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Cafetero, por no saber decir que no

“¿Por qué me miran a mí? El único que puede tocarla con la mano, con perdón, es el arquero. Y eso que solo él puede agarrar así, sin que lo sancionen, es una pelota”. Ya está, hasta ahí llega lo que puedo decir de fútbol sin sanatear. Insisten: no importa, que sea algo más largo, contá cualquier cosa, pero hacelo en primera persona. Ni para la primera ni para la tercera me da, pero voy por la segunda para tomar distancia y reseteamos: ¿Por qué te miran a vos?

Te piden garabatear sobre el Mundial, para colmo. No los mundiales en general, uno en particular, el que te cuadre. Nunca les diste demasiada bola, si es que a esta altura hace falta aclarar. No tenés detalles para revolear, ni anécdotas, ni nombres propios. Lo decís para zafar pero ya está, maldición: la memoria te hace el primer gol. Hay un Mundial que no quisieras, pero tenés presente y cae la paradoja de cajón: es el que se llenó de ausentes.

Ese, particular, que también desbordó de generales y de nombres impropios. El que no jugaron 25 millones de argentinos, el del gauchito ñoño que parecía Anteojito y el de la barra de Clementes de Caloi, que por qué se metió en esa el tipo, si era de otro palo.

Estás jodido con el pedido, te metieron en un brete, te acordaste, el tipo del pito ya pitó y, como sea, quedaste partido en el partido.

Qué lindo sería estar en el banco. Mejor, en la tribuna. De preferencia, frente a la pantalla del tele. Total, una más que mirás por TV qué te hace. Pero te mandaron al pasto, estás tirando la pelota afuera y haciendo tiempo y te van a retar. 20 minutos, dale. 2-0 en contra.

El viejo había comprado un televisor a color. Nunca supiste cómo hizo, si no había un mango. Era un Telefunken. Jamás volviste a ver una imagen mejor. El aparato era una masa y duró décadas. Ahora jugás el segundo tiempo de la madre de todos los partidos, si se permiten las metáforas cursis, pero entonces eras joven.

Y no había un peso, ya lo dijiste. El compañero de facultad te tentó: “Vamos a anotarnos como cafeteros”. La concesión de venta de hamburguesas, tan yankis, de choris, tan populistas pero tan imprescindibles hasta en dictadura, y de café la tenía Bonafide para el Gigante, remodelado ad hoc.

Tejes y manejes, te enganchaste en la changa y te compraste de paso todos los dilemas. ¿Eso era colaborar? ¿Era traición? Nunca lo resolviste y seguiste. 40 minutos. El sistema era así: te cargaban la mochila térmica con café y te mandabas para la tribuna. Firmabas el vale de la carga y rendías la plata de acuerdo a los vasitos que te quedaban, que era la medida de lo que vendías. Volvías a recargar y salías de nuevo. Los vasitos eran chicos, así que muchos te pedían otro.

Algunos de los vendedores aprovechaban, se lo daban en el mismo envase y sumaban unos pesos al pago diario, que era más bien escaso. Vos no lo hiciste. Un boludo, pensabas al toque. Por qué no cagar a la empresa y a estos tipos, que están acá meta risa y patrioterismo de pelota mientras afuera pasa lo que pasa. El sistema era un quilombo. El país era un quilombo.

60 minutos, queda poco. Y vas 3-0 en contra. Del segundo partido en Rosario podrías contar otra cosa, que te haría, por lo menos, empatar. Pero ya está, dudaste, es muy complicado y se acabó el tiempo. El tipo del pito da la pitada final. Quedaste, apenas, como el cafetero del mundial. Esto te pasa por no saber decir no.

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