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Aristarain y “Últimos días de la víctima”: “Nos iban a matar, pero estábamos muy embelesados”

El 8 de abril de 1982 se estrenaba en los cines argentinos el policial negro que cosechó elogios, convivió con la guerra de Malvinas y se convirtió en una pieza fundamental de la filmografía nacional con referencias a la dictadura que saltearon la censura

El 8 de abril de 1982 se estrenaba en los cines argentinos Últimos días de la víctima, el policial negro de Adolfo Aristarain que cosechó elogios, convivió con la guerra de Malvinas y se convirtió en una pieza fundamental de la filmografía nacional con referencias a la dictadura que saltearon la censura.

“Estaba clarísimo que el personaje de Federico Luppi era un sicario que estaba pago por los milicos. Había alusiones muy obvias. Hay una escena en la que Luppi estaciona el auto bajo un cartel que decía «De uso exclusivo militar». Nos iban a matar a todos, pero estábamos muy embelesados. Había que jugársela”, recordó el director de Tiempo de revancha y Martín (Hache) en declaraciones a Télam.

El impecable guion de la película nació de la primera novela de Juan Pablo Feinman, pero a diferencia de lo que suele suceder, Aristarain encontró en el escritor a un compañero de escritura lejos del vedettismo y del egoísmo para con su obra, sino que, por el contrario, se pusieron a trabajar de forma mancomunada.

“Fue la única vez que me entendí bien con un novelista. Entendió la premisa primera y principal que fue la de olvidarnos de la novela. Si seguís con ese lenguaje, perdiste. Él se olvidó, tomamos cosas esenciales y por eso pudimos trabajar los dos juntos”, explicó el director.

Sin embargo, la génesis de la obra no fue la novela, sino el rotundo éxito que había tenido Tiempo de revancha el año anterior, cuando logró estar un año en cartel y cosechar premios en Colombia, Canadá, Francia, Cuba, España y la Argentina. “Fue la primera película argentina en estar en festivales en ese período -dijo Aristarain-. Todas eran rechazas porque pensaban que eran propaganda militar”.

A los dos meses de estar en sala, Héctor Olivera le pidió al director que buscara otra historia para filmar; había que aprovechar el suceso cinematográfico para pegar otro éxito. Y apurado, en el buen sentido, por su colega, el realizador que ya había tenido un paso por producciones españolas llegó al libro de Feinman en el que un sicario (Luppi) es contratado para cometer un crimen, sin darse cuenta de que la víctima iba a ser él mismo.

“Tenía sus riesgos porque seguían los milicos en el poder y como estábamos engolosinados, metíamos varias cositas”, señaló. Además, la película presentaba unas particularmente extensas escenas eróticas y un vocabulario soez para la época, con una Soledad Silveyra que, a medio vestir, le pedía al sicario: «Cogeme, cogeme»”.

El truco que habían pergeñado para que quedaran los desnudos y el sexo era filmar las escenas extremadamente largas y, así, el censor pedía algunos cortes, pero no el total de las partes. Pese a ello, en el visionado, el censor no llegó a ver el final de la película, motivo por el cual quedó la famosa frase del personaje de Silveyra.

“Cuando íbamos por el sexto acto, nos dijo que nos vayamos. Nos fuimos corriendo como dos chicos con las latas porque no habían visto el ultimo acto, con el «cogeme cogeme». Y quedó”, rememora Aristarain.

Sin embargo, el éxito que le presagiaba a la película luego de Tiempo de revancha se chocó con una trágica realidad: seis días antes estalló la Guerra de Malvinas y el público no estaba para meterse en una sala. “La estrenamos en abril -contó-, que era ideal, y empezó la guerra de Malvinas, lo cual a nadie le interesaba. Nosotros ni fuimos a ver si iba gente o no, algo que solíamos a hacer”.

Quizá, por eso cuando se vuelve a mirar, el film emana ese tufillo patoteril de una época en la que la serpiente, como el personaje de Luppi, se termina mordiendo la cola. “En ese sentido sí, la forma de actuar de los milicos está en la película. Un desprecio total con el ser humano. Eso no lo cambiaron nunca”, apuntó.

Años después y sin saberlo, su hijo Bruno estaba buscando departamento y cayó, por un aviso, al del escritor Hernán Lucas (que casualmente había escrito una novela de ficción sobre el rodaje de la película), quien vendía el suyo justamente en el mismo edificio donde se filmó la película, en la calle Yatay, algo que sorprendió y causó gracia al propio Aristarain, que acompañaba a su hijo en la visita al inmueble.

Pese a ser una obra revisitada y estudiada por el mundo del cine, a 40 años de su estreno Aristarain no le suma ni le baja el precio. Para él fue una película más, con un rodaje en el que la pasaron «muy bien». «No tengo la menor idea de qué significó la película para el cine argentino ni para mi filmografía. Eso se lo dejo a los historiadores. Fue una película hecha con los medios que teníamos», dijo.

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