“El progreso es una bonita palabra. Pero el cambio es su motivador. Y el cambio tiene sus enemigos”. La cita es de Robert Francis Kennedy, el ex consejero de la Casa Blanca, fiscal general de Estados Unidos, senador por Nueva York y frustrado precandidato presidencial demócrata, quien hace 43 años fue asesinado en Los Ángeles durante la campaña electoral en las primarias de su partido.
La frase tal vez sirve para resumir un año, 1968, en el que fueron asesinadas dos personalidades mundiales: uno de los líderes más importantes de los derechos civiles y uno de los hombres de Estado más prometedores. Martin Luther King y Bobby Kennedy murieron a los 39 y 43 años, respectivamente. Los dos dejaron una marca imborrable en su breve carrera y los dos murieron en mitad de una evolución personal profunda. Esos actos violentos, perpetrados con dos meses de diferencia, conmovieron a Estados Unidos y asombraron al mundo.
La incomparable oratoria de King, su tenaz pacifismo y fuerza de voluntad para soportar la cárcel o lo que fuera para combatir la discriminación le valieron la admiración mundial y el premio Nobel de la paz. Pero un blanco, James Earl Ray, le disparó en el balcón de un motel de Memphis, Tennessee, el 4 de abril del 68.
“Tengo malas noticias para ustedes. Esta misma noche Martin Luther King fue asesinado a quemarropa. Para aquellos de ustedes que son negros y que se sienten tentados de dejarse llevar por el disgusto y el odio por la injusticia de semejante acto contra todos los hombres blancos sólo les puedo manifestar que siento en mi corazón el mismo sentimiento. Pero lo que necesitamos en Estados Unidos no es división; lo que necesitamos no es odio; sino amor y sabiduría y compasión hacia el prójimo, y un sentimiento de justicia hacia todos los que sufren, sean blancos o negros. Por ello, esta noche les voy a pedir que vuelvan a casa para rezar una oración por la familia de Martin Luther King, sin duda, pero también una oración por nuestro país, al que todos queremos tanto, un rezo por el entendimiento y la compasión de la que les he hablado. Dediquemos nuestro empeño a lo que los griegos escribieron hace ya tantos años: mitigar el salvajismo de los humanos e intentar hacer gentil la vida en este mundo”. Así habló Bobby Kennedy a sus seguidores en plena campaña proselitista por la nominación presidencial del Partido Demócrata al enterarse del asesinato.
Nacido el 20 de noviembre de 1925, en Brookline, Massachusetts, Bobby era el séptimo hijo de Joseph Joe Patrick Kennedy y Rose Fitzgerald Kennedy. Su padre, un importante empresario y una figura política de Estados Unidos, era uno de los líderes del Partido Demócrata, especialmente dentro de la comunidad católica-irlandesa, y con negocios e intereses económicos por toda la nación, amasó una importante fortuna y fundó una dinastía política que aunque prometía dominar durante décadas la esfera política de la potencia del norte, estuvo signada por la tragedia.
En los años 30 el presidente Franklin Delano Roosevelt nombró a Joseph Kennedy embajador norteamericano en Londres. Allí sus ambiciones políticas de llegar a la presidencia fracasaron por las diferencias con Roosevelt respecto de la situación de Europa, que ya estaba envuelta en la Segunda Guerra Mundial. Frustradas sus chances de llegar a la Casa Blanca, Joseph pergeñó un plan por el cual serían sus hijos varones quienes se irían sucediendo en el cargo como presidentes de Estados Unidos. Pero, ya de regreso en EE.UU., Joseph sufrió los dos primeros golpes que afectaron a su familia: la internación de su hija mayor, Rosemary, en una clínica debido a su retraso mental y la muerte de su hijo predilecto, Joseph Patrick Jr., quien cayó combatiendo en Europa en 1944. Cuatro años más tarde sufrió otra tragedia: su hija Kathleen murió en un accidente de aviación cuando iba a Cannes.
Cuando el 20 de enero de 1961 su hijo John Fitzgerald Kennedy se convirtió en el 35º presidente de Estados Unidos, Joseph vio como sus sueños comenzaban a hacerse realidad. Pero el asesinato de JFK el 22 de noviembre de 1963 en Dallas, Texas, volvió a teñir de tragedia a los Kennedy. Y entonces el elegido para representar al clan al frente del Ejecutivo de la mayor potencia mundial pasó a ser Bobby. Robert había trabajado estrechamente junto a su hermano John durante la crisis de los misiles de Cuba. Y contribuyó activamente con el Movimiento Afroestadounidense por los Derechos Civiles.
Siguiendo los ambiciosos planes de su padre, Robert había entrado en la vida pública en 1953 como abogado del subcomité del Senado norteamericano presidido por el feroz anticomunista Joseph McCarthy. Como fiscal general en la administración de su hermano John –del que también fue asesor presidencial–, se convirtió en un cruzado contra el crimen organizado y los monopolios y se acercó cada vez más al movimiento por los derechos civiles. En 1964 RFK fue elegido senador por Nueva York y condenó la Guerra de Vietnam que su difunto hermano contribuyó a iniciar. Muchos pensaban que era el hombre que la terminaría y que esto, junto a su carisma y antecedentes, lo convertían en el favorito para las elecciones presidenciales de 1968.
Después de que el senador Eugene McCarthy –un crítico de la Guerra de Vietnam– casi derrotara al presidente Lyndon Baynes Johnson en las primarias de Nuevo Hampshire a comienzos de la carrera electoral de 1968, Robert Kennedy anunció su propia campaña para la nominación presidencial dentro del Partido Demócrata.
El 31 de marzo de 1968 el presidente Johnson anunció finalmente que no se presentaría a la reelección. Fue entonces cuando el senador Hubert Humphrey decidió entrar también en la carrera por la presidencia.
Por su parte, Robert Kennedy ganó las primarias demócratas en Indiana y Nebraska pero perdió en Oregón. El 4 de junio de 1968, se anotó la mayor victoria en su carrera hacia la nominación presidencial al ganar las primarias en Dakota del Sur y California. Al día siguiente, RFK realizó un discurso de agradecimiento a sus electores en el Hotel Ambassador de Los Ángeles. Mientras se dirigía por un pasillo lleno de gente hacia la cocina del hotel, Sirhan Bishara Sirhan, un joven de 22 años residente en Los Ángeles y descendiente de palestinos, disparó con un revólver calibre 22 contra la multitud que llenaba el pasillo. Varias personas resultaron heridas, entre ellas Bobby, a quien le disparó a quemarropa. Sirhan, un católico a quien se vinculó con la CIA, confesó su crimen por ser contrario al apoyo político del senador a Israel y se lo condenó a cadena perpetua.
Bobby Kennedy falleció en las primeras horas de la madrugada del 6 de junio de 1968, a los 42 años, en el Hospital El Buen Samaritano de Los Ángeles.