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Arquitectura hostil: cómo las ciudades expulsan y desapropian el espacio público a grupos sociales

Bancos con apoyabrazos metálicos que no permiten recostarse y materiales punzantes debajo de los puentes que impiden refugiarse de las condiciones climáticas son algunos ejemplos de la “arquitectura hostil”, un tipo de diseño urbano cada vez más presente en las ciudades de Argentina y del mundo

Clara Olmos

Bancos con apoyabrazos metálicos que no permiten recostarse, materiales punzantes debajo de los puentes que impiden refugiarse de las condiciones climáticas y bolardos similares a balas de cañón que minan el espacio son algunos ejemplos de la “arquitectura hostil”, un tipo de diseño urbano cada vez más presente en las grandes ciudades de Argentina y del mundo, que especialistas consideraron como “deshumanizante” al propiciar la expulsión y segregación de determinados grupos sociales del espacio público.

Tras los pasos de ciudades de España, Reino Unido, Japón, Estados Unidos y Canadá, entre otros países, distintos lugares en la Argentina tienen cada vez más ejemplos de esta arquitectura, para algunos denominada “defensiva” y para muchos otros “hostil” o “desagradable”.

Lo cierto es que se trata de una tendencia en el diseño urbano a partir de la cual se construyen o modifican mobiliarios con el fin de desalentar su utilización “indebida”: modelos sutiles –y a veces ni un poco– de control social, que criminalizan ciertas conductas bajo la idea de la higienización, la seguridad y la modernización citadina.

“En verdad es una política deshumanizante y agresiva que manifiesta a través del diseño de estos materiales físicos una intolerancia a determinados grupos que demandan un lugar en el espacio público”, expresa la arquitecta y activista por los Derechos Humanos, Ana Falú.

Muchas veces desapercibida, asegura, la arquitectura hostil está contribuyendo “a una sociedad elitista y de iguales, no en términos de derechos, sino en el sentido de que la otredad no tiene lugar”.

“Esto responde a un mundo de la privatización y un individualismo galopante, donde el concepto de espacio público, que presenta cortes sociales y raciales, deja de ser colectivo y de albergar al conjunto de la sociedad”, agrega Falú.

El objetivo principal es invisibilizar la pobreza

El diseño de bancos es una de las formas más universales de aplicar la arquitectura hostil: asientos de puro cemento que simulan ser mullidos, bancos tubulares o con extrañas formas geométricas, con apoyabrazos de materiales punzantes que no sólo imposibilitan acostarse sino que también delimitan el espacio de lo individual; o la sustitución de asientos por “apoyaderos” verticales en las estaciones de subte, por sillas individuales en plazas o, directamente, su eliminación del ambiente público.

“Son diseños que no brindan el espacio público para que la ciudadanía encuentre su descanso, sino todo lo contrario, son anticonfort”, asegura la arquitecta y reflexiona sobre cómo se imposibilitó pensar en “un espacio público por fuera de la productividad y el consumo”.

“Es evidente que el objetivo principal es invisibilizar la pobreza, pero también es limitar todas las cosas que se pueden hacer, por ejemplo, en un banco: leer, tomar mate, dar de amamantar, besarse, jugar”, señala por su parte la abogada y docente, Claudia Cesaroni.

En su libro titulado Ciudad Carcelaria, realizado junto al periodista Matías Bustelo, la muralista Lena Casati y la fotoperiodista Claudia Conteris, se propuso denunciar el modo en el que, a través de estas modificaciones mobiliarias, se convertía lo bello y confortable en un espacio expulsivo e incómodo, adoptando “el estilo carcelario de lo gris, lo hostil y expulsivo”.

En el libro los autores advierten el creciente deseo de crear ciudades como entornos controlados –cada vez más por estos diseños y menos por personas–, bajo una impronta “punitivista y de la seguridad”.

“Una ciudad segura, en verdad, es aquella que resulta habitable para que esté llena de personas, que circulan y la cuidan”, señala Cesaroni.

La arquitectura hostil se expande cada vez más por ciudades de todo el país

La arquitectura hostil cada vez se expande por más lugares del país, como la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, algunas ciudades del conurbano bonaerense y las provincias de Mendoza, Entre Ríos, Córdoba y Santa Fe, entre otras.

Sus efectos “más agraviantes”, coinciden las entrevistadas, los padecen quienes están en situación de mayor vulnerabilidad.

“En ocasiones resignificando demandas genuinas de las personas, de que un barrio esté más lindo o más cuidado, terminan derivando en formas de limpieza social de quienes viven en situación de calle o venden de manera ambulante”, asegura por su parte Jorgelina Di Iorio, psicóloga e investigadora del Conicet y miembro de la Asamblea Popular por los derechos de las Personas en Situación de Calle.

Desde allí cuenta acerca de la colocación de pinches o alambres que buscan impedir que se recuesten en las rejillas de ventilación o bocas de los subtes en las épocas de bajas temperaturas, o la “sobre-iluminación” con reflectores de determinados lugares donde solían resguardarse de las situaciones de violencia a las que resultan expuestos, o sistemas de agua que estratégicamente se prenden para que nadie permanezca.

Releer la ciudad en clave de un espacio público habitable, inclusivo y bello

En contrapartida del diseño hostil, si bien afirma que “no hay que buscar hacer amigable la ciudad para vivir ahí”, la psicóloga destaca la importancia de ciertos mobiliarios públicos que responden a “necesidades bien concretas de las personas en el espacio público”, como baños públicos –que “hay en cualquier ciudad del mundo”–, bebederos o puntos sanitizantes.

“Durante la pandemia se habilitaron cabinas sanitizantes móviles, por ejemplo. Me pregunto por qué no quedan estos elementos que son una respuesta para el higiene de todas las personas, no únicamente para quienes están en situación de mayor vulnerabilidad”, señala.

“El tema que se plantea es cuál es la concepción del espacio público: si se cree que tiene que privatizarse y pagar para usarlo o si debe ser un lugar compartido por el conjunto de la población y donde se puedan cruzar distintas clases sociales y etarias”, reflexiona el arquitecto y ex decano de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires, Jaime Sorín.

“Parece que el espacio público es cada vez más un lugar para aislarse. Tenemos que volver a ocuparnos del concepto de la convivencia, es decir, lo público como un lugar donde la gente pueda encontrarse”, asegura.

En ese sentido, el arquitecto destaca que, frente al diseño hostil, hay que “poner en el centro la participación de la comunidad”, desandar el camino de la arquitectura hostil para releer la ciudad en clave de un espacio público como un lugar “habitable, inclusivo y bello”.

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