Elisa Bearzotti
Especial para El Ciudadano
Continuando con la propuesta de cerrar estas crónicas realizando un balance sobre el año transcurrido, hoy propongo un recorrido por un aspecto crucial de este 2020: el shock provocado por la restricción de actividades en todo el mundo. El inesperado paro económico y la consecuente necesidad de intervención estatal para lograr mantener en pie el circuito de los mercados, generó un impacto profundo en la vida de las personas significando una brutal ruptura ideológica, y un llamado de atención sobre las notorias falencias del actual modo de producción capitalista.
Una de las características más dramáticas del llamado “capitalismo tardío” es el aumento de la desigualdad social. Incorporado como modo de producción desde mediados del siglo XIII, cuando de la mano de la naciente burguesía vino a reemplazar al feudalismo, el capitalismo ofrecía en sus inicios la ilusión de terminar con los abusos y prerrogativas de la nobleza. Sin embargo, el tipo de intercambio de bienes y productos que caracteriza a la modernidad adolece del mismo defecto que el imperante en el Medioevo: la bonanza de las metrópolis se sustenta mediante la expoliación de las colonias. La división entre los países industrializados y los meros productores de materias primas permite que se reproduzcan veladamente condiciones que hoy consideramos aborrecibles. La esclavitud, el trabajo a destajo, la ausencia o escasez de derechos laborales y una jornada de 12 o 16 horas son el pan cotidiano de la mayoría de los trabajadores del planeta. Los inmigrantes que llegan hasta las costas griegas, italianas o españolas, queriendo conquistar a riesgo de su vida una promesa de bienestar, muestran el costado más cruel de un sistema que parece adaptarse demasiado bien a los abruptos cambios tecnológicos de las últimas décadas, profundizando aún más las terribles inequidades que genera.
En este contexto, la pandemia visibilizó situaciones que a ningún gobierno le gusta reconocer, desnudando la vulnerabilidad de las personas que a menudo permanecen en el anonimato dictado por los porcentajes de pobreza o la tasa de desempleo. Por eso, tempranamente los líderes mundiales decidieron asumir medidas proteccionistas que aplacaran un poco la brutalidad de la crisis. Ya en abril, el gobierno de los Estados Unidos había aprobado la “ley de Ayuda, Alivio y Seguridad Económica del Coronavirus”, destinando 2,2 billones de dólares para generar una renta básica universal a ciudadanos y corporaciones, un proyecto votado por unanimidad por republicanos y demócratas, quienes aceptaron de manera realista la idea de que las situaciones de riesgo deben abordarse colectivamente.
En Europa dos profesores de economía de la “London Business School”, Paolo Surico y Andrea Galeotti, sugirieron en ese momento algunas líneas macroeconómicas para hacer frente a la pandemia, todas ellas de corte proteccionista: el aumento del gasto en Salud Pública; la implementación de alivios fiscales, reducciones de impuestos, asueto impositivo, incentivos tributarios y desgravación de actividades; como así también la reducción de las tasas de interés, la puesta en marcha de planes de préstamo y la aplicación de ingresos universales temporales a los hogares y subvenciones en efectivo a las empresas, recomendando enfáticamente este último punto.
También la prensa alemana, a través de la cadena de televisión Deutsche Welle, informó que más de una veintena de organizaciones y 160 personalidades de la cultura, la política, las iglesias y la sociedad civil pidieron iniciar un debate serio sobre la introducción de un ingreso básico incondicional.
En América latina las estimaciones realizadas en julio por la Cepal (Comisión Económica para América Latina y el Caribe), organismo dependiente de las Naciones Unidas, indicaban que para fines de 2020 el número de personas que se encontrarían bajo la línea de pobreza podría llegar a 83,4 millones, manifestándose también un fuerte deterioro de la posición de aquellos que pertenecen a los estratos medios. Por lo cual Alicia Bárcena, secretaria general del organismo, reclamaba “avanzar hacia la creación de un Estado de bienestar con base en un nuevo pacto social que considere lo fiscal, lo social y lo productivo”, y proponía la implementación de un Ingreso Básico de Emergencia (IBE) con perspectivas a permanecer en el tiempo de acuerdo con la situación de cada país, destacando la necesidad de aplicar “políticas universales, redistributivas y solidarias con enfoque de derechos”.
En contraste con esta situación, durante los meses de pandemia, los súper-ricos de la región sumaron 48.200 millones de dólares a sus patrimonios, de acuerdo a un informe de la organización internacional Oxfam que toma datos de la revista especializada Forbes.
Si bien algunos gobiernos decidieron discontinuar las ayudas de emergencia – entre ellos Argentina, la presencia de rebrotes en los países del Norte no resulta auspiciosa para el resto del mundo. Teniendo en cuenta además que, aún si la rápida distribución de una vacuna disminuyera un poco la ferocidad del virus, el impacto económico que produjo será difícil de revertir en el corto lapso, sobre todo en los países más vulnerables. Por lo tanto, estamos en el punto ideal para plantear alternativas más solidarias y justas a las frías políticas macroeconómicas librecambistas.
En este sentido, durante la última semana de noviembre, tuvo lugar un evento online llamado “La economía de Francisco” que, siguiendo la impronta revolucionaria y ambientalista de San Francisco de Asís, convocó a 2 mil jóvenes procedentes de 120 países. Los participantes realizaron un programa “innovador, participativo y global” y plantearon propuestas respecto a la necesidad de superar la visión de la empresa tradicional como productora de ganancias. Esta idea ya viene siendo abonada desde hace varios años por algunas experiencias que apuntan a generar una “economía colaborativa”, “solidaria” o “de comunión”… pequeñas semillas que alimentan la esperanza de un mundo para todos, sustentable, empático con las diferencias, y enemigo de la cultura del descarte que arrasa vidas y almas. Un mundo que todavía, y si nos damos prisa, podría ser salvado de la acechante condena de la extinción.