Por Pablo Suárez
Creo que todos sabemos más o menos la historia de Caperucita Roja. También sabemos la enorme cantidad de análisis que se han vertido sobre ese cuenco. Se dice que -como muchos cuentos antiguos- el de caperucita es una versión literaria que deja entrever experiencias humanas reales, y concepciones filosóficas de época acerca de diversos tópicos: en este caso la de la maduración sexual de las mujeres, el de la violencia sexual, el de los peligros que entraña “la naturaleza salvaje” y lo desconocido. Esto no es ya materia “opinable” ni patrimonio de análisis intelectuales alejados de la realidad, no empecemos con sonseras. Esto está ya en las primeras versiones del cuento (de Charles Perrault) en las cuales el Lobo le pide a la niña que se saque la ropa y se meta en la cama para luego comérsela.
Algunos análisis más recientes hacen recaer sobre la madre una mirada un tanto crítica acerca de su responsabilidad en todo lo sucedido. Preguntándose qué clase de madre es aquella que envía a su hija a cumplir una misión que entraña tamaños riesgos a su integridad física y anímica.
Unos años después de Perrault, Los hermanos Grimm hacen aparecer al leñador, que luego muta en cazador y con esta figura aparece el final feliz.
En el fútbol argentino, Caperucita roja es el apodo que un famoso relator tripero le da a Estudiantes de la Plata, no tanto por su debilidad, sino más bien por asociarla con la víctima del Lobo, animal al que se identifica con Gimnasia y Esgrima La Plata. Pero más allá de ese particular relator (y del historial entre esos dos equipos), el fútbol argentino tiene muchas caperucitas, rojas o no.
El 90% de los que amamos el fútbol soñamos con jugar al fútbol profesionalmente. Si el padre es futbolero, puede pasar que el pibe también lo sea. Esto comenzará en el club del barrio y si ahí “anda bien”, el padre mismo o -si el pibe está por arriba de la media o bien conectado- algún representante hará el intento por meterlo en un club grande. La canastita de delicias, ya está lista. Y así comienza para el pibe un camino a través de un bosque en el que acechan diversos peligros.
Los padres harán su esfuerzo por garantizar su asistencia regular a las prácticas, o se procurarán los tratamientos necesarios para que el joven pueda desarrollar su cuerpo para poder jugar a nivel profesional y cumplir su sueño… ¿El sueño de quién? ¿Cuál sueño? ¿Jugar en primera? ¿Ser millonario?
Efectivamente, el padre lo acompañará en un tramo, pero en gran parte del camino el muchacho estará solo. En los entrenamientos, en el vestuario, en la pensión del club (para los que llegan de otros lados). Hay muchísimos testimonios, desde el hambre de Hugo Ibarra y sus compañeros, hasta los abusos en la pensión de Independiente, con lo cual la metáfora del lobo y el acoso sexual deja de ser imaginario y cobra su brutal presencia en la vida y cuerpos reales. Estas historias se replican en todo el país y en muchos clubes.
Técnicos que cobran -en dinero y en otros formatos, como nos recuerda Sally Field en Forrest Gump- para garantizar la titularidad del jugador, etcétera. En muchos de esos lances, el joven deberá tener presentes las recomendaciones que le dio su padre, como Caperucita la orden de no ir por el bosque. Pero el asunto es muy importante. No es solamente el anhelo de “cumplir el sueño”. Hay una misión encomendada y en muchos casos desde el comienzo del recorrido, para el joven futbolista esa misión comienza a pesar, más que “cumplir un sueño” (ya no importa si propio o del padre,) y esa misión puede consistir en nada más y nada menos que asegurar el futuro económico de las próximas cuatro generaciones, ¡comenzando por la de sus propios padres!
La obtención de la Copa del Mundo ha generado una oleada insoportable (al menos para mí) de elogios al aspecto humano del equipo ganador. También ha habilitado a muchos opinadores y a los mismos futbolistas a emitir opiniones respecto de la importancia de confiar en las capacidades propias junto al esfuerzo, la constancia, la perseverancia para poder cumplir con los anhelos. Son valores en los que nadie puede estar en desacuerdo, pero valores que también tuvieron los miles de pibes (muchos de ellos cracks) que los tuvieron, pero que no llegaron. Por cada pibe salvado por el leñador, hay miles comidos por el lobo.
También hay padres que deciden evitar a sus hijos los riesgos de un ambiente lleno de manejos espurios y encaminarlos hacia otras profesiones, o les generan un horizonte en el que haya otros sueños que reemplacen al del fútbol.
Los que vivimos intensamente ese deporte, conocemos mil historias nefastas que rodean al mundo-fútbol, pero firmamos una especie de pacto con nuestros propios valores éticos para poder disfrutar eso que tanto nos gusta. La historia nos absolverá o el tiempo nos dará la razón (?) lo que pase antes, será bienvenido.
Nadie piensa en la madre de Caperucita, que en vez de ir ella decidió enviar a su hija a “putearse con los negros de Victoria”, como diría Caruso, porque la cosa salió bien. Se ganó el mundial y todos estamos muy contentos.
Que el triunfo habilite comentarios futbolísticos, eso lo veo fantástico. Pero quería volver a lo que motivó esta reflexión:
¿Autoayuda? ¡Fuera!
¿Familias ejemplares? ¡Fuera!
¿Meritocracia barata? ¡Fuera!
¿Carrozas morales? ¡Fuera!
El fútbol cambió, ¡Los lavaderos de guita vuelan!
El tráfico de pibitos por los clubes vuela TS-TS-TS-TS
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