Elisa Bearzotti
Especial para El Ciudadadano
No resulta fácil dejar de mirar por la ventana cuando en la calle está ocurriendo algo que nos llama la atención: un accidente de tránsito, dos personas discutiendo, una tormenta que amenaza con arrancar de cuajo los árboles de la vereda. Así, las noticias referidas a una catástrofe mundial, constantes y periódicas, nos incitan a mantener fija la atención sobre el mismo punto: la desolación del otro, la angustia que no nos pertenece, el drama que se desarrolla en una región extraña y nos concierne sólo como espectáculo y ritual atemperado… hasta que el cerco empieza a achicarse.
La cuarentena, esta experiencia inédita con condimentos de culebrón latino, resulta por momentos tan incomprensible que a veces nos sentimos tentados de creer que nada de esto está pasando, y el final con beso está a punto de llegar. A poco de haber iniciado nos asombramos frente a las imágenes que se nos colaban por las múltiples pantallas que hoy hacen parte de la vida cotidiana, sin entender hasta qué punto debíamos involucrarnos. Después nos sentimos inquietos por no contar con datos suficientes ni capacidad de análisis para determinar la magnitud de la tragedia; angustiados por el tiempo que tomaría volver a la reconocida zona de confort; desarmados por el tremendo cambio de hábitos que implicó desarrollar nuestras tareas a distancia; encarcelados por un encierro que no pudimos predecir. Así, la incertidumbre fue ganando terreno en nuestras almas y, poco a poco, se fue traduciendo en síntomas de una mal aceptada realidad.
Niñas, niños, adolescentes, jóvenes, adultos y ancianos, sin importar el rango de edad, la procedencia o la clase social, hemos compartido muchos de los sentimientos antes descriptos. Y en ocasiones también hemos sufrido en carne propia las consecuencias que el cuerpo, tarde o temprano, se encarga de mostrar. De acuerdo a los especialistas los síntomas más comunes de este tiempo son somáticos, es decir, trastornos en la piel, insomnio, falta de concentración, fallas en la memoria, y letargo para hacer las actividades cotidianas. Sutiles evidencias de una falta de armonía general, protestas de una homeostasis lastimada.
Los niños y niñas han sido los grandes silentes de este proceso, ya que se vieron embarcados en un recorrido sin explicaciones, y con escasas herramientas madurativas para explorar los motivos de este tembladeral. De acuerdo a una reciente encuesta de Unicef, que abarca un muestreo representativo de 6,1 millones de hogares en los que habitan 26,4 millones de personas, el 48% de los chicos y chicas argentinos manifestó alteraciones en la comida durante la cuarentena, el 46% en el sueño, y un 10% mostró distintos grados de temor frente a la posibilidad de salir de su casa.
Por otra parte, el 16% mostró problemas de comunicación, y esto me recordó un reclamo común de los mayores cuando se quejan de que los niños y niñas no quieren aparecer en las videollamadas que hacen los abuelos, tíos, el papá o mamá no conviviente, o cualquiera de los integrantes del círculo familiar que se hartan de extrañarlos. Muchas veces los adultos malinterpretan la negativa como falta de interés o cariño, cuando en realidad es sólo el modo de reaccionar frente a una realidad que no logran descifrar, ni pueden procesar.
En relación a los adolescentes, el 63% de los encuestados manifestó haber padecido sentimientos de angustia, temor frente al contagio y depresión, y un 73% reconoció que aumentó el tiempo de exposición frente a las pantallas.
En este sentido, la agencia oficial de noticias Télam dio a conocer una investigación realizada por el equipo de Psicología Básica, Aplicada y Tecnología perteneciente al Conicet y a la Universidad Nacional de Mar del Plata, que evaluó el impacto emocional del aislamiento durante la pandemia. Los resultados indicaron que “los más jóvenes tienen más depresión, ansiedad y sentimientos negativos” que otros grupos de edad. “Son los más afectados a medida que pasa la cuarentena. Más de un 20% informó niveles moderados o graves de depresión al inicio y, dos semanas después subió al 25%. No poder acceder a espacios abiertos empeoró los resultados. Lo que más les preocupa son los cambios en su vida social”.
El Hospital Pediátrico Garrahan, desde su portal, brinda algunos consejos para lidiar con el estrés de niños, niñas y adolescentes en este tiempo tan particular. Entre otras cosas, indican que hablar del “después”, compartir actividades en familia y establecer límites frente a la invasión de pantallas, son requisitos necesarios para sostener el ánimo de los más pequeños.
Entre las sugerencias se cuentan: hablar de lo que les gustaría hacer cuando se termine el encierro obligatorio y escribir una lista de pendientes para luego de la cuarentena; aprender cosas nuevas como cocinar o hacer alguna manualidad para pasar el tiempo y reforzar los vínculos familiares; mirar fotos viejas porque hace que relatemos historias, nos regresa a momentos hermosos ocurridos fuera de la cuarentena, y permiten compartir una instancia de felicidad y amor.
También es necesario pautar horarios y tiempo de uso de las pantallas. No deben estar a disposición constantemente para no generar dependencia y adicción. Una buena idea es desarrollar un contrato firmado por las partes sobre la cantidad de tiempo y sobre quiénes usan los dispositivos electrónicos.
Si bien la creencia popular expresa, de un modo romántico, que la niñez y juventud son el resguardo de los momentos felices, muchas veces la experiencia indica lo contrario. Los sentimientos negativos no son patrimonio de un grupo etario ni remiten a condicionamientos sociales. Todos, en algún momento de la vida, podemos dejarnos cubrir por el oscuro barro de la depresión, sintiendo que a nuestro alrededor las luces ya no brillan. Buscar motivos para sonreír es una esforzada tarea cotidiana (hoy más indispensable que nunca) y un aprendizaje que puede durar toda la vida.