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Ballas: el elegante del box

El cordobés, íntimo amigo de Nicolino Locche, subió tan alto como fue su caída. Una verdadera vida de película.

El joven de apenas 16 años lavaba las copas lentamente. Contento con su nuevo trabajo en la pizzería más famosa de la ciudad cordobesa de Villa María. Atrás quedaban días vendiendo peines y lapiceras en las calles. Una infancia dura sin el cariño de una madre y rodeada de pobreza cotidiana. Su nombre era Gustavo Ballas, hijo de un humilde griego comerciante, quien lo crió junto a sus hermanos.

El “turquito vendedor”, como lo definieron muchos, se había ganado el cariño de la gente. Cerca de la medianoche de un sábado, entre copas y detergente, escuchaba el relato de Osvaldo Cafarelli desde el Luna Park. Imaginaba los increíbles y mágicos pasos de Nicolino Locche que peleaba esa noche. Al día siguiente, se dirigió resueltamente al gimnasio.

Tomó una bocanada de aire e hilvanó una frase con autoridad: “¿Buenas, está don Alcides Rivera, el entrenador?”, preguntó. “Soy yo, que querés pibe?”, le contestó el consagrado maestro. La respuesta lo dejó estupefacto: “Quiero ser como Nicolino Locche”. Rivera lo midió, no sólo en su altura física y le dijo: “Está seguro que querés boxear. ¿No le gusta más el fútbol?”. Ante la cerrada insistencia del joven, Rivera optó por ponerle un par de guantes, algo inusual en un recién llegado, llamó a un grandote con fama de pesado y los subió el ring.

“En cuanto pasen unos minutos, este pibe se saca las ganas de seguir viniendo”, pensó el entrenador. No fue un round, fueron dos. El grandote pasó de largo varias veces y se abrazó a las cuerdas repetidamente. “Tiempo, basta…está bien por hoy. Pibe, vuelva mañana y descanse bien”.

Alcides Rivera, uno de los más destacados docentes del boxeo, le enseñó los primeros pasos, lo modeló, lo formó y le dio identidad deportiva.

Gustavo Ballas fue dueño de un boxeo elegante y llamativo. Mezclaba a la perfección los esquives, los quiebres de cintura y los desplazamientos laterales. Se defendía de manera perfecta y pegaba con notable justeza. Una buena campaña amateur vislumbrada un promisorio futuro. Un día se sentó junto a Rivera y muy decidido le dijo: “Quiero ser como Nicolino. Me voy a Mendoza”.

Esperó una respuesta con enojo, quizás algún reproche. Rivera lo tomo por los hombros y le dijo: “Hace muy bien pibe. Más no le puedo enseñar. Vaya a Mendoza y hable con Paco Bermúdez” La respuesta, sin dudas, fue un estímulo y un impulso para que el muchacho siguiera adelante con su sueño. Alcides Rivera tenía mucho para enseñarle…vaya si tenía, como después quedó demostrado.

A comienzos de 1977 llegó a Mendoza. Varias peleas como profesional y su firme convicción fueron su carta de presentación. Don Paco Bermúdez, inmenso maestro de grandes pugilistas, vio algo enseguida en la mirada de ese joven.

Bienvenido…quédese nomás y empiece a entrenar. Vaya buscando su lugar”, le ordenó. Locche había peleado recientemente y entonces por varios días no fue al gimnasio. Una tarde, Ballas estaba haciendo bolsa y vio que alguien entraba por el pasillo central. Se quedó inmóvil. Los brazos a los costados. A medida que se acercaba su corazón latía más rápido.

Era él…Nicolino, “El Intocable” Locche. Se acercó y cuando estuvo a poca distancia le dijo: “Así que vos sos el cordobés que me quiere conocer,  jajaja…bueno, aquí estoy”. Desde ese día, nunca dejaron de tratarse. Fue una relación intensa y honesta. “Cordobés…ya se va para la pensión”, le dijo Nicolino una tarde a Ballas luego de entrenar. “Sí, sí” contestó. “Venga que lo llevo con el auto”, dijo Nicolino. El moderno Torino le pareció a Gustavo Ballas una nave espacial y ese momento un cuento de ciencia ficción.

Al llegar a la puerta de la modesta pensión, Locche  señaló: “Mirá cordobés, te lo digo sin vueltas: murió tu papá”. El golpe fue tremendo. Ni en la pelea más dura había soportado impacto igual. Mientras ordenaba sus ideas y su bolso, recordó que no tenía un peso para viajar. “Cordobés, quedate tranquilo. Yo pago todo. Eso sí. No llevés nada de ropa. Nada de nada, ¿me entendiste?”, anunció el gran campeón.

Sorprendido Ballas replicó: ¿Por qué?”.  “Si te llevas todas tus cosas, Mendoza se pierde  de consagrar a un campeón mundial”, sentenció Locche.

Volvió y creció velozmente. Su nombre ya era sinónimo de éxito. En el Luna Park, en su tercera pelea ante Santos Laciar, marcó un record de recaudación. Ganó un combate enorme. Fue entre dos grandes. Chocaron ribetes opuestos: la fuerza y la técnica: el empuje y la contención; la acción y el estilo. Tenía 21 años y un invicto de 28 peleas. Lució los títulos mendocino, argentino y sudamericano. Sus combates eran lecciones de boxeo, haciendo realidad aquello de: “pegar sin dejarse pegar”.

Pegaba con precisión y se defendía como lo había hecho en la vida. Sus movimientos vistosos, sus combinaciones de relámpago, hicieron que lo bautizaran “Mandrake”, en alusión al famoso mago.

El 12 de setiembre de 1981, el Luna Park explotaba de emoción, entusiasmo y público. En una noche inolvidable, Ballas noqueó técnicamente en ocho rounds al coreano Suk Chul Bae. Fue el primer campeón mundial supermosca de la historia. El único boxeador argentino que llegó a esta instancia invicto en 53 peleas.

Fama, gloria y reconocimiento general. Las luces se encendían a su paso. Claro, a veces iluminan. Otras enceguecen. Perdió el título en la primera defensa. En Panamá, el 5 de diciembre de 1981 ante Rafael Pedroza. No tuvo fuerza física ni anímica. Era el comienzo de una veloz caída. Se desbarrancó por las drogas y el alcohol. Perdió mucho más que la corona mundial. Se vio envuelto en tristes sucesos policiales. Cayó preso en la cárcel de Caseros, en Buenos Aires.

Fui a visitarlo con mi amigo y colega Hernán Santos Nicolini. No quiso recibirnos. Nos dijeron que no hablaba con nadie. “En Caseros terminé en el pabellón VIP, junto a Cacho Steinberg, Guillermo Coppola y otras figuras conocidas. Comía bien y miraba televisión. Era un rey comparado a donde había estado”, aseguró Ballas.

Sin embargo, la vida, al igual que el boxeo, da revanchas. El doctor Jorge “Lalo” Rodríguez, un abogado de Villa María, fue a verlo y le dejó una frase: “Vos vas a tener una segunda oportunidad. Confía en mi”. Salió en libertad.

“Cuando salí me hicieron un partido de fútbol homenaje. Yo no sabía que todo lo recaudado era para mí. El estadio estaba repleto y cuando me nombraron no quise salir. Yo era un drogadicto, un alcohólico…no era más el campeón. Salí y todo el estadio estaba de pie diciendo `dale campeón…dale campeón´. La emoción fue enorme y con lágrimas me arrodillé y me dije `a esta gente no le puedo fallar. Debo ser otra persona y aquí estoy´”, recordó años después pasando lista a su vida.

Se recuperó. Decidió estudiar en la Universidad de El Salvador, en el Instituto de Prevención  de la Drogadependencia. Egresó como terapeuta en adicciones y se perfeccionó en la Universidad de Córdoba. Hoy da charlas, hace debates sobre alcoholismo y drogadicción.

“Soy otra persona. Feliz. Un ciudadano común preocupado por lo que fui. Lo dejé atrás. Disfruto la familia y mi esposa La Gringa siempre me acompañó. Hoy no bebo ni me drogo. Mañana no sé, lucho para que no ocurra”, dijo una vez.

Gustavo Ballas, el asombroso boxeador glamoroso que deleitaba con sus pasos de ballet, con un despliegue que inspiraba poesía y fantasía en cada movimiento. El mismo a quien Alcides Rivera le enseñó a boxear y Don Paco Bermúdez a brillar. Vista, cintura, palancas, piernas sobre punta de pie, gancho de zurda letal. Boxeo de manual ilustrado. Cara de ángel. Figura de duende. Maradona y Messi con guantes.

Salió desde la profundidad y las penumbras más crueles. Sin rencores. Mirando el futuro. Acompañado por la melodía y la voz de Alejandro Lerner cuando dice: “Volver a empezar, que aún no termina el juego. Volver a empezar, que no se apague el fuego. Se fueron los aplausos y algunos recuerdos, y el eco de la gloria duerme en el placar. Sabe Dios que nunca es tarde, para volver a empezar”.

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