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Bajo la influencia de Gena

Estilo, belleza y una fuerza extraordinaria para encarnar personajes atravesados por un dolor sordo, existencial, fueron la marca de fábrica de una actriz que caló hondo en el imaginario de por lo menos un par de generaciones, a juzgar por las sentidas despedidas en redes sociales tras su muerte

“Supongo que cada foto que hemos hecho ha sido, en cierto modo, para tratar de encontrar algún tipo de filosofía para los personajes de la película. Y así, es por eso que tengo la necesidad de que los personajes analizen realmente el amor, lo discutan, lo maten, lo destruyan, se lastimen unos a otros, hagan todas las cosas en esa guerra, en esa palabra–polémica y película–polémica de lo que es la vida. Y el resto de las cosas realmente no me interesan. Puede interesar a otras personas, pero tengo una mente en una sola pista. Eso es todo lo que me interesa –el amor. Y la falta de él. Cuando se detiene. Y el dolor que es causado por la pérdida de cosas que nos son arrebatadas y que realmente necesitamos”

El cineasta y actor John Cassavetes declaraba esta suerte de singular oda al amor en una entrevista con Ray Carney para el libro Cassevetes on Cassavetes, y en alusión a su película Faces, esa elocuente disección sobre los avatares amorosos sitiados por imposiciones sociales, siempre irresueltos por más empeño que se ponga. Faces (1968) ya exponía a la consideración pública el cuerpo y la cara de una mujer inolvidable, Gena Rowlands –pareja del realizador desde hacía más de una década– que en estos días, tras su muerte, resultó una de las actrices más despedidas en redes sociales, como si secretamente todos la hubiéramos amado, aun los que apenas habían visto algún título que la tuviera en sus créditos. Algo hubo en Gena que caló a fondo en el imaginario de por lo menos un par de generaciones, porque a decir verdad los films de Cassavetes siempre tuvieron una circulación restringida (para no ceñirse al más fácil “de culto”), incluidos  los que la tuvieron como protagonista.

En el libro biográfico citado más arriba, el mismo Carney cuenta que ambos tuvieron una por lo menos difícil relación de pareja, con no pocas peleas y malentendidos de diversa especie. “Ella y yo teníamos fricciones en cuanto a estilo de vida y gustos. No estábamos de acuerdo absolutamente en nada”, había admitido Cassavetes en más de una oportunidad. Ese conflicto –como espejo de cualquier pareja– fue el sustrato de buena parte de las tramas de sus películas. Eso y el amor, claro, pero en lo que tiene de imposibilidad, en el fracaso de esa idea de que dos pudieran convertirse en uno. Gena encarnaba muy bien esos personajes que ven deslizarse el amor hacia el abismo pero que no conciben la idea de que necesariamente ese deba ser su fin. Es decir, son conscientes de la vulnerabilidad de las relaciones amorosas toda vez que algunas apetencias individuales son irreconciliables con las de (un) otro. En Faces, ese fracaso es palpable, casi una realidad inapelable, más allá de los intentos de hacer funcionar las relaciones.

La forma en que Rowlands expresaba la angustia o el miedo en ese film, que fue una verdadera puesta a prueba sobre los alcances de la crisis de pareja en el medio de una marejada de borracheras, tensiones amorosas y confrontaciones ideológicas, marcó el inicio de una fructífera relación entre el director y la actriz, que destacaría notablemente en otros tres títulos posteriores (y geniales) de ambos, Una mujer bajo influencia (1974), Noche de estreno (Opening Night, 1977) y Gloria (1980). La exploración de un sistema de producción por fuera de Hollywood que Cassavetes había hecho con Sombras (Shadows, 1959) cobró una estatura fenomenal con Faces al imprimir la misma búsqueda en las disputas entre ese grupo de personajes completamente enredados en desacuerdos existenciales.

Austeridad de recursos y minimalismo en la puesta desprendían una fuerza extraordinaria para esos primeros planos del rostro de Gena, para transmitir su dolor interior, el relieve de una criatura vencida, que hasta daban ganas de abrazarla, no por lástima sino por simple piedad hacia ella y hacia uno mismo, al comprobar de forma tan explícita la fragilidad humana. Se plasmaba así una concatenación de coincidencias entre esta propuesta de un nuevo realismo cinematográfico y el alcance o reconocimiento que tuvo todo el cine de Cassavetes, que fue muy poco por fuera de los círculos de quienes veían en esas producciones otro modo de hacer cine, desprovisto de cualquier exuberancia que entusiasmara a los grandes estudios –ya el cineasta se había desencantado de Hollywood tras filmar dos títulos, La canción del olvido (1961) y Ángeles sin paraíso (1963). Los suyos fueron films que, en su mayoría, fracasaron económicamente y algo de ese fracaso se colaba irremediablemente en los personajes principales –sobre todo en Gena–, pero que mirándolos con atención, se trataba de estados mucho más plenos y honestos que los que pretendió –y pretende– instalar la industria cinematográfica norteamericana.

Se hace difícil entonces hablar de las películas de Cassavetes sin pensar en la arrasadora ductilidad de Rowlands para componer sus personajes. En Así habla el amor (Minnie and Moskowitz ,1971) y en las mencionadas Una mujer bajo influencia, Noche de estreno, Gloria y  Torrentes de amor (Love Streams, 1984), el genio interpretativo de la actriz trasladaba a sus personajes los intensos mundos interiores que fluyen en la cotidianidad, a veces hasta con manierismos y exageración, pero siempe capaces de transmitir la más genuina emoción y revelar por momentos una porosidad que lleva a pensar en las escasas diferencias entre su vida y la práctica artística, algo que además se develaba en el lugar que ella creía ocupar en esa práctica. “Siempre tuve mucha suerte, pero no me la merecía necesariamente”, había dicho en una de las ocasiones en las que recibió uno de los tres premios Emmy, distinción que sumó a las de la crítica especializada por sus roles en los films de Cassavetes.

Su personaje de Myrtle Gordon en Opening Night, como una actriz que se ve aplastada a partir de una aguda conciencia sobre la identidad, la fama, la profesión y la propia madurez, pone de manifiesto ese poder para describir las desgarraduras a que la somete la muerte de una joven fan. El film fue ninguneado en Estados Unidos hasta que Rowlands se alzó con un Oso de Plata en el Festival de Berlín. De distinto tenor pero similar en su potencia descriptiva, fue su composición en el thriller Gloria como una madre justiciera perseguida por la mafia neoyorkina, precisa en su determinación y capaz de hazañas impensadas ante una ostensible amenaza. En Gloria Rowlands tiene un destellante rol en una condensada puesta en escena de una ciudad hirviendo. Por ese mismo film, Rowlands fue nominada a los Oscar 1981 como mejor actriz sin obtenerlo y antes había sido candidata por su papel en Una mujer bajo influencia, donde da vida a Mabel, quien tras una cita frustrada con su marido para una salida, ve desmoronarse su mundo y aflorar las tensiones más inesperadas, que irán mellando su ánimo hasta hacerla presa de una inestabilidad tan profunda como peligrosa. La emotividad puesta en juego por Rowlands es aquí intempestiva y el carácter de su derrumbe es intensamente verosímil. “Me gustó mucho ese guion. Era un papel muy difícil, pero me gustan los roles difíciles”, señaló una vez Rowlands a Los Angeles Times en 2015, luego que recibió un Oscar honorario por su trayectoria.

Luego de la muerte de Cassavetes –producida por cirrosis en 1989–, Rowlands estuvo un tiempo inactiva. Un año antes había filmado con Woody Allen uno de los títulos de esa primera etapa del neoyorkino donde hizo algunos de sus films más destacados, La otra mujer (Another Woman, 1988), donde compuso a Marion , una mujer de mediana edad, profesora de filosofía que toma un “sabático” para escribir un libro y mientras lo hace escucha por un conducto de ventilación las sesiones de una paciente con un psicoanalista que va haciendo surgir en ella los fantasmas, aquellos relacionados con los propios miedos y angustias de su pasado. Su encuentro con un ex amor, la distancia cada vez mayor con un marido infiel no hacen sino despertar en Marion un sinfín de emociones nítidas y por momentos terribles, como si fueran los despojos de una existencia herida.

La interpretación de Gena es fabulosa y está atravesada por esa macerada energía que imprimía a sus personajes en los films de Cassavetes, que ante el horror de un tiempo ingrato, oponían una extraña carga de solidaridad y condena, como un obligado ritual del sacrificio. Difícil no amar a una mujer –o a esa actriz– que transmitía con esa gravitante delicadeza su declinación y caída. En La otra mujer se respiran aires cassavetianos –argumental y estéticamente– y Gena representa las transformaciones que impone una helada soledad con esa infalible maestría para mostrarse entre la duda y la culpabilidad.

Después vendrían otros títulos tal vez menores para su protagonismo, aunque su presencia siempre resultase un plus, como su colaboración con Jim Jarmusch en Una noche en la tierra (A Night on the Earth,1991) o las que hizo con su hijo Nick Cassavetes, también realizador, Cuando vuelve el amor (She’s So Lovely, 1997) y Diario de una pasión (The Notebook, 2004), esta última muy exitosa y a la que su hijo recordaría luego de que Gena comenzara a padecer alzheimer. “Logré que mi madre interpretara a una mujer mayor y pasamos mucho tiempo hablando del Alzheimer y de cómo su papel podría sentirse auténtico. Y ahora, por los últimos cinco años, ella ha sufrido esta enfermedad”, había señalado Nick Cassavetes apenas algunos meses antes de la muerte de su madre, ocurrida a los 94 años el pasado miércoles 14 de agosto.

Gena Rowlands es inescindible de las películas de Cassavetes, porque su presencia siempre estuvo ligada a la construcción misma de cada una de ellas, y fue su estilo, que con tanta sensibilidad desplegaba, lo que constituyó a esos films como la visión desencantada de la clase media (norteamericana) pero también de buena parte de la sociedad occidental. Una propuesta que Rowlands hizo palpable con sus dolorosos acercamientos a las profundidades del alma; desnudando tanto su frivolidad y sus imperfecciones, como sus deseos y miserias para dejarlas al alcance nuestro, casi para volvernos sus confidentes. Y de eso seguramente no nos vamos a olvidar así nomás.

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