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Bar Blanco, el que fundaron dos hermanos asturianos en 1922, que frecuentó Beppo Levi y sigue en pie

Cambió de razón social varias veces, se alquiló y su inquilino se mudó en la diagonal generando varias controversias. Personalidades como el matemático número 3 del mundo pasaron por el lugar. Miguel Ángel es el único hijo vivo de los hermanos que llegaron de España a Rosario

El bar Blanco abrió sus puertas en 1922 en la esquina de Alem y Pellegrini, en la ochava sudeste. Sus fundadores fueron dos hermanos que trabajaron primero solos y después con sus hijos y familia. El lugar cobija la historia de un proyecto familiar de inmigrantes asturianos que vinieron a Rosario a cumplir sus sueños.

Juan Antonio Blanco nació en 1901, y llegó a Argentina en un barco proveniente de Asturias. Eran unos diez hermanos. Dos habían venido a Argentina, el más grande se fue a trabajar a Bahía Blanca como ferroviario. Daniel en cambio, rumbeó para Rosario y trabajó en el Mercado Central. Juan Antonio llegó al país y estuvo en el Hotel de Inmigrantes, construido a principios del siglo XX en las inmediaciones del embarcadero del puerto de Buenos Aires y hoy Museo del Inmigrante. Se tomó un tren y llegó a la ciudad donde levantó su propio comercio.

Foto: Franco Trovato Fuoco

 

Miguel Ángel Blanco es uno de los 5 hijos de Juan Antonio. Es gemelo y fueron los más pequeños de la familia. En diálogo con El Ciudadano relata la historia de su padre. “Se vino en tren a Rosario, se tomó un mateo (el taxi de antes) y le pidió al cochero que lo lleve al Mercado Central (en San Juan y San Martín). Llegaron y allí no estaba su hermano. El conductor le dijo: ¿cómo se llama su hermano?, Daniel Blanco, respondió. Ahh, su hermano trabaja en el otro Mercado Central, en Pasco y Mitre. Efectivamente, allí estaba Daniel, que tuvo que abonar el pasaje del mateo porque Juan Antonio había llegado a Rosario con lo puesto”, recuerda el hombre de 78 años, único de los hijos de todos los hermanos que está vivo y mantiene viva la historia familiar con sus relatos.

“Mateo” fue una pieza teatral que compuso Armando Discépolo en 1923 sobre las desventuras de un humilde cochero de carruajes que se veía desplazado por el progreso y la llegada del automóvil. Pero fue tal la popularidad de la obra de teatro, que los porteños comenzaron a aplicar el nombre “mateo” –en la obra se llamaba así el caballo flaco y desvencijado– a todos los carruajes de tracción a sangre. Y este vehículo que hasta ese momento había cumplido la función de taxi, se convirtió poco a poco en una curiosidad turística. En 1960 se prohibió la tracción a sangre en el radio urbano y quedaron fuera de circulación.

Juan Antonio y Daniel trabajaron juntos en el Mercado Central hasta que “comenzaron a hacerse unos mangos”, se enorgullece Miguel Ángel. Con el dinero juntado, abrieron un local en la esquina de Alem y Pellegrini, avenida que entonces tenía adoquines de madera.

Era una vinería. “En casa aún tengo las pastecas de las roldanas de madera que se usaban para las bordalesas de vino que estaban en el sótano. En el bar, todavía, hay uno de esos ganchos en el techo”, recuerda. La vinería duró poco. Mutaron el comercio y pasó a ser un almacén y un bar.

Se llamaba Blanco Hermanos. Miguel Ángel se jacta de que trabajó durante 49 años en ese lugar. “Fue el único trabajo que tuve en mi vida”, señala.

Foto: Franco Trovato Fuoco

 

Vivían al lado. Juan Antonio y su esposa Juana con sus cinco hijos: Rubén, Daniel, María del Carmen y los gemelos Juan Carlos y Miguel Ángel. En la casa contigua al bar, por Pellegrini. Era toda una misma propiedad, que incluía otra vivienda por Alem y alquilaban.

En 1948 salió toda la propiedad – las dos casas y el local de comercio de la ochava- a remate. Juan Antonio quería cumplir su sueño de ser propietario. Ofreció dinero, pero había otro posible comprador que ofertaba más y más. “Aún tengo los planos y el aviso de remate en mi casa”, entrecorta su relato Miguel Ángel y sigue: “A mi viejo se le estaba terminando la plata en aquella puja. Entonces, un vecino, un tal Berrini, se le acercó y le dijo mire, aquí este hombre, por Juan Antonio, quiere comprar el terreno porque viven y trabajan ahí. El tipo no dijo más nada, abandonó el tironeo por la compra, se dio media vuelta y se fue. En ese tiempo había códigos”, recordó con nostalgia.

Fue de tal importancia aquel acontecimiento que Juan Antonio compró una lapicera fuente exclusivamente para firmar la escritura. “La guardó durante décadas”, dijo Miguel Ángel.

Con su propio bar, el nombre siguió siendo el mismo: Blanco Hermanos. Daniel se retiró del emprendimiento porque se fue a vivir a Córdoba. Cuando falleció, la razón social cambió a Juan Blanco e Hijos.

Foto: Franco Trovato Fuoco

 

Juan Antonio se enfermó y se jubiló alrededor de 1961. El comercio cambió: hubo reformas, desapareció el almacén, se renovó el mobiliario. Pero quedó el mismo piso y también, en la parte de atrás, los juegos de dados, de cartas y las mesas de billar. Su nombre vuelve a mutar: Blanco Hermanos.

En 1962, Juan Carlos, el gemelo de Miguel Ángel, se mudó a los Estados Unidos y quedaron a cargo del bar tres hermanos. Trabajaron allí hasta 2003, cuando decidieron alquilarlo.

Martín alquiló el local durante unos cinco años y decidió mudarse a la esquina de enfrente, en diagonal, de la mano noroeste. Y allí comenzaron algunos problemas internos y externos ya que existieron “dos  bares blancos” hasta 2020. Miguel Ángel recalca que no se vendió el fondo de comercio, pero si muebles y útiles.

La tradicional esquina estuvo cerrada durante tres meses y se volvió a alquilar como bar bajo el nombre Chopería Hermanos Blanco, nombre que ya tenía cuando estaban a cargo los tres hermanos.

Historias de los años ‘50

Miguel Ángel recuerda muchas anécdotas. Cuenta que al bar iban muchos trabajadores del puerto. “No es como ahora, que los barcos se llenan a granel, lo hacían con bolsas y a mano. Venían tipo cuatro de la mañana con la bolsa de arpillera al hombro y se tomaban una cañita o una grapa para continuar viaje a su trabajo”.

“También en la década del 50 me acuerdo que venían marineros ingleses a buscar cereales al almacén. En Inglaterra se pasaba mucha hambre, venían y rompían los forros de las camperas y en su interior cargaban cinco kilos de azúcar para poder llevar a su país de origen de contrabando”.

Miguel Ángel respira. Mira para arriba y sigue: “Había unos 4 o 5 marineros ingleses que se sentaban en una mesa y pedían una cerveza cada uno. Pero había una particularidad. Antes de llegar al bar pasaban por una farmacia y compraban alcohol puro, que luego echaban a la cerveza ofrecida por los mozos. Para ellos, se ve que nuestra cerveza era como agua de la canilla”, ríe.

Beppo Levi y su paso por el bar

Beppo Levi era un matemático italiano nacionalizado argentino. “Era el tercer matemático más importante del mundo”, se jacta Miguel Ángel, y recuerda que daba clases en la Facultad de Ingeniería. Con su metro cuarenta, como lo describe Miguel Ángel, lo impresionó: “Me acuerdo que en la facultad una vez le quisieron hacer pisar el palito, le pusieron en un pizarrón varios cálculos matemáticos. Estuvo pensando un rato y luego escribió el resultado sobre un borde. “Habían estado una semana entera pensando el problema”, exclamó. Sabía mucho de números, ironiza Blanco, pero desconocía la moneda local para pagar.

Muchos estudiantes de ingeniería dejaban sus placas, entregadas al final de la promoción, en el bar a modo casi de tradición. Algunas pueden observarse junto a cuadros familiares que ornamentan y le dan la característica al bar.

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