional, mientras que el grupo dirigente que surgiría con la Revolución de Mayo de 1810 tendría –a excepción de Manuel Belgrano– tan sólo una experiencia política «municipal», la mínima experiencia política que podía adquirirse en la capital de un virreinato reciente y marginal” (La historia oculta, página 86).

Inglaterra cobró muy bien sus servicios a Portugal, consistentes básicamente en la escolta militar que brindó durante la travesía por el Atlántico. El embajador británico en Río, Lord Strangford, obligó al príncipe Juan a firmar sucesivos tratados comerciales por los que se liberaba el comercio entre ambas naciones. Es decir, el Brasil se abría a los productos industriales ingleses. Fue el precio que la aristocracia portuguesa tuvo que ceder para sobrevivir. Pero conservó inalterable su plan estratégico de, por un lado, conservar la unidad territorial del Brasil ante el peligro de su balcanización en muchos microestados y, por el otro, asegurado lo primero, erigirlo en la nación rectora del Hemisferio Sur.

En ese sentido, como afirma Luis Alberto Moniz Bandeira, “Brasil es la América portuguesa que no se desintegró, que mantuvo su unidad económica, social y política, al contrario de la América española, fragmentada en más de diez estados”.

Lo anterior permite aseverar a Gullo que “comprender a Brasil es internalizar que es la América lusitana que no se fragmentó y que, por lógica consecuencia, ese país es –aunque complejo y diverso– un todo y la Argentina, un fragmento. Todas las repúblicas hispánicas de Sudamérica son fragmentos de un «todo» originario. Fragmentos que intentaron crecer como totalidad, ignorándose unos a otros e ignorando, absurdamente, no sólo su pasado común, la comunión de su lengua y su cultura sino también la situación de debilidad en que la condición de «fragmento» los coloca en la escena internacional”.

Esa fragmentación que sufrió la América española y de la cual supo preservarse el Brasil es, por un lado, nuestro talón de Aquiles, pero a la vez puede constituir una ventaja si se compara nuestro proceso de integración continental con el experimentado por los europeos. En efecto, los europeos, para lograr la integración, tuvieron que olvidar un pasado en el que abundan las guerras y las matanzas mutuas. Los latinoamericanos en cambio, para integrarnos, debemos recordar lo que una vez fuimos: las partes de un conjunto relativamente armónico.

Existe acaso un símbolo que dice mucho de los caminos diferenciados que, en Brasil asumió una aristocracia patriótica con visión de conjunto y, en cambio, en el Río de la Plata condujera una oligarquía portuaria desarraigada y signada por una mezquindad de facción. En la década de 1930 aquella construyó el Cristo Redentor que con sus brazos abiertos invita constantemente a elevar la mirada y los ideales. En cambio, nuestra dirigencia portuaria (que no es el país real) optó por mandar construir un obelisco egipcio, reminiscencia de un ocultismo con olor a rancio y más propio de sociedades pensadas sólo para minorías de iniciados. Pero a juzgar por los procesos de integración llevados a cabo en los últimos años, puede afirmarse que no está dicha aún la última palabra.

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