Lionel Messi levanta la Copa del Mundo, un rato antes le había dado un beso al pasar, para que nadie dude de su amor por ella. Detrás suyo el resto del plantel festeja y llora como si se tratara del mismo sentimiento. Las lágrimas de emoción también desbordan a Lionel Scaloni, el hombre que descubrió cómo llevar al mejor jugador del mundo al pedestal que merecía. Ángel Di María tiene los ojos enrojecidos, al igual que su zurda, esa que otra vez puso su sello en una final. Y en las calles de Argentina el pueblo festeja, se abraza, luce orgulloso los colores celeste y blanco, como si por un instante mágico, la grieta se sellara, aunque sea sólo una ilusión.
El fútbol no podía ser tan cruel. No era justo que Lionel Messi se retirara sin poder levantar el máximo trofeo que este deporte ofrece. Pero los tiempos se iban acortando y Qatar era la última chance. Tal vez por eso los hinchas argentinos reventaron cada estadio, aunque tuvieran que endeudarse o postergar sus propios sueños. Había una sensación en el ambiente que podía darse, aunque el cachetazo inicial ante Arabia volvió a poner dudas en el camino. Fue sólo eso, un susto para recargar energía y no creer que alzar la Copa del Mundo iba a ser un trámite.
Argentina ganó una final infartante, despiadada para los corazones. Hubo setenta y pico de minutos llenos de fútbol albiceleste. Scaloni ideó un plan casi perfecto y los once jugadores que salieron a la cancha cumplieron con eficacia. Hubo un esfuerzo físico descomunal, desmedido. Corrieron con el corazón, con el deseo. Y hubo muchos ratos de magia, siempre en los pies de Messi, aunque esta vez todos parecieron contagiarse.
El 2-0 tras el penal a Di María (intratable por izquierda) anotado por Messi y la contra soñada que terminó con Fideo tocando la pelota por encima de Lloris amagó con una paliza. Francia era un equipo perdido, desbordado, desconcertado. Mbappé estaba anulado por Molina, Cuti Romero y el despliegue impactante de De Paul y el tercer festejo albiceleste podía caer en cualquier minuto. Incluso Deschamps cambió a sus dos delanteros antes del final del primer tiempo, un manotazo de ahogado que al final le dio rédito.
Todo era fiesta albiceleste. En las tribunas del estadio Lusail y en cada rincón del país. Tanta supremacía incluso, hizo que muchos bajaran la guardia, dejaran un rato las cábalas de lado y comenzaran a armar el itinerario del festejo.
Una vez más el fútbol demostró que nada está definido hasta que el árbitro pite el final. Mucho más cuando enfrente está Mbappé. Sufrir parece ser una marca registrada de la selección argentina, en realidad del pueblo argentino. Y sin esa dosis de padecimiento parecería que nada tiene valor.
Exceso de confianza, falla en el retroceso, un par de pelotas perdidas y de pronto el partido estaba 2-2. Un penal de Otamendi anotado por Mbappé puso a Francia en cercanía impensada. Y una perdida en mitad de cancha de Messi terminó en el empate, tras perfecto remate del delantero galo del PSG.
Los fantasmas del choque de cuartos ante Holanda surgieron espontáneamente. Y hubo un rato de depresión imposible de evitar, dentro y fuera de la cancha. La amenaza de una nueva chance esquiva de levantar la Copa del Mundo para Lionel se apoderó de todos. Nadie quería decirlo, todos lo pensaban.
El alargue fue despiadado para la salud. Scaloni renovó energía con los ingresos de Lautaro Martínez y Paredes, perro Francia metió a los grandotes para pelear el área y empezó a ganar desde lo físico. Lloris tapó alguna pelota y ca-da arranque de Mbappé obligaba a cerrar los ojos. La táctica quedó de lado, se empezó a jugar con el corazón.
Llegó el tercero, esta vez el VAR vio habilitado a Lautaro y la tapada impresionante de Lloris no pudo impedir la arremetida de Messi para gritar con el alma un 3-2 que parecía definitivo, aunque quedaran 10 minutos más.
El partido se hizo interminable y la sensación de padecimiento se volvió a instalar en el césped del Lusail. Y la premonición se hizo realidad. Mbappé intuyó que un centro podía irse pasado y remató directo al codo de Montiel. Penal y triplete del atacante francés. Otra vez a probar la resistencia cardíaca de los hinchas argentinos.
Al partido le quedó un momento más, y fue una señal que esta vez a Argentina y a Messi se le podía dar. Un pelotazo largo, una pifia de Otamendi y Kolo Muani quedó sólo frente a Dibu. Y el arquero estiró su zurda para impedir lo que hubiera sido el final del cuento de hadas.
Los penales devolvieron la confianza a Argentina. Dibu atajó el segundo y obligó a fallar el tercero. Y Messi, Dybala, Paredes y Montiel no fallaron. Y el fútbol por un momento fue más justo. Porque el mejor jugador del mundo, tal vez el más grande de la historia, no podía retirarse sin sentir los 6,170 kilos del trofeo más preciado, ese al que tuvo que mirar de reojo tantas veces y esta vez fue suyo, y lo abrazó junto a todo el pueblo argentino.