Mariela Mulhall
Todos queremos hablar de otras cosas pero inevitablemente terminamos hablando de él. “Mejor cambiemos de tema…¿qué estás viendo en Netflix?”, puede ser uno de los tantos atajos para esquivar al virus invasor que hizo añicos nuestra vida cotidiana. Lo mismo ocurre en el periodismo, porque además de la adaptación a los nuevos hábitos de trabajo y el distanciamiento social, aparece otra sobreexigencia: encontrar nuevos enfoques, mirar y escuchar las diversidades del mundo, apostar a una nueva cultura de la imaginación.
Al intentar salir de esa trampa que nos tiende el enemigo invisible de quien no podemos dejar de hablar, vamos encontrando algún atajo. “Cuando te sientas perdida, volvé a los clásicos”, fue la muletilla que escuché alguna vez, frase común y un poco mentirosa porque no se puede volver adonde nunca se estuvo. En mi caso, lo confieso, no leí demasiados libros fundantes de la literatura universal, o al menos no completos. A otros arribé a través de textos fragmentados o gracias al cine. Mark Twain ironizó conque los clásicos son aquellos libros que la gente elogia sin haber leído. Ítalo Calvino fue más allá: “Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad”.
En la búsqueda por pensar y escribir “otras cosas” en tiempos de epidemia vuelve El Decamerón. Imposible no evocarlo. Y es más, su evocación se replica una y otra vez en medios gráficos y digitales de todo el mundo con la misma virulencia que el covid-19. Las historias que escribió Giovanni Boccaccio a mediados del siglo XIV irrumpieron especialmente cuando nos enteremos cómo los habitantes de la región de Lombardía se desplazaron hacia el sur de Italia para escapar del nuevo virus.
Según el clásico que abarca una sucesión de cien relatos ambientados en el fin de la Edad Media, un grupo de muchachas y varones nobles abandonaron la ciudad de Florencia hacia una villa veraniega en busca de refugio por la peste negra. Durante la cuarentena de dos semanas se impusieron una rutina y jugaron una maratón narrativa en la que debían contar diez historias cada jornada de domingo a jueves. En los ratos libres cantaban, retozaban por el campo y se dedicaban a ocupaciones afines a la nobleza, entendiendo que por aquellos tiempos las cuarentenas tampoco eran iguales para todo el mundo.
Se estima que Boccaccio escribió El Decamerón entre 1349 y 1351, cuando la epidemia de peste bubónica atacó sin piedad la ciudad y causó la muerte de un tercio de la población de Europa. “Había comenzado algunos años antes en las partes orientales privándolas de gran parte de vivientes, y continuándose sin descanso de un lugar en otro, se había extendido miserablemente a Occidente”, registró sobre aquellos tiempos oscuros.
A modo de crónica, el prólogo del libro le da contexto a los relatos y nos recuerda que, si bien la historia no se repite, sus olas nos alcanzan. “Vivían separados de todos los demás recogiéndose y encerrándose en aquellas casas donde no hubiera ningún enfermo y pudiera vivirse mejor…de tales cosas, de bastantes más semejantes a éstas y mayores, nacieron miedos diversos e imaginaciones en los que quedaban vivos”, son algunas de las descripciones con las que hoy nos identificamos.
En el centenar de ficciones de El Decamerón hay una marca asombrosa, la de saber mirar más allá de lo fatídico. Boccaccio logró huir de la peste y no lo hizo solo. Lo acompañaron sus personajes Pampinea, Filomena, Neifile, Filostrato, Fiammetta, Elisa, Dioneo, Lauretta, Emilia y Pánfilo, protagonistas y narradores de una sucesión de ficciones que hoy podría definirse como un taller literario de larga duración. Esa idea se refuerza por los comentarios y devoluciones que intercambian al final de las narraciones.
Ellos no solo se fugaron para contar historias y no morir, sino para escapar de los pensamientos colonizados por la misma peste y la época. En el centenar de “novelas contadas”, como las describe el autor, casi no hay menciones a la epidemia. Refieren a temas mundanos y amorosos en los que el erotismo y el desenfado están presentes como una forma de espantar la muerte y aferrarse al mundo, de imaginar otros deleites más allá de la tragedia porque “así como el final de la alegría suele ser el dolor, las miserias se terminan con el gozo que las sigue”.
Ni qué decir de la crítica mordaz a las costumbres medievales que tiñe los relatos. Se trata de historias en las que a menudo los pícaros se salen con la suya, especialmente las mujeres, a las que Boccaccio saca de un lugar de pasividad, equiparando la intensidad de sus deseos a la de los varones. Dice Filostrato al inicio de su relato, en la jornada segunda del taller literario: “Carísimas señoras mías, son tantas las burlas que los hombres os hacen y especialmente los maridos, que cuando alguna vez sucede que alguna al marido se lo haga, no debáis vosotras solamente estar contentas de que ello hubiera ocurrido, o de enteraros de ello o de oírlo decir de alguien, sino que deberías vosotras mismas irla contando por todas partes, para que los hombres conozcan que si ellos saben, las mujeres por su parte, saben también”.
La Iglesia, con sus monjas y frailes fornicantes, fue objeto de la ironía constante de Boccaccio, lo que valió que su libro fuera el más censurado por los inquisidores y el más leído en los conventos. La historia en que “Fray Rinaldo se acuesta con su comadre, lo encuentra al marido y con ella en la alcoba y le hacen creer que estaba conjurando las lombrices del ahijado”, navega entre lo jocoso y lo grotesco; igual que la del hortelano que se hace pasar por mudo para trabajar en una abadía y termina agotado, al servicio sexual de todas las hermanas.
Varias historias de ese tenor fueron llevadas al cine por el irreverente Pier Paolo Pasolini, en 1971, a través de la película Il Decameron que integra La trilogía de la vida. Otra versión más contemporánea en la pantalla grande, Maraviglioso Boccaccio, de Paolo y Vittorio Taviani, retoma el guión con un tono más liviano. Las adaptaciones al libro son infinitas y seguiremos hablando de él.
En tiempos de plataformas de streeming, tal vez resulte extraño aventurarse a un clásico de 860 páginas escrita hace casi 700 años. En mi caso, lo recorro desde que empezó el pánico por la epidemia gracias a una versión digital disponible en www.ebiblioteca.org. Leerlo es un convite a la rebelión, a escaparse de los pensamientos recurrentes de la cuarentena y recuperar los sueños. Él pudo salir de la trampa y abrir las puertas del Renacimiento, mostrar nuevas visiones del mundo.
La inspiración justa para estos tiempos en que percibimos que el apocalipsis está a la vuelta de la esquina.