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Campeones ganó el Goya con la historia de superación de un equipo y su técnico

La película española refrendó en la elección la popularidad ganada en las salas de cine de ese país y la enorme cantidad de reproducciones en todo el mundo a través de plataformas digitales. Y es una historia real

Campeones ganó el Goya a la mejor película. El film español que cautivó a los espectadores de ese país y que generó también mucho interés en los amantes del cine en Argentina a través de las plataformas digitales. Y en especial a los del básquet, ya que esta perla de Javier Fesser refleja la historia del equipo de básquet Los Amigos, un elenco muy especial. Los 1.600 académicos que votaron coincidieron en este caso con los 3,2 millones de espectadores que la vieron en el cine en España.

Se trata de una película de superación protagonizada por un equipo de básquet y su entrenador y se llevó el máximo premio de la gala celebrada en Sevilla.

Marco, un entrenador profesional de básquet desempleado tras ser despedido de su puesto por comportamiento violento, debe entrenar a un equipo compuesto por personas con discapacidad intelectual por haber manejado ebrio. Lo que comienza como un reto difícil se acabará convirtiendo en una lección de vida.

Pero lo que no muchos saben es que es una historia con tinte verídico y que reflejaron los medios españoles en su momento.

Aquí una nota de 2011 del diario El País sobre estos muchachos que llevan ocho títulos nacionales.

Paco Almenar recibió, vislumbró el cuadro blanco en el tablero, giró, apuntó y tiró. Mientras el balón surcaba el pabellón de deportes gaditano en busca del aro, el aire vibró con la sirena del final del partido. Miles de espectadores siguieron la parábola del esférico conteniendo la respiración. Fue un triple de libro. Esa canasta anotada en el último segundo de la prórroga suponía para el club Aderes de Burjassot (Valencia) ganar el Campeonato de España de baloncesto de 2009. Almenar rompió a llorar.

Habían permanecido todo el encuentro por detrás en el marcador. Al final lo habían conseguido. Su tercer título nacional consecutivo. Se había impuesto su legendario espíritu de equipo. No eran los mejores; no estaban en una gran forma; algunos superaban los 40 años y arrastraban un físico machacado por la vida, pero eran una piña. Dentro y fuera del campo. Los jugadores rodaron por la cancha fundidos en un estruendoso abrazo. Esa noche la juerga sería antológica. Propia de una banda de rock. Codo con codo con sus rivales de Hercesa de Alcalá de Henares (Madrid) a los que acababan de derrotar. Los disgustos duran minutos. «No nos gusta humillar al contrario», explica Ramón Torres, de 38 años, capitán del Aderes, que padece un retraso mental ligero y una incapacidad intelectual del 36%. «Preferimos ganar de tres que de treinta para que los adversarios no se hundan. Los de Hercesa son nuestros compañeros de fatigas. Hemos jugado ocho finales. En el campo hay mucho pique, pero luego nos vamos juntos de fiesta. Una vez, al final de un partido les pedí perdón. Somos iguales. Nos importa competir, pero lo que de verdad nos gusta es jugar. Hace 20 años, una persona como nosotros estaría en un psiquiátrico. Se nos veía como a locos y nos tenían encerrados. Hemos salido y somos un ejemplo de que alguien como nosotros, lo que antes llamaban anormales, se puede divertir, viajar, trabajar y tener una familia. El baloncesto ha sido para nosotros el comienzo de un camino».

Paco Almenar Peralta, el héroe de aquella final del 17 de octubre de 2009 (repetirían triunfo al año siguiente ante el mismo equipo), tiene 41 años; es un tipo fuerte, mofletudo y barrigón, con un encrespado pelo negro y aire plácido. No proyecta la imagen de un deportista de élite, pero es un excelente lanzador de triples. Trabaja en la lavandería de un hotel. Se levanta a las cuatro de la mañana. Se mueve en moto. Gana poco. Vive solo. Practica baloncesto hace 10 años. Según su ficha, padece un «retraso mental de origen desconocido y una discapacidad del 65%». «Eso supone que dos tercios de sus capacidades no llegan a la media y le provoca problemas en la realización de algunas actividades de su vida diaria como trabajar, relacionarse, comunicarse o desplazarse», explica Mercedes Jaraba, subdirectora general en el superministerio de Leire Pajín, que continúa: «Se trata de una persona con discapacidad, pero no quiere decir que sea discapacitado, y menos aún, minusválido. Tampoco quiere decir que sea un enfermo mental ni necesariamente dependiente. Quiere decir que tiene desventajas respecto al entorno que le rodea. Que se enfrenta a unas barreras que no tiene un ciudadano normalizado. Y eso es más fácil de entender si hablamos de alguien con un problema físico: una persona con discapacidad motora tal vez no consiga subir una escalera, pero si le pones un ascensor, ese handicap desaparece. El problema es que en las personas con discapacidad intelectual, esas barreras son más graves e invisibles. Más difíciles de superar. ¿Cómo les podemos apoyar? A un ciego le puedes ayudar a cruzar la calle con un semáforo sonoro, pero ¿cómo apoyas a una persona con discapacidad intelectual? Sabemos poco de ellos. Son un laberinto. Y debemos solucionar esa carencia sensibilizando y educando a la sociedad. Muchas veces ni los médicos saben diagnosticar su problema. El cerebro es una caja negra que encierra incógnitas».

«Somos una bombilla que está un poco floja y a veces se apaga, pero si la aprietas puede brillar». Una reunión con los componentes del club deportivo Aderes (acrónimo de Asociación Deportiva, Rehabilitadora y Social), una veintena de hombres entre los 24 y los 46 años con discapacidad intelectual, te brinda la inopinada posibilidad de escuchar reflexiones tan lúcidas como esta elaborada por el pívot del equipo, Paco Sánchez de Molina, de 38 años, que padece una discapacidad del 66%, sordera de un oído y problemas en la columna vertebral. Mide más de dos metros, vive con una pensión de 345 euros y ayuda a chavales en situación de exclusión y riesgo social. Es un padrazo. «No soy el más guapo del equipo, pero sí el más resultón», dice con su sorna inagotable. Otro de sus compañeros, Arturo Gisbert, de 24 años, que sufre «retraso mental ligero, consecuencia de sufrimiento fetal, y una discapacidad del 65%», aporta otra impactante explicación sobre su situación: «Esto es como si te falta un brazo; es más difícil que te desenvuelvas y encuentres trabajo, pero sigues siendo persona. A nosotros a lo mejor nos falta algo en la cabeza, pero somos humanos y tenemos sentimientos».

Arturo es el ligón del equipo. Juega de alero, lleva unas enormes gafas negras Ray-Ban que afilan su rostro y es un fiestero impenitente con la cartera bien provista de condones. Trabaja en un centro ocupacional donde no cobra un euro y su perfil de Facebook está repleto de amigas. Le gustaría tener un empleo e independizarse. Hace un tiempo le dejó su novia y lo pasó mal. Hoy picotea. «No me vuelvo a enamorar. Solo amigas. Aunque para el amor no hay barreras», afirma con picardía y sin parar de moverse. A su lado, flemático, Ramón Torres, el alma de este particular dream team, en paro y con las rodillas tocadas, añade su amarga visión sobre cómo detecta su discapacidad la sociedad: «A veces hubiera preferido nacer en silla de ruedas, al menos la gente entendería lo que me pasa; intentaría ayudarme y no me verían como un monstruo».

La modesta sede del club Aderes, en Burjassot (una ciudad dormitorio de 38.000 habitantes pegada a Valencia), revienta con la plantilla de baloncesto y sus familias. En un par de horas comenzarán el entrenamiento y más tarde jugarán un partido. Hay sillas de plástico, mesas plegables, un futbolín, una nevera industrial, copas de plata chapada (en el interior de una está escondida la llave de la oficina) y su historial deportivo inmortalizado en decenas de fotografías. El ambiente es distendido. Mezcla de fiesta de fin de curso y reunión de vecinos. Al principio, uno no sabe cómo comportarse con estos chicos, especialmente con los que se sitúan en esa etérea zona gris que separa la normalidad de la incapacidad. Si tratarlos como a niños o como a adultos. Todo es más sencillo: hay que tratarlos como a personas. Lo agradecen.

Cada uno tiene su historia. Alguno maduró mal en el vientre de su madre; alguno sufrió al nacer; alguno tuvo un accidente de moto; alguno se ha quedado anclado en la infancia; alguno apenas puede hablar; alguno tiene pareja; alguno viene escoltado por sus padres; alguno viene en bici; alguno está solo en el mundo; alguno trabaja; alguno está en paro; alguno es un romántico incorregible y alguno frecuenta prostitutas; alguno viene de una familia acomodada y alguno vive de la caridad; alguno es adicto a las marcas y alguno huye del cepillo de dientes. En algunos intuyes en segundos algo fuera de lo normal; en algunos te cuesta creer que sufran un retraso intelectual. Cada uno es un mundo. Aunque los clasifiquemos con la misma etiqueta. No sabemos cuántos hay entre los 3,8 millones de personas con discapacidad contabilizadas en España. Carecen de las señas de identidad de las personas con síndrome de Down. No tienen su simpatía, su espontaneidad, ni despiertan el automático cariño de la gente. Por contra, la sociedad recela de ellos. «Las personas con discapacidad física tienen un sentimiento de grupo, de compartir un mismo problema, de reivindicar y buscar soluciones, que no tienen las personas con discapacidad intelectual», explica Roberto España, gerente de Hercesa, el eterno contrincante de Aderes. «No son un ejército, son individualidades. A veces ni son conscientes de lo que les pasa. Como colectivo son un saco sin fondo donde se amontonan los tópicos, la falta de información y los diagnósticos ambiguos. Y hay de todo. Hay algunos con problemas para ser autónomos y otros en los que la raya que los separa de la normalidad es tan estrecha que apenas la detectas». En esa línea argumental, Arturo, el jugador más joven de Aderes, afirma: «Antes intentaba ocultar que tengo una discapacidad y algunos no se daban cuenta, pero ahora lo digo cada vez más. Antes de contarlo tienes que saber a quién se lo dices. Si te va a dar de lado… Tengo terror al rechazo».

En nuestra conversación hay flujos y reflujos. A ratos divagan, se aburren, se atropellan, se empujan, se desconcentran y pierden; en otros momentos esgrimen razonamientos de una lógica que sobrepasa. Es el caso de esta reflexión de Cristóbal Amate, de 46 años, que está en paro tras una década trabajando en una fábrica de pinturas, se confiesa siempre enamorado y en su ficha leemos que tiene «inteligencia límite y trastorno de personalidad leve»: «Quizá no seamos famosos para la gente de la calle; no somos tan importantes como Gasol. Pero cada uno es famoso para el resto del equipo. Somos famosos entre nosotros mismos. Nos tenemos y no nos fallamos». Le aclaman. «¡Te has ganado una paella!», vocea Javier López, de 36 años, base del equipo, con un «retraso ligero y una discapacidad del 36%». Javi no tiene familia, está en paro y paga una hipoteca de 170 euros. Hay días que no come. No sabe su futuro. Nunca se queja.

Los chicos de Aderes se comportan como un grupo de adolescentes relatando sus gestas deportivas. Y las juergas posteriores. Como aquella vez que estos hombretones tendentes al sobrepeso se introdujeron a presión en el ascensor de un hotel, se quedaron atascados y decidieron saltar hasta que se desplomó, cayó al vacío y salieron vivos de milagro. Se mueren de risa. No todo son alegrías. Hablan también de sus dificultades para obtener empleo; sus problemas para encontrar pareja; para acceder a la cultura. Relatan el acoso del que han sido objeto; las agresiones, las burlas y la marginación; el aislamiento y la incomunicación; la explotación laboral de la que son objeto; su sentimiento de inferioridad. Tienden al desánimo. Su autoestima es una montaña rusa. Alguno ha rozado el suicidio. El deporte es su salvavidas. El equipo. Los amigos. Las cañas. Cada jugador conoce las limitaciones del resto. Dónde patina cada uno. Y actúa en consecuencia. «Hemos pasado de ser el batallón de los torpes, los últimos de la fila en el colegio, los más lentos de mollera, a ser campeones de España ocho veces en diez años», explica Sergio Ferragut, de 36 años, alero del equipo, que trabaja en un centro especial de empleo y tiene una deficiencia ligera y una discapacidad del 38%. «Podemos ir con la cabeza bien alta».

En esta reunión hay una sola mujer con discapacidad, se llama Amparo, tiene 23 años, un extraño parecido con Penélope Cruz y un mutismo difícil de franquear. Detrás de una cortina de cabello que cubre su rostro se esconden unos ojos tristes. Acaba de llegar al club con la intención de hacer deporte. De romper su muro. No sale de casa, no tiene amigos, no estudia, no trabaja. Malvive con su madre. Julio Talavera, el presidente de Aderes, le ha permitido que entrene con los chicos, pero no puede competir. No hay equipo de chicas; las chicas con discapacidad intelectual no vienen a Aderes. Son un mundo aparte en la nebulosa del retraso intelectual. Aún más opaco. El padre de otra chica con discapacidad (que pide anonimato) lo confirma: «Tenemos pavor a que nuestras hijas se relacionen; las tenemos superprotegidas; el tabú es la sexualidad. Yo veo que a los chicos su familia les explica todo; sus hermanos les enseñan a masturbarse y les recomiendan que usen preservativos. Les animan a que conozcan chavalas. A que muestren sus sentimientos. Con las chicas no nos atrevemos; nos da miedo que se aprovechen de ellas. Las tenemos presas. Algunos les obligan a ligarse las trompas o les ponen el diu, pero eso no les libra de una enfermedad sexual. No sabemos qué hacer ni dónde ir. Te tienes que buscar la vida y pagártelo de tu bolsillo. Y mientras, las tienes encerradas en casa».

A estas personas a las que hasta hace poco tiempo se calificaba de idiotas se les ha negado históricamente el acceso a su sexualidad. Se les condenaba a ser niños eternos a los que les estaba vedado el mundo de los afectos. En Aderes se habla de sexo con naturalidad. Se habla de todo. Para sus padres son sesiones en las que compartir experiencias, alegrías y tristezas. El largo camino que comenzó el día que comprendieron que sus hijos no eran normales. Y tendrían que estar siempre a su lado. «Son sesiones de risoterapia; nos relajamos, ellos y nosotros», afirma una madre. «Si no, explotaríamos». Todos están convencidos de que el funcionamiento intelectual de sus hijos, sus habilidades sociales y su futura independencia pueden mejorar con una orientación adecuada. Saliendo de casa. Con disciplina y normas. Consiguiendo que se hagan con los mandos de su vida. Y ahí el deporte tiene un papel fundamental. Un buen ejemplo es uno de los jugadores del equipo de fútbol sala, Wilson, con una «discapacidad del 35%», que está casado, tiene hijos y un buen empleo en una empresa automovilística. Es difícil creer que tenga una discapacidad. Es un triunfador.

Aderes nació a comienzos de los noventa del empeño de un grupo de personas con discapacidad física de Burjassot que luchaban por acabar con las barreras de su ciudad y apostaban por el deporte como forma de integración. Intentaron organizar un equipo de baloncesto en silla de ruedas, pero no lograron reunir el dinero. Una década más tarde se hizo cargo del club en decadencia Julio Talavera, un químico jubilado, que hoy cuenta 75 años, que dio un golpe de timón en dirección a los discapacitados intelectuales. Sin dinero, ni experiencia, ni la ayuda de profesionales, a base de corazón, Julio y un puñado de padres mostraron de lo que es capaz la sociedad civil cuando se pone en marcha. Hoy, medio centenar de personas con discapacidad intelectual hace deporte en Aderes. Ganan campeonatos. Y están más cerca que nunca de la normalidad, signifique lo que signifique.

Julio Talavera, un viejo entrañable, castizo, de aspecto frágil y mala salud de hierro («estoy vivo por Aderes»), y su mujer, Amparo Lara, habían tenido dos hijos con parálisis cerebral. «La chica, Marisa, nació en 1969, y fue un vegetal hasta que falleció con 30 años. Había que hacerle todo. ¡Todo! Para mi mujer fue una dedicación tremenda. Dos años más tarde nació Raúl, que ahora cumple 40; no lloró al nacer. Sufre un déficit mental moderado y una discapacidad del 81%, pero tiene una memoria asombrosa, se sabe todas las alineaciones de fútbol y se mueve con su bastoncito. Hace 20 años me dijeron que o nadaba o se quedaba paralítico. No era muy buen nadador, pero movía las piernas a toda velocidad y ganó medallas. Fue el momento más feliz de mi vida. Hace poco, su neurólogo me dijo: ‘Tu hijo no está en silla de ruedas por el deporte’. Entonces pensé en ir más allá de la natación; quería montar deportes de equipo, que les unieran y sirvieran para integrarles. Y me lancé».

A finales de los noventa, Talavera organizó un equipo de baloncesto en torno a Ramón Torres Soto, un hercúleo valenciano nacido en 1973, con deficiencia intelectual, que jugaba en equipos normalizados y se ganaba la vida transportando aparatos de aire acondicionado. De la mano mágica de Ramón, aquel primer equipo de Aderes ascendería en 2000 a la primera división de personas con discapacidad intelectual, y un año más tarde se hacía con su primer Campeonato de España. Ya no pararían. Sin más ayudas que 1.800 euros al año del Ayuntamiento de Burjassot (que este año se han quedado en 1.300 por la crisis). El resto saldría del bolsillo de los socios. Aderes es el campeón de España más pobre de nuestro país.

Y el más desconocido. Algo habitual dentro del deporte para personas con discapacidad intelectual, que, sin embargo, cuenta con más de 3.000 licencias federativas. Son los olvidados. Una situación de marginación que empeoró tras el fraude cometido por la Federación Española de Deportes de Discapacitados Intelectuales (FEDDI) en los Juegos Paralímpicos de Sidney, en 2000, que alineó en baloncesto a 10 deportistas sin discapacidad. Eran normales. Y nadie en la organización olímpica pareció darse cuenta. Los únicos jugadores con discapacidad eran el catalán Juan Pareja y el propio Ramón Torres, capitán de ese conjunto de discapacitados apócrifos del que formaban parte un ingeniero, un economista y un licenciado en Periodismo. Con esa alineación, la selección española obtendría el oro en los Juegos de Sidney. Arrasó. Los expertos quedaron asombrados por la capacidad de juego, coordinación, estrategia y concentración del conjunto español, muy por encima del resto de selecciones de personas con discapacidad intelectual. Era mentira. El presidente de la Federación había ideado esa estafa para captar laureles y subvenciones. El escándalo saltó unos días más tarde de que los españoles subieran al podio. Pocas semanas después, los jugadores de la selección (los verdaderos y los falsos discapacitados) se vieron obligados a devolver sus medallas. Y por si fuera poco, los deportistas españoles con discapacidad intelectual fueron castigados a no volver a los Juegos Paralímpicos. Un golpe tremendo para los jugadores con discapacidad que luchaban por hacerse un hueco en el mundo del deporte. Ramón, el capitán de aquella falsa selección, bordeó el precipicio. Le salvó Aderes. La ilusión de competir. De enseñar el camino a un equipo de novatos. Demostraría que era el mejor. Al frente del equipo de Burjassot ganaría ocho Campeonatos de España sin trampas.

Si Aderes es el equipo deportivo con la plantilla más variopinta que uno pueda imaginar, la gente que los rodea no se queda atrás. Son héroes de barrio. Está Julio Talavera, un jubilado incansable que dirige sin descanso el club. Está José Gisbert, su sombra; pintor de brocha gorda jubilado por una diabetes y padre de Arturo, el jugador de baloncesto más joven. Está Pepe Aceituna, el entrenador de fútbol sala, un suboficial del ejército que aplica la disciplina militar en la cancha y es padre de Manuel, que juega al fútbol y tiene una discapacidad del 65%. Está Osvaldo Márquez, entrenador de baloncesto; un empresario uruguayo con un hijo, Mateo, de 10 años, con síndrome de Down. Están las mujeres de Julio, José, Pepe y Osvaldo. Y los padres de todos. Y está Esther Morillas.

La fórmula de la década prodigiosa de Aderes tiene tres ingredientes: un agitador, Julio; un líder, Ramón, y una entrenadora, Esther. Entre los tres han obrado el milagro: de menos que cero a ocho Campeonatos de España. El próximo será en octubre, allí se verán las caras 60 equipos de toda España. Cuando Esther llegó al club, en 2001, tenía 30 años, había estudiado Económicas y no tenía ningún familiar con discapacidad. Había jugado al baloncesto y quería echar una mano. Es una fuerza de la naturaleza. Grande, cariñosa y carismática. Ha sido la madre, hermana, novia, entrenadora, sargento y paño de lágrimas de todos. Les ha enseñado a vivir. A cuidarse y a tratar a las chicas. «La primera vez que los vi con esas barrigas pensé: ‘¡Cómo voy a hacer algo con estos tíos!’. Eran lo más alejado a deportistas que podía encontrarme. No sabían dónde estaba la izquierda y la derecha. Se les olvidaba todo. No tenían disciplina. No se duchaban. Había que ponerles las pilas. Cuando empiezas a trabajar con ellos te asustas, hay mucha leyenda negra. Pero me quedé. Me comprometí. Y no es fácil. Aquí no valen las técnicas ni las estrategias. Se trataba de implicarlos. A los buenos y a los malos. Exigirles. Llevarles al límite. Que sepan que lo importante es el equipo. Para mí era más que deporte, tenía que ser una escuela para su integración. Cuando se clasificaron para jugar el primer Campeonato de España, en 2001, me fui con ellos en un autobús de línea. Les preparé una lista con todo lo que tenían que llevar, sus cosas de limpieza y su ropa interior. Uno apareció con una bolsa de Mercadona con un calcetín y unos calzoncillos sucios. Fue un viaje tremendo. Uno se tomó dos Red Bull y le dieron convulsiones en el autobús. Cuando ganamos, con la alegría, uno me dio un cabezazo y me partió la ceja. No me dolió. Lo habíamos conseguido. Al año siguiente jugamos la final en Valladolid y ya todos llevaban su mochila con sus mudas. Ya no era un juego de niños; esto era jugar al baloncesto. Éramos los campeones y teníamos que demostrarlo. Y ser campeones cuesta. Y si entrenaban, si se ponían a dieta, podían volver a ganar. Eran unos profesionales».

«Aquí, el deporte tira de lo demás; cumple su papel», explica Roberto España, gerente del club Hercesa, los rivales de Aderes. «El deporte les ha conducido a un entorno donde se les respeta; donde se les inculcan hábitos de socialización, disciplina, compromiso, solidaridad y entrega. Se sienten parte de algo. En torno al deporte aprenden a estructurar su vida; salen, compiten, se sienten útiles. Eso es deporte con mayúsculas».

Los chicos de Aderes saltan a la cancha. Se enfrentan a un equipo de treintañeros normalizados. Les sobran algunos kilos y algunos años, pero les sobra pasión. El juego es rápido, limpio y ordenado. Sus madres son la hinchada. Pierden de cinco puntos. No pasa nada. No hay mala sangre. Tras sus Ray-Ban, Arturo me guiña un ojo: «No está mal, ¿eh?». Y se marchan como un grupo de ruidosos y sudados colegiales del brazo.

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