Jair Bolsonaro asumirá la presidencia de Brasil el próximo 16 de enero. Tiene en su despacho en el Congreso dos fotografías de ex presidentes –ninguno fue electo, sino que son los retratos de los dictadores militares Emilio Garrastazú Mèdici y Joao Baptista Figueiredo– y su libro de cabecera es “A Verdade Revelada”, del jefe de la represión política y comandante de la tortura, Carlos Alberto Brilhante Ustra.
Es este hombre, Jair Bolsonaro, un ex capitán que salió del Ejército y que fue diputado durante 27 años seguidos, el que sumará al incipiente coro de la ultraderecha mundial a la máxima economía de América Latina.
Es, a los 63 años, un político que cuestiona el sistema democrático pero que tanto él como sus tres hijos varones viven desde casi tres décadas como parlamentarios, tanto en Río de Janeiro como a nivel federal.
Homofóbico declarado, condenado por misoginia y reivindicación de la violación, contrario a la escuela laica y gratuita, Bolsonaro es un ultraconservador en lo cultural pero un neoliberal en lo económico, al punto que su referencia histórica que será su espejo de gestión es la dictadura chilena de Augusto Pinochet.
En el frente externo, ya anunció un alineamiento casi rígido con Estados Unidos e Israel, expresó que el Mercosur no será la principal prioridad para Brasil a partir de 2019 y es una incógnita cómo asumirá, en enero próximo, la presidencia anual de los Brics, el grupo que reúne también a potencias como China, India, Sudáfrica y Rusia.
En el plano interno, busca imponer una agenda de privatizaciones, reformar el sistema jubilatorio, imponer educación evangelista en los jardines de infantes, flexibilizar la portación de armas y aumentar el poder de las fuerzas de seguridad contra el delito.
No es por nada que “El Mito”, como le dicen sus seguidores, hizo campaña haciendo el signo de un revólver con sus dedos, su marca registrada, y con las redes sociales como soporte principal, inaugurando el cese de las campañas tradicionales.
Fue clave, según las encuestas, el atentado que sufrió el 6 de septiembre en Minas Gerais, que lo dejó internado por más de 20 días: no acudió a los debates y su discurso se transformó en memes replicados a en todo el país, en una estrategia similar a la del presidente estadounidense Donald Trump con su ex estratega Steve Bannon, padre digital de la nueva ultraderecha mundial.
El futuro mandatario brasileño conformó un equipo de “notables”. La mayoría de ellos es ajeno a la política tradicional, y lo hizo para traducir, como nadie lo ha logrado hasta ahora en el país, el creciente desprecio hacia los partidos históricos, cuya corrupción estructural quedó expuesta con la Operación Lava Jato.
Por eso, el capitán, que se retiró tempranamente en 1988 del Ejército luego de ser juzgado por indisciplina, aprovechó la carrera electoral con una alianza entre los militares, la derecha tradicional, la iglesia evangelista más poderosa del país, el sistema financiero de su superministro de Economía, Paulo Guedes, y las denuncias de la Operación Lava Jato, el entramado de corrupción que aún investiga y juzga la Justicia.
Con ese apoyo ganó la primera vuelta con 46% y la segunda, en octubre, con 55% frente al profesor Fernando Haddad, del Partido de los Trabajadores (PT), la fuerza protagonista en el Lava Jato y en la crisis que terminó con la destitución de Dilma Rousseff en 2016 y el ascenso del presidente saliente Michel Temer.
A este combo se sumó la inhabilitación de quien fue hasta setiembre el favorito en las encuestas, el ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva, condenado por corrupción en la Operación Lava Jato y preso desde el 7 de abril pasado.
El juez que garantizó que Lula no fuera excarcelado durante la campaña, Sérgio Moro, será el ministro de Justicia de Bolsonaro.
Además de garantizar el ascenso de Bolsonaro, todos elementos que permitieron un fenómeno que no se veía desde el fin de la dictadura, cuando Figueiredo le dio el pase a José Sarney para la apertura democrática tras 21 años de régimen de facto: los militares influyendo en la vida política.
Uno de los ejemplos más claros fue cuando el jefe del Ejército saliente, general Eduardo Villas Boas, reconoció que presionó al Supremo Tribunal Federal para no que no libere a Lula.
Sin medias tintas, el ex militar defiende la “informalidad” en el mercado de trabajo para aliviar a las empresas en la generación de empleo.
Su norte económico será bajar un déficit fiscal importante y el primer remedio, según los denominados “Chicago Boys’ del Ministerio de Economía, debe ser un severo ajuste acompañado de la madre de todas las batallas: incorporar la jubilación privada al sistema previsional.