A 40 años de la conquista del primer Mundial ganado por la selección nacional, se vuelven más nítidas las huellas de un acontecimiento que como pocos representó la argamasa del deporte y la política, y viceversa, amén de perpetuar la agridulce iconografía del amor y del espanto.
Es que una mirada abarcadora capaz de contener por lo menos el trazo grueso del clima de la época, sus vaivenes, sus claroscuros, por qué no de sus brumas, es una imposición del rigor.
Ni siquiera del rigor periodístico, o de un rigor contiguo a la lupa sociológica, más bien del rigor del sentido común, de un rigor que el peso de los hechos deja caer con la misma naturalidad que las hojas de los árboles caen en otoño.
¿Nos quedaremos con el alegre rodar de la pelota número 5, los goles de Mario Alberto Kempes y las banderas albicelestes agitadas desde La Quiaca hasta Ushuaia?
¿Nos quedaremos con la dura ley que exige poner de relieve la manifiesta voluntad manipuladora de una dictadura militar que concibió el Mundial como infame tapadera?
Ni lo uno ni lo otro.
Lo primero significaría la cínica homologación de la historia oficial y su «Fiesta de todos» y lo segundo significaría convertir en tierra arrasada una devoción futbolera que preexistió a la Junta Militar videliana, al genuino anhelo de sentirse representados por una Selección con todo en su lugar y a una Selección propiamente dicha que llevaba un año y medio de meteórica gestación con un grupo de futbolistas excepcionales.
Que ahí ya tenemos todo un universo que conforme sea repuesto u omitido o relativizado tanto podría conducir al acto de estricta injusticia cuanto a la imperdonable ingratitud.
Argentina, aquella Argentina armada desde los propios cimientos por César Luis Menotti a través de una paciente detección de talentos, incluida la novedosa herramienta de la llamada «Selección del Interior», supone uno de los tres o cuatro agrupamientos más lujosos de medio siglo a esta parte.
Bastará con subrayar que además de un excepcional delantero como Kempes, al cabo el providencial héroe de la película, constaban acaso el mejor arquero argentino de todas las épocas (Ubaldo Matildo Fillol, el «Pato»), el defensor más completo (Daniel Passarella) y no menos de otros seis exponentes de gran calidad, tales como Osvaldo Ardiles, Jorge Olguín, Luis Galván, Leopoldo Luque, René Houseman y Oscar Ortiz, sin contar a Norberto Alonso, de escasa participación y sin embargo de decisiva influencia en el partido contra Hungría.
Entre el angustioso debut con los magiares y el glorioso desenlace con los holandeses hubo de todo, entendido como las tres posibilidades que encierra un partido (derrota con Italia, empate con Brasil, victorias varias), como momentos de pico y momentos de subsuelo de un equipo en general abocado a progresar en la cancha mediante pelota al ras, lo que se dice juego asociado y prolijo, pero en el medio, como una piedra en el zapato de esa gesta, estuvo el mano a mano con Perú con su madeja de suspicacias y sombras de las que jamás ha habido retorno.
Nada personal, ni con Menotti ni con los futbolistas de la selección campeona del mundo, pero una minuciosa y desapasionada reconstrucción del 6 a 0 tenístico y providencial invita a deducir que algo olió mal en aquella noche rosarina.
Que todo haya quedado en la constancia escrita o fílmica de las pesquisas periodísticas, que nunca haya habido una investigación oficial, marcha por un camino independiente del imperio de una realidad altamente posible y que en los entresijos de esa misma posibilidad ha marcado a fuego la acritud de una mancha.
Una mancha, por cierto, que no tendrá la tenebrosa dimensión de los fondos mal habidos, ni la de los crímenes, ni la de las torturas, ni la de los bebés nacidos en cautiverio, ni la de la sofocación de toda voz disidente con su tácita amenaza de exterminio, pero una mancha al fin que cuatro décadas después resiste a la evanescencia, por más que Luque y algunos compañeros digan, con razonable presunción de sinceridad, que ellos no se habían preparado para tirar paredes con los militares.
Lo otro, la presunta complicidad de la población civil y una masiva celebración que bajo el imperio de la perspectiva histórica hoy se vislumbra obscena, también merece ser incluida en el registro de lo de compleja caracterización y categorización.
También en las calles aquel 25 de junio de 1978 había de todo: en un extremo los de la cínica conciencia del horror, en otro extremo los que consideraban legítimo celebrar el cumplimiento de un deseo de larga data, y en el medio miles y miles y miles de argentinos que, humanos, demasiado humanos, no hacían bien ni hacían mal, hacían lo que les salía, lo que podían.