Como todo hombre viejo, Eduardo Vila parece hablar siempre del pasado. Pero no. Viene del futuro y la historia no hace más que confirmarlo. En su condición de visionario presagia en versos, narra cantando y a la hora de bailar dibuja acertijos con los pies que juegan a evocar una verdad perdida. Por eso no importa el año ni el lugar. Cada vez que se abre el telón o la puerta de una milonga y entra Vila: entra el tango.
El porte, la pilcha, la experiencia, el chamuyo, la noche no alcanzan para explicarlo. Tampoco su talento creativo y una personalidad tan ególatra como seductora. Es que para soñar en grande Vila dejó crecer a su loco interno. Un loco racional que con los años –tiene 86– aprendió a andar más rápido que el tiempo. Y en ese afán por superar lo viejo radica el mito que lo convirtió en leyenda. Soñar con lo imposible, desafiar las reglas, reinventarse a sí mismo.
Da igual cuántas veces cuente la misma historia, siempre habla en futuro, de lo que vendrá. Y mientras más se indaga en su pasado, mejor se dimensiona a ese profeta alunado que fue testigo y artífice, cantor, bailarín, coreógrafo, poeta, compositor y sigue siendo, cada vez que sale a conquistar la noche, el rey de la milonga. Acá un viaje por el mundo Vila, el superhombre del tango.
Así habló Zaratustra
“Ese soy yo”, dice mientras resume la historia de Zaratustra, un profeta ermitaño que desciende de la montaña después de muchos años de soledad para compartir su sabiduría, proclamar la muerte de Dios y advertirles a los hombres que para crecer por encima de la mediocridad deberán superarse a sí mismos. Para ello, el personaje nietzscheano –un experto en lenguaje que canta, escribe poemas y no puede creer más que en un Dios que sepa bailar– anuncia la llegada del superhombre.
“Es una persona vieja que ha llegado a su fin y quiere hacer cosas superadoras para los demás. No porque sea un superhéroe sino porque superó al hombre viejo –haciendo cosas de viejo– para jóvenes”, dice Vila y señala que Nietzsche estaba loco, tanto como él: “A esta altura soy Zaratustra, un viejo que a los 86 años está peleando para ver si puede enseñarle a los demás haciendo la historia del tango como es”.
En eso trabaja por estas horas. Un unipersonal introspectivo donde desdobla su personalidad entre cuerdo y loco, entabla una discusión consigo mismo y repasa la historia del tango con tintes trágicos y de comedia.
El látigo de Valentino
La locura del tango le entró por los ojos en 1952 cuando se proyectó en Rosario la película Valentino, un éxito de taquilla estrenado poco antes en Hollywood que cuenta la vida del actor italiano Rodolfo Valentino, estrella del cine mudo y consagrado símbolo sexual en Los cuatro jinetes del Apocalipsis, un film de 1921 donde baila un tango con un látigo en una escena memorable que encarna la sensualidad masculina de su época.
En una de las butacas, un pibe de 14 años y pantalones cortos quedaba alucinado. Era Vila que nunca olvidaría los yeites de ese baile que iluminaron su meta: seducir como Valentino y conquistar el mundo con su danza latina. El sueño lo acompañó toda la vida. El tango y los escenarios también.
Quizás eso explique lo que sucede cuando sale a la pista y se da el lujo de hacer figuras de fantasía sin perder autenticidad. Para él no es un estilo sino más bien la proyección de una idea, la inspiración que atravesó su adolescencia una tarde de 1952. Ese mismo año empezó a bailar.
Era la época de oro del tango, gobernaba Juan Domingo Perón, su papá trabajaba de comisario en el Concejo Deliberante de Rosario y su hermana avanzaba con los últimos detalles de una boda que fue la excusa perfecta para su gran debut. Lo recuerda así:
-Mi viejo invitó a todos los concejales y me hizo hacer un traje de terciopelo. Esa noche me tomé todo, bailé con todas las amigas de mi hermana inspirado en Valentino y cuando llegué a casa me caí. Son las tres cosas que conservo hasta el día de hoy: voy a la milonga, bailo con todas, me pongo en curda.
Virulazo, el mago
Los años siguientes fueron de aprendizaje natural porque no había academias de baile. Estudiaba Secretariado Comercial y Arte Escénico en la Universidad Popular y en la milonga bailaba con las viejas, memorizaba lo que hacían los tipos que se destacaban y pasaba horas practicando solo, con dos palos de escoba.
A los 18 era él quien llamaba la atención de la pista y hacía exhibiciones en clubes con orquestas en vivo. Dice que tenía a la mejor bailarina de entonces: «La Muñeca, era divina, una chica seria, con novio. Ya mi intención era dedicarme a bailar”.
Su segunda gran inspiración fue otro impacto de tres minutos cuando vio a Virulazo, el mítico milonguero porteño que pesaba más de 120 kilos pero “bailaba sin tocar el suelo”. Años después, en 1983, alcanzó fama mundial como figura del espectáculo Tango Argentino.
Vila no puede recordarlo quieto, necesita pararse y mover rápido los pies para contarlo. “Era esa idea pero puesta en la manera nuestra”, dice algo agitado y vuelve a sus 18, al patio de baldosas rojas donde pasaba horas descifrando los pasos que alcanzaba a memorizar, creando una danza propia.
Paiva, el rival sano
También llegaron las disputas típicas de la época para ver quién bailaba mejor. “Las orquestas grandes tocaban en lugares importantes como el Centro Asturiano, Unión Ferroviario, Socorro Mutuo. La mayoría no sabía bailar, era más social. Pero cuando bailaba Orlando Paiva y le hacían una rueda nosotros nos metíamos y bailábamos en la rueda de él”, recuerda Vila que describe la situación como “una rivalidad sana”, aunque afirma que “la disputa era muy dura y había tensión porque se peleaban las barras”. Sin embargo representaban formas de baile opuestas.
“Paiva tenía un estilo depurado, estético y muy agradable. Pero era lenteja. Nosotros éramos otra cosa, un poco más grotescos, teníamos chispa y bailábamos más rápido. Yo era el único que salía a la pista cuando tocaba el Quinteto Real”, recuerda para hacer alarde de su velocidad en los pies.
“Rivalidad personal nunca tuvimos con Paiva. Era rivalidad de la milonga como tenía que ser”, remarca Eduardo y menciona que al final del baile las novias de ambos (más tarde fueron sus esposas) eran amigas y se iban a juntas.
Canaro en Japón
Mucho antes de ser novios, Mirta y Eduardo se juntaban a ensayar y era tal la conexión que cuando bailaron con la orquesta en vivo de Francisco Canaro llamaron su atención y fueron invitados a seguirlos en la gira por Argentina y Japón.
“Tocaron en enero del 59 en el club Sportivo América. Vieron a un tipo de 20 años con una chica de 16 y quedaron encantados de cómo bailábamos. Les dije que me encantaría ir pero a la mañana siguiente me llevaban a la Marina por dos años. Entonces a Japón fueron Gloria y Eduardo”, recuerda Vila tras mencionar otra pareja del elenco de Tango Argentino y reconocer que se quedó “caliente”.
Uno de los bandoneonista que viajó con Canaro a Japón en 1961 fue el maestro Domingo Federico, radicado en Rosario. El destino quiso que a su regreso, cuando buscaba bailarines para su orquesta le señalaran a Eduardo que ya había vuelto de la colimba y había sido nombrado asesor coreógrafo del Tango Club Rosario.
Domingueando
Federico lo citó en el auditorio de LT8. Vila tenía 24 años y varias piezas con vestuario de época preparadas con Mirta, que ya era su novia. Bailó, cantó y quedó contratado. Desde entonces acompañó a Federico en sus distintos momentos artísticos,–primero como bailarín y luego como cantor– por más de tres décadas hasta su muerte, en 1999.
“Mi mayor trayectoria como bailarín de Federico fue entre el 62 y el 70, cuando el tango todavía era el tango y en la orquesta tocaban los mejores tipos. Hicimos tres comedias musicales: La historia del tango, La vida de Francisco Canaro y Bandoneón en la calle”, resalta Vila.
“Salíamos de gira de viernes a domingos. Hasta el año 67 que me casé (tenía 29) y como necesitaba otra guita, aparte de trabajar de mañana en la Dirección de Finanzas entré a laburar de noche como Fiscalizador de Espectáculos Públicos. No podía salir a hacer más nada con el tango”.
Noches de loco
“Era el rey de la noche, un atorrante de categoría”, dice Vila que detectó a tiempo que lo consumían las madrugadas. “Ya no daba más de laburar a la mañana, a la tarde y a la noche. Tenía que enfrentar tipos que no querían garpar, empleados que eran una manga de locos, todos te querían garcar. Y peleas con tu mujer porque salís todas las noches y le hablan por teléfono que tenés otra mina; y el alcohol, los diez whiskys y los dos paquetes de cigarrillos. Cuando llegabas a los 45 años ya no valías dos mangos”, pensó Vila que se adelantó al tiempo y se jubiló con dos sueldos jerarquizados como inspector y jefe.
“Tenía el 55% de incapacidad ventilatoria por mi asma y necesitaba el 66% para jubilarme. Todos querían mi cargo y yo me quería ir. Hasta que me llamó el director de reconocimiento médico y me dijo «por qué no se hace el loco» y me tiró cuatro expedientes. Cuando los vi dije si estos tipos están locos yo estoy de remate”.
Después de dos años de espirometrías, sesiones de psiquiatría, psicoanálisis y casi 25 años de aportes doble, lo jubilaron. Tenía 45, tres hijos grandes, media carrera de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales y una exhaustiva investigación periodística sobre la génesis del tango que más tarde adaptó, con versos propios, a un espectáculo donde recita, canta, se acompaña con el piano y baila.
Vila había encontrado en el formato del Café Concert y en su espíritu multifacético la manera de revivir el tango, desaparecido en los oscuros años 70. Con el avance de la democracia el tango resurgió menos escénico y más social: volvían las milongas.
Un maestro sin escuela
Así se convirtió en el referente de la generación que en el inicio de los años 90 buscó en el tango una forma de expresión. En Rosario cientos de jóvenes con ansias de bailar se amontonaban en clubes, plazas y bares para ensayar pasos entrelazados. Eran prácticas intuitivas donde sobraba entusiasmo y faltaba información.
Vila apareció en esos espacios emergentes como un profeta. No sólo traía información valiosa del pasado y mostraba secretos de un baile improvisado que parecía indescifrable. Bailaba un tango del futuro. El que se baila hoy en todo el mundo. Y esos adolescentes que buscaron en él lo viejo, sin saberlo, estaban encontrando lo nuevo. Reinventado el tango.
Uno de ellos recuerda: “En los años 90 fue un estandarte, el que nos pasó la posta. No podemos decir que somos sus alumnos porque él no se consideraba un maestro. Transmitía por ósmosis. Te hacía llegar algo que tenías que procesar, de mucha creatividad y mucha investigación de qué era el tango”. Es Sebastián de la Vallina, maestro rosarino afincado en Italia, que también destaca el egocentrismo y atractivo de Vila porque “tiene con que. Mágicamente todo lo que hace, lo hace bien”.
Para Vila la ecuación es bien sencilla: “El que no sabe enseña. Y el que no enseña, va y hace. Yo enseñé haciendo. Quería que se sintieran atraídos por mí, como yo me sentí atraído por Valentino. Y en parte lo he logrado, algunos me han tomado de referencia”.
“Yo soy el espectáculo. Soy el ídolo, no el líder. Porque para ser líder hay que laburar y soy un enemigo del laburo. Mi intención era ser un paradigma, que tuvieran dónde mirar para aprender y que les costara laburo para que hagan algo distinto, no igual. Y lo han logrado”.
La búsqueda de autenticidad fue su legado y cada vez adquiere más actualidad porque así como el tango se esparció por el mundo también se estandarizó. “Ahora bailan muy bien. Son todos muy prolijos y estudiosos, pero no sé si tienen sentimientos o si bailarían igual con cualquier música. No es lo mismo”.
«Yo soy el tango»
“En la milonga dicen que cuando entro da la impresión que entra el tango. Y es verdad. Me siento un seductor, cuando entro cambia todo. Y si no es así, así hay que pensarlo para ganar. La pilcha es importante en el concurso de ganar, sino sos un perdedor porque hay tipos más jóvenes que bailan bastante bien. Para pasarles el trapo hay que salir con una mina que baile muy bien y hacerle unas cuantas cosas para que vean quién es quién. En la pista muestro todo, les muevo los pies y se acabó. Me siento a tomar el vino”.
Con la misma personalidad arrasadora sube a los escenarios. En el último tiempo suele cantar acompañado por el bandoneonista Carlos Quilici con quien interpreta temas propios como “Venite a la milonga”. El músico reconoce en su manera de cantar influencias estilísticas de Charlo y en su recitado una poética auténtica para describir otra Rosario.
Eduardo es una leyenda viva y su legado forma parte de la historia del tango. En la última década fueron constantes los homenajes en espacios como La Chamuyera, El Olimpo, Percanta Tango Club y milonga La Piucarina. Sin embargo ningún rincón de la ciudad lleva su nombre. Dice que eso no significa nada para él porque en lo artístico hizo menos de lo que aspiraba. “Lo que pretendía ser no fue. No soy nada. He fracasado”. Pero enseguida lanza una carcajada y repasa nombres de productores, audiciones y proyecta viajes por Londres, París, Roma y Madrid. «Ya te dije que hay que soñar lo imposible para hacerlo posible». Luego recuerda su gira europea con Domingo Federico a fines de los años 90 junto a la orquesta juvenil de la UNR y vuelve a reír: “Tan mal no me fue”.