Una vez culpable, culpable para siempre, esa sigue siendo la máxima de los devotos de la justicia argentina. El delito es algo que se lleva en la sangre, en el tamaño de las orejas, en las neuronas, en el lenguaje. El sistema penal sigue aferrado al siglo XIX y cuando empieza a moverse de ese lugar aparecen nuevos actores profesionales y movimientos sociales que insisten en dejarlo en el mismo lugar. El asesinato es algo que se lleva en la naturaleza, no hay cultura allí y por eso tampoco habrá redención. La cultura está para certificar la naturaleza atávica que llevamos adentro, para dejar tranquilos al resto de los mortales y lavarles de culpa y cargo también.
Carlos Busqued acaba de publicar un libro sobre Ricardo Luis Melogno, una persona que en 1982, a los 22 años, mató a cuatro taxistas de un balazo en la cabeza. Melogno fue entregado por su hermano después de que su padre encontrara la documentación de las víctimas en una suerte de altar que Ricardo había improvisado en un galpón para evitar que regresen sus almas en busca de venganza. Para la prensa era un gran titular: el “asesino de taxistas”. Desde el primer momento de su detención Ricardo se hizo cargo de los asesinatos. Nunca dio otras explicaciones que le valieran algún beneficio. Pero su problema fue que nunca pudo explicar por qué hizo lo que hizo. Por más que indague en su interior con ayuda de psiquiatras y psicólogos no logró averiguar las causas que lo condujeron a realizar esos hechos, por qué eligió a los taxistas, y por qué a esos taxistas. Eso lo llevó a transformarse en una persona peligrosa para siempre. Si hubiese matado en ocasión de robo hace rato que Ricardo estaría libre. Pero sus asesinatos no tienen explicación y, si no hay razón, hay locura, hay asesino por naturaleza. Detrás de un asesino en serie hay un montón de películas que certifican ese veredicto social.
Busqued escribe el libro con 90 horas de diálogos que mantuvo con Ricardo durante noviembre de 2014 y diciembre de 2015, y después de hacer entrevistas a profesionales que intervinieron en el caso, leído documentos de los forenses y recortes de diario de la época. No voy a hacer un comentario de la escritura de Busqued, autor de una de las mejores novelas escritas en la Argentina en los últimos treinta años: Bajo este sol tremendo. Los que tengan dudas de lo que digo lean ese libro y aquellos a los que les interesa el sistema penal lean Magnetizado. Es lo mejor que se ha escrito sobre la crueldad que impera en el sistema de encierro argentino. Escrito desde la perspectiva de uno de los actores involucrados, víctima de la desidia institucional, del revanchismo de clase, de la pereza teórica y la modorra institucional del aparato forense, los verdugos de la justicia argentina.
Busqued revisa la biografía de Ricardo, hecha de violencias y falta de afectos. Una madre golpeadora y espiritista que le impedía tener amigos, un padre ausente, una escuela en la estratósfera. Ricardo intentó suicidarse cuatro veces antes de aquellos homicidios. Vivió en la calle, anduvo por Brasil donde se vinculó a los umbandas, pasó por el batallón 601 como colimba y pudo zafar de Malvinas por estar preso luego de ocultar a unos soldados que estaban robando armamento. Ricardo dormía en la calle con un cuchillo o una 22 gatillada debajo de su cabeza, era un cinéfilo y le gustaba subir al techo para hablar solo, caminar durante horas por la ciudad, rumiando imágenes que no alcanzaba a descifrar.
El libro de Busqued es un libro que explora el sistema penal argentino desde la perspectiva del preso que, además de “ser un asesino serial”, los técnicos se empecinan en decir que está “loco de remate”. No todos, porque para la justicia de la provincia de Buenos Aires está sano, es decir, es alguien con discernimiento, intención y libertad y, por tanto, alguien imputable. Pero cruzando la Avenida General Paz, la justicia porteña tiene dicho que Ricardo está más loco que una cabra. Eso implica que se quede “adentro” hasta que la muerte se lo lleve. Implica, además, cócteles de Halopidol, Artane, Rivotril, Rohipnol y pajaritos macerados a base de arroz, papa, manzana o naranja para sobrellevar el aburrimiento y el tratamiento violento que los penitenciarios llevan adentro de aquellos establecimientos. Ricardo hace más de 35 años que está encerrado y hace diez años que ya cumplió su condena. Pero los psiquiatras se empecinan en mantenerlo guardado. Ricardo, dueño de una “personalidad anómala”, pasó por distintas manos, es decir, mereció todos los diagnósticos, incluso diagnósticos muy contradictorios:“bordeline”, “psicópata”, “psicótico”, “predador”, “esquizofrénico”, “autista”, “paranoico”, “persona incapaz de demostrar sentimientos”, en síntesis, una persona con “trastornos de personalidad psicopática con núcleos esquizoide”, un “paciente con cuadro delirante crónico”. Con esas fojas en su expediente difícilmente los jueces apliquen la ley, y los argentinos van a seguir durmiendo tranquilos. Peor aún, después de todo ese tiempo encerrado, sobremedicado, con toda la pasta que lleva en el cuerpo, la soledad que conoció en los buzones, le declararon una “enfermedad sobreviniente”, es decir, una enfermedad que adquirió en la cárcel (“psicopatía”) y por la cual se le impide salir. Si no estaba loco, la sociedad se encargó de que lo esté. Es la mejor profecía autocumplida. Una enfermedad que les cuelgan a todas aquellas personas que dan miedo. El miedo al linchamiento mediático. El miedo que tienen los jueces de firmar una salida transitoria o dejarlos libres para siempre porque entienden, en base a esos informes, que son potencialmente peligrosos, a pesar de que durante todo ese tiempo nunca tuvo otro “brote”, ni estuvo involucrado en hechos de violencia donde otra persona corriese riesgo. Se sabe, en este país los jueces no necesitan demasiado para negarse a firmar una libertad: si no hay un periodista indignado, o un grupo de víctimas resentidas, habrá un psiquiatra con una teoría en el bolsillo para seguir reteniendo a los presos dentro de la cárcel.
Me imagino que los psiquiatras forenses que trabajan en el servicio penitenciario deben ser gente bastante mediocre. Hablo desde el puro prejuicio. Porque si fueran gente con algunas luces y otras pretensiones económicas no vivirían de un salario estatal que imaginamos no debe ser muy suntuoso. Tendrían un proyecto de vida profesional exitoso, un consultorio caro o serían dueños de una clínica privada para estafar a una obra social del Estado. Es decir, son gente mediocre que allí, en la cárcel, se deben sentir poderosas, alguien con la capacidad de decidir entre la vida y la muerte, porque está claro que retener una persona toda la vida es decidir su muerte. Pero allí en la cárcel, los hombres mediocres son poderosos, es decir, gente muy perversa. Una perversidad disimulada por el título universitario, pero también por jueces que nunca visitan las cárceles y cuando lo hacen es para llevar a sus alumnos cual visita al zoológico, o para indignarse de la mano de los organismos de derechos humanos.
La vida de Ricardo es la vida de otro “hombre infame”. Pero la infamia de la que se habla aquí es la brutalidad de los penitenciarios, pero también la banalidad de los magistrados y forenses, asesinos de escritorio.
Hay una entrevista a una psiquiatra al final del libro que me parece la mejor síntesis para dar cuenta de la perplejidad de Busqued ante el encierro de Ricardo. Dice Busqued a una psiquiatra que parece piola si no fuera porque le pone el gancho a los informes que deja a las personas encerradas para siempre:
—¿Raro en qué sentido?–,pregunta la psiquiatra.
—No parece un asesino en serie—, dice Busqued.
—Vos esperabas un tipo con una máscara de cuero, una motosierra…
—No sé si tanto, parece más un empleado estatal que un asesino en serie.
—No está mal la imagen, pobre…
Y después de explicar por qué no parece lo que decían sus colegas, la médica agrega: “Te voy a decir más: cuando digo que fantaseo con matar, hablo de matar a una persona específica. Nombre y apellido. Una persona que conozco bien. Dos veces al mes voy a un polígono. No soy tiradora de competencia, pero me defiendo. Cada vez que voy gasto dos cajas de munición. Y cada vez que tiro, estoy pensando en esa persona. Ojo, no planteo matar físicamente, en los hechos, a esa persona. Pero cada vez que disparo a un blanco, mentalmente le estoy disparando a la cabeza. Cuatro cajas de munición calibre 22 mensuales. Si miramos los antecedentes, Ricardo cometió cuatro homicidios, y yo ninguno. Pero en la situación actual, capaz que soy más peligrosa yo. Y acá estamos, charlando.”