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Carlo Ponzi, el italiano seductor que prometía demasiado

Comenzaba el siglo XX cuando el italiano se convirtió en un osado hombre de negocios. Llegó a Nueva York con un par de dólares y en poco tiempo logró que miles de ahorristas le entregaran 20 millones a cambio de la promesa de jugosos intereses. Todo terminó en un histórico fraude


POR DANIEL GIARONE

Carlo Ponzi llegó a los Estados Unidos con sólo algunas liras en el bolsillo. Algo así como el equivalente a dos dólares y medio. Tenía 21 años y creía, o necesitaba creer, en el sueño americano. En América todo era posible. El dinero podía multiplicarse como el pan y los peces: por si sólo y sin más requisitos que la fe. Entonces nació el verdadero Ponzi, aquel que convertiría su nombre en un método, “el esquema Ponzi”, sinómimo de estafa y de engaño.

Carlo había nacido el 3 de marzo de 1882 en Lugo, Italia, en el seno de una familia trabajadora. Su padre era empleado del Correo y sufrió privaciones para que su hijo pudiera estudiar en la Universidad de Roma La Sapienza. Pero la sabiduría de Carlo no aparecía. Al menos, según la expectativa familiar.

Cansada de ver cómo malgastaba sus esfuerzos en la noche y el ocio, la familia Ponzi decidió enviar a Carlo a los Estados Unidos. Sería la última, y definitiva, inversión en un muchacho que pronto se mostraría como una oveja descarriada.

Carlo arribaría a la isla Ellis, en el puerto de Nueva York, en 1903. Allí incubaría la necesidad, pero también el sueño de ser millonario. Es decir, pasar de un ser un inmigrante que llegaba con lo puesto y apenas balbuceaba algunas palabras en inglés en un hombre rico. Y todo a la velocidad del super hombre (Superman) que llegaría al comic casi tres décadas después.

Pero en una tierra de oportunidades Carlo no tenía nada. Se empleó como camarero y también como lavacopas en distintas ciudades de la Costa Este. Después un amigo le conseguiría un puesto en un banco de Montreal, en Canadá. Su carrera como bancario terminó de manera abrupta: fue sorprendido cuando intentaba falsificar la firma de una anciana para quedarse con sus ahorros.

En 1911 tendrá nuevos problemas con “la ley”, debido a su participación en el tráfico ilegal de migrantes italianos. Sin embargo, el día que cambiará para siempre su vida llegará un año después. En 1912 es detenido por falsificar un cheque y condenado a 20 meses de prisión. Entonces nacerá su gran obra.

Un plan brillante

Durante su temporada en la cárcel Ponzi trabajó en la oficina de correos. Y fue allí, entre el encierro y la monotonía, donde tuvo la idea que le permitiría amasar su primera fortuna: vender cupones postales a inversionistas.

El negocio consistía en convertir los dólares obtenidos por los cupones en moneda depreciada (la lira italiana, en los años de post guerra) y comprar otros a menor precio. Después Carlo cambiaría esos cupones por estampillas en países con moneda fuerte (Estados Unidos, por ejemplo), cuyo valor era siempre superior al del cupón original, para finalmente sí convertirlos en dinero en efectivo.

A pura especulación amasó así una pequeña fortuna, que sería la base sobre la que se asentaría el fraude descomunal que llegaría hasta nuestro días como el “esquema Ponzi”.

¿Pero en qué consistió?  Muy simple. Confiarle dinero a Carlo Ponzi a cambio de que este duplique lo invertido en 90 días. Y como la confianza es la base de todo (también de la fortuna), primero algunos tímidamente y después otros azuzados por el temor de perder la oportunidad de hacer dinero fácil, corrieron a entregarle sus ahorros.

Por supuesto que sin saber que sólo los primeros inversionistas recibirían lo prometido, gracias a la plata que ponían quienes llegaban después de ellos. El esquema era muy sencillo y parecía infalible: el dinero que entrega A sirve para pagarle a B, el de B para abonarle a C, y así sucesivamente.

Eso sí, el esquema se derrumbaría si todos los inversionistas pidieran el dinero al mismo tiempo. Y eso fue lo que ocurrió. Es que cuando ya no queda a quien reclutar el sistema cae, dado que no hay bienes útiles o reales, como por ejemplo la construcción, que respalden el dinero recibido.

A través de la empresa Security Exchanges Company, Ponzi se limitó a embolsar unos 250.000 dólares diarios que, lejos de invertirse, se guardaban en armarios e incluso en tachos de basura, siempre para uso exclusivo de Carlo, por supuesto.

¿Cómo era posible que un migrante que había llegado con una mano atrás y otra adelante se convierta en millonario? ¿Cómo podía ser que eso haya ocurrido ofreciendo a los inversionistas el 50% de interés a un plazo de 90 días, algo imposible para cualquier banco?

Cuando estas preguntas llegaron a la fiscalía Ponzi tuvo que presentarse a declarar. Entonces, carismático y calculador, dijo poseer una fortuna de 8.500.000 dólares y que sus acreedores solo lo eran por un poco menos de la mitad: 3.500.000.

“Me sobra el dinero para pagarles a todos; no escuchen a los especuladores que quieren quedarse con sus pagarés para cobrar los intereses; el que puso dólares recibirá dólares”. Algo más o menos así dijo Carlo a la salida de Tribunales. Pero no le creyeron.

El resquemor, la culpa y la desconfianza de los inversores se convirtieron en cientos de personas frente a las oficinas de Security Exchanges Company para reclamar su dinero. Algunos, además, para intentar linchar al popular Carlo. Y cuando esto ocurre no hay “esquema Ponzi” que resista.

Vermouth con papas fritas y good show

Pero Ponzi era tenaz y no se rendiría fácilmente. Al volante de un Locomobile, el auto más caro del mercado por aquel entonces, y luciendo esa postura de dandy que había deslumbrado a los diarios y maravillado a quienes buscaban un atajo para llegar al sueño americano, pidió paciencia. Y redobló la apuesta.

Prometió que todos iban a recibir lo que se les había prometido. Y que como aquello sería el paraíso mismo, atento las circunstancias, fundaría un banco que repartiría sus dividendos por partes iguales. Y más: “Si alcanzo a ganar 100 millones, me quedaré solo con un millón y el restó irá a la caridad”.

En agosto de 1920, The New York Time decía que “luego de una semana de investigación sobre Ponzi el interés público sobre el hombre y sus actos permanece inalterable”. Daba cuenta de que centenares “lo saludan como a un héroe” no bien pisa la calle y que si bien la auditoría federal sobre sus registros contables recién se iniciaba, “sus admiradores lo ven como si ya hubiera sido reivindicado”.

Pero la investigación pronto dejaría la estafa al desnudo. Security debía a sus acreedores 7.000.000 de dólares, el doble de lo declarado por Ponzi. Fue entonces que este reconoció que no podía afrontar sus deudas. Unos 40.000 ahorristas habían puesto en sus manos entre 15 y 20 millones. No sólo las ilusiones se habían esfumado.

Made in Rio

El 1 de noviembre de 1920 Carlo Ponzi fue declarado culpable de fraude y condenado a cinco años de prisión. Logró salir a los tres años y medio, pero una segunda instancia judicial sumó nueve años a la condena inicial.

Antes se había refugiado en Florida, donde intentó poner nuevamente en marcha “el esquema Ponzi”, aunque sin éxito. Acosado por la Justicia, y también por los acreedores, se afeitó la cabeza y el bigote e intentó huir en un barco mercante. Lo atraparon y terminó en la cárcel de Massachusetts.

Cuando salió de prisión la policía salvó a Ponzi de ser linchado por un grupo de acreedores enardecidos. Las postales navideñas que les había enviado desde la cárcel prometiendo devolverle “cada centavo” no habían servido de nada. Las autoridades estadounidenses finalmente lo deportaron a Italia, dado que no tenía ciudadanía americana.

Ya en su tierra natal insistió con su famoso esquema. Nadie le creyó. Entonces se empleó en una línea aérea que unía el Mediterráneo con Brasil y de la que después se supo que se dedicaba al contrabando.

Pero para Carlo Ponzi se acercaba el fin. Vivió en la miseria en un hospital de caridad de Río de Janeiro, donde falleció el 18 de enero de 1949. Tenía 66 años. Estaba solo. Y dejó, como toda herencia, el “Esquema Ponzi”.

El fraude y engaño no llega con el primer gran timador ni se termina con él. La televisión ocupo el trono de la prensa gráfica y los infocomerciales de los años 80 (al estilo “Llame ya”) ofrecieron oportunidades a nuevos Ponzi. Lo mismo hicieron, tiempo después, internet y las redes sociales.

Del banquero y corredor de Bolsa Bernard Madoff al gurú y coach ontológico Leonardo Cositorto y su Generación Zoe, la estafa en el siglo XXI adquirió distintas fisonomías (Esquema Ponzi, Piramidal -Telar de la Abundancia-, coaching financiero, franquicias falsas, etc.) para atender a una misma necesidad: multiplicar el dinero de manera casi mágica y, de ser posible, acceder al selecto club de los millonarios.

Los estafadores no necesitan que todos les crean. Alcanza con que sólo una parte compre lo que venden: espejos donde verse ricos (de tesoros escondidos en las entrañas de la tierra a las criptomonedas), ilusiones donde alimentar el ansia por “salvarse”, la urgencia por tener una vida mejor. Igual que Carlo Ponzi. Lo mismo que el verdadero Ponzi.

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