El almanaque marcaba que el 26 de abril de 1937 era lunes, el día en que la mayoría de los vascos acostumbraba a ir de compras al mercado. Era una jornada de sol espléndida, luminosa y sin viento. La villa que había sido fundada por el infante don Tello, conde de Vizcaya y hermanastro del rey Pedro I de Castilla, iba a cumplir 571 años dos días después. Su nombre procedía de “Gernikazarra” (Guernica la Vieja), un robledal situado sobre la colina, no lejos de la ermita de Nuestra Señora Santa María la Antigua, donde el señorío de Vizcaya celebraba tradicionalmente sus Juntas Generales. El rey Fernando el Católico había jurado los fueros el 30 de julio de 1476 bajo el árbol de las libertades vascas, que, según el poeta, “no daba cobijo a confesos ni traidores”.
Centro tradicional de la cultura vasca, a lo largo de la historia, Guernica había pasado lo suyo. Peleó en el bando gamboíno en las guerras civiles del siglo XV y conoció el paso apenas grato de los soldados de Napoleón, el pillaje y las guerras carlistas. En 1521 sufrió un incendio que sólo le dejó el esqueleto. Pero aún faltaba lo peor.
Habían pasado las cuatro y media de la tarde de aquel día, del que esta semana se cumplieron 81 años, cuando los aviones de la Legión Cóndor, con lo más nuevo de la tecnología de la Alemania nazi, irrumpieron en el diáfano cielo vizcaíno portando muerte y destrucción.
Los civiles vascos que comenzaron a ver sobrevolar los primeros aviones lejos estaban de imaginar que sus asesinos iban a protagonizar una suerte de anticipo del espanto que poco después se multiplicaría en la Segunda Guerra Mundial.
Es que cuando el general golpista Francisco Franco Bahamonde (quien se había sublevado contra el gobierno republicano el 17 de julio de 1936) pidió ayuda a comienzos de la Guerra Civil Española (1936-1938), la Italia fascista de Benito Mussolini y el Tercer Reich alemán de Adolf Hitler se lo concedieron enseguida. Ambos dictadores esperaban lograr en España una victoria rápida que les valdría un aliado a bajo costo y, a la vez, tendrían la oportunidad de probar su nueva maquinaria bélica.
A las cinco menos veinte de la tarde comenzó el horror.
La aproximación del primer avión fue advertida por los centinelas apostados en la caseta del monte Chorroburu, quienes hicieron la señal con la bandera. En la torre de la iglesia de Santa María recogieron el aviso. A los pocos segundos, Guernica estaba bajo el toque a rebato de las campanas. Pero la alarma aérea era frecuente por entonces, por lo que algunos, más perezosos y confiados, dudaron unos segundos con el txikito de vino o la copa de coñac en la mano, tardaron en devolver el cambio a los clientes en las tabernas, o en colocar las hortalizas en un bolso en el mercado.
A muchos otros guerniqueses el ataque los sorprendió con las azadas en la mano mientras trabajaban en sus huertas. El ruido de los aviones era ensordecedor y volaban tan bajo que se podía ver al piloto. Las aeronaves de la Legión Cóndor, comandadas por el teniente coronel Wolfram von Richthofen, de 41 años, eran Heinkel 111, Junker 52 y Messerschmitt 109. Von Richthofen los había preferido a los Stuka, que en el ataque en picado eran precisos, mortíferos.
La razón de la elección radicó en que el ataque aéreo sobre Guernica fue algo más que una simple operación en el mapa de la Guerra Civil Española. La combinación de bombarderos y cazas, el lanzamiento de oleadas de escuadrillas, 43 aviones en total, con la precisión de un reloj suizo, dejaría a Guernica en cenizas, borrada del mapa, con cráteres, fuego, cadáveres, lamentos de heridos y mutilados, cuerpos carbonizados.
Con la convicción de que el fin justifica los medios, los pilotos alemanes no dudaron un instante a la hora de apretar el botón y dejar caer sobre una población sorprendida e indefensa el catálogo de bombas: las rompedoras, las explosivas, las incendiarias.
La consigna también era volar bajo y ametrallar a campo abierto para causar el mayor pánico posible y que el mundo temblara de terror ante la noticia. Fue un ensayo de lo que más tarde sería la blitzkrieg (guerra relámpago) aérea de Hitler al inicio de la Segunda Guerra Mundial. Un éxito rápido y una medalla más para colgar en el pecho del obeso y morfinómano jefe de la Luftwaffe (Fuerza Aérea alemana), Herman Goering.
El bombardeo duró unas tres horas, destruyó el 70 por ciento de los edificios y mató a campesinos en el mercado y en sus tierras. Murieron más de mil personas de las siete mil que vivían por entonces en Guernica. A pesar de que ambos bandos, republicanos y nacionalistas, habían atacado objetivos civiles con anterioridad, el bombardeo de Guernica fue la acción más salvaje y prolongada de la corta historia de la guerra aérea en territorio español.
Como un Nerón del Tercer Reich, Von Richthofen contempló desde un monte cercano la perfección de su maquinaria de guerra, y se deleitó con el endiablado carrusel que formaban sus aviones. La densa humareda que se alzaba al cielo daba cuenta que Guernica, como Roma, ardía por los cuatro costados. El centro se consumía en llamas. En la iglesia de Santa María una bomba incendiaria rompió el techo y cayó al pie del altar pero no explotó. La apagaron con agua bendita. El párroco de San Juan, el joven padre Eusebio Arronategui, recorría las calles devastadas y daba la bendición a los moribundos mientras mascullaba: “¡Señor, perdónalos, porque no saben lo que hacen!”.
Los soldados republicanos y los bomberos arrastraban a los heridos y a los cadáveres hacia los refugios o al hospital de campaña de las Carmelitas. Pero los aviones nazis se lanzaban en picada sobre todo lo que se moviera. De Guernica debían quedar sólo cenizas.
Dos horas después del primer bombardeo, el cúmulo de humo, polvo y hollín sobre la villa vasca era tal que los pilotos alemanes accionaban la palanca de las bombas sin saber ya hacia dónde irían a caer. Era la rutina de la destrucción. Hacia las siete y media de la tarde, el bombardeo cesó. Todo se había vuelto oscuro, impenetrable. Cuando cayó la noche, Guernica ardía como una fogata de San Juan.
Los pilotos alemanes celebraron con champán el “impecable” trabajo realizado, pero el Árbol de Guernica, el viejo roble de las libertades vascas, quedó intacto.
El bombardeo fue el ensayo general para la tragedia que se desataría luego sobre todo el mundo. Sirvió de laboratorio donde experimentar los mortíferos métodos que se emplearían, pocos años después, en la Segunda Guerra Mundial. El líder británico Winston Churchill, como siempre, lo diría mejor que nadie: “Guernica fue un horror… experimental”.
La obra de arte de los nazis
El bombardeo de Guernica afectó mucho al artista Pablo Ruiz Picasso. Le habían encargado una pintura para el pabellón español de la Exposición Internacional de París y él pintó el Guernica, un mural emocionadamente devastador sobre el bombardeo. El cuadro causó sensación en París y en Estados Unidos, donde fue enviado al finalizar la Guerra Civil Española.
Se dice que en 1940, con París ocupada por los nazis, un oficial de la Alemania nazi, ante la foto de una reproducción del Guernica, le preguntó a Picasso si era él quien había hecho eso. El pintor le respondió: “No, fueron ustedes”.