Por Miguel Passarini
Es un psicótico a un simulador? ¿Delira o ironiza sobre aquellas actitudes de los seres humanos que parecieran no tener explicación?. “No quiero que me cure, quiero que entienda”, dice, al tiempo que se pregunta: “Si los dos somos iguales, ¿por qué usted tiene el uniforme de cuerdo y yo el de loco?”.
Rantés habla de la “imbecilidad humana”, la explica con ejemplos a un hombre que por momentos ve tambalear su estantería de conocimientos frente a la contundencia de los dichos de otro hombre que dice saberlo todo, pero al que la sociedad tildaría de “loco”.
Algunas de estas preguntas sin respuesta son la clave que mantiene viva, vigente, la fábula de Hombre mirando al sudeste, film que en 1986 conmovió a miles de argentinos (y del resto del mundo) quienes, más allá de entender que hay otra realidad posible (no sólo la que venden desde el “poder hegemónico”), descubrían a un director de cine como Eliseo Subiela, que haría de la poesía un signo que marcaría a fuego toda su obra posterior.
La versión teatral de Hombre mirando al sudeste, adaptada y dirigida por el propio Subiela, con las actuaciones protagónicas de Lito Cruz y Alejo Ortiz, pasó el viernes por el Auditorio Fundación Astengo en el marco de una gira que pronto desembarcará en Buenos Aires.
Llevar al teatro semejante film es, ante todo, un gran desafío, y desde ese punto, el equipo eligió correr riesgos, sabiendo que las comparaciones con el film (con lo que representa) serían inevitables.
Por un lado, el director eligió montar un espacio escénico múltiple en el que conviven en forma orgánica varios ámbitos tales como la casa del doctor Julio Denis (homenaje al seudónimo de Cortázar), su consultorio dentro del psiquiátrico al que llega Rantés supuestamente desde el más allá, o el área de patología donde el singular paciente, literalmente, meterá mano en el cerebro humano para buscar esas emociones o momentos perdidos.
En primer lugar, esa diversidad de “lugares” distrae, sobre todo tendiendo en cuenta que el conflicto a narrar es mucho más pequeño, por momentos, cercano al de la mítica Equus, de Peter Shaffer, aunque con otro sentido. Lo demás, incluso los dos personajes restantes (otro paciente y Beatriz, la mujer, “la santa”, de la que supuestamente ambos están enamorados) no aportan demasiado a ese conflicto central que da para mucho más porque se trata de dos actores que pueden sostenerlo: uno con su enorme oficio (Cruz) y el otro con igual dosis de entrega (Ortiz).
Es así como los encuentros entre Rantés y el psiquiatra requieren de una intimidad que el espectáculo no ofrece (tampoco el Astengo), más allá de los homenajes al film con la música de Pedro Aznar o los guiños a la literatura. La puesta no tiene el vuelo onírico de la película, quizás algo imposible de lograr, sobre todo por lo que el film representa para la generación de la post dictadura. Pero además, porque son lenguajes incompatibles, de aristas opuestas: mientras uno se cimienta en los primeros planos y, quizás, en el despliegue de las imágenes, el otro necesita de una intensidad que la obra sólo acredita en unos pocos pasajes.
Sin embargo, un aspecto que el teatro tiene a su favor frente al cine es el riesgo, el “aquí y ahora”: si bien en unos pocos momentos la obra pareciera jugarse hacia ese lugar (el pasaje donde se recrea el concierto que en el film transcurre en Parque Lezama), de inmediato se atomiza, pierde vuelo y locura, una gran paradoja tratándose de una historia que, en ciernes, busca precisamente darle un sentido poético al delirio de un personaje, un “paciente volador no identificado” que dice llegar de otro planeta para poner a la luz la estupidez de los seres humanos.